Alex Ross. Foto: Carlos Alba

Alex Ross, crítico musical del 'New Yorker', regresa después del éxito de 'El ruido eterno' con 'Escucha esto' (Seix Barral), en el que teje retratos de maestros como Mozart, Schubert o Verdi, mostrando a la vez su visión de la música pop y sus grandes iconos. Mediante una aproximación a temas concretos y a "líneas" particulares de grandes obras, realiza un placentero análisis del panorama musical.

Odio la «música clásica»: no la cosa, sino el nombre.

Éste encierra un arte tenazmente vivo dentro de un parque

temático del pasado. Echa por tierra la posibilidad de que

pueda seguir creándose en la actualidad música en el espíritu

de Beethoven. Destierra al limbo la obra de miles de

compositores en activo que tienen que explicar a personas

por lo demás bien informadas qué es lo que hacen para

ganarse la vida. La frase es una obra maestra de la publicidad

negativa, una proeza de antidespliegue publicitario.

Ojalá pudiera contarse con otro nombre. Envidio a la gente

del jazz que habla simplemente de «la música». Algunos

aficionados al jazz también llaman a su arte «la música clásica

de Estados Unidos», y propongo un trato: les dejo a

ellos lo de «clásica» y yo me quedo con «la música».

Durante al menos un siglo, la música ha quedado prisionera

de un culto al elitismo mediocre que intenta fabricar

autoestima aferrándose a fórmulas hueras de superioridad

intelectual. Piénsese en otros nombres que circulan

por ahí: música «culta», música «seria», «gran» música,

«buena» música. Sí, la música puede ser grande y seria, pero la grandeza y la seriedad no son sus características

definitorias. También puede ser estúpida, vulgar y descabellada.

Los compositores son artistas, no columnistas de

etiqueta; tienen derecho a expresar cualquier emoción,

cualquier estado de ánimo. Han sido traicionados por

acólitos bienintencionados que creen que la música debería

comercializarse como un artículo de lujo, que sustituye

a un producto popular inferior. Estos custodios afirman,

en efecto, que «La música que os gusta es basura. Escuchad,

en cambio, nuestra gran música, rebosante de pretensiones

artísticas». Apenas logran ningún avance con los

no convertidos porque han olvidado definir la música

como algo que merece ser amado. La música es un medio

demasiado personal para apoyar una jerarquía absoluta

de valores. La mejor música es aquella que nos convence

de que no existe ninguna otra música en el mundo.

Cuando la gente oye «clásica», piensa en «muerta». La

música se describe en términos de su distancia respecto del

presente, su diferencia respecto de la masa. No es de extrañar

que los relatos de su desaparición inminente se hayan

convertido en un lugar común. Los periódicos recitan una

letanía familiar de problemas: las compañías discográficas

están recortando sus departamentos clásicos; las orquestas

se enfrentan a déficits; la música apenas se enseña en los

colegios públicos, es casi invisible en los medios de comunicación,

se ignora o es objeto de burla en Hollywood. Pero

es la misma historia que se contaba hace cuarenta, sesenta,

ochenta años. Stereo Review escribió en 1969: «Se venden

menos discos clásicos porque la gente está muriéndose. El mercado clásico es en la actualidad lo que es porque

hace quince años nadie intentó inculcar un amor por

la música clásica en los entonces influenciables niños que

se han convertido ahora en el mercado.» El director de orquesta

Alfred Wallenstein escribió en 1950: «La crisis económica

a que se enfrentan las orquestas sinfónicas estadounidenses está pasando a ser cada vez más aguda.» El

crítico alemán Hans Heinz Stuckenschmidt escribió en

1926: «La asistencia a los conciertos es escasa y los déficits

presupuestarios crecen año tras año.» Los lamentos por el

declive o la muerte del arte se remontan muy atrás, hasta el

siglo XIV, cuando se pensaba que las sensuales melodías del

Ars Nova suponían el fin de la civilización. El pianista

Charles Rosen ha afirmado sabiamente que «la muerte de

la música clásica es quizá su tradición ininterrumpida más

antigua».

Se da por hecho que el público clásico estadounidense

es un colectivo moribundo integrado por personas de

edad provecta, blancas, ricas y aburridas. Las estadísticas

proporcionadas por el National Endowment for the Arts

sugieren que la situación no es tan sombría. La edad del

público, es cierto, es más alta que para ningún otro arte

-la media es de cuarenta y nueve años-, pero no se trata

de las personas con mayor poder adquisitivo. Los musicales,

las obras de teatro, el ballet y los museos se llevan

todos tajadas mayores del pastel de los ingresos iguales o

superiores a cincuenta mil dólares (como sucede también

con la emisora de televisión por cable especializada en deportes,

la ESPN). En las butacas de platea de la Metropolitan

Opera se sientan presidentes de empresas y personas

relevantes socialmente, pero las partes menos caras del

teatro -en el momento de escribir estas líneas, la mayoría

de las entradas del Círculo Familiar se venden a veinticinco

dólares- están bien pobladas por profesores de colegio,

correctores de pruebas, estudiantes, jubilados y otras

personas sin acceso al directorio de las familias que integran

la élite social estadounidense, el llamado Registro Social.

Si se quiere ver una exhibición descarada de riqueza,

con titulares de cuentas en bancos suizos, lo que hay que

hacer es ir a ver a los millonarios que se sientan en los

palcos VIP de un concierto de Billy Joel, en caso de que lo permita el servicio de seguridad. En cuanto al envejecimiento

del público, no puede negarse la tendencia general,

aunque con un poco de suerte es posible que empiece

a disminuir. Paradójicamente, por más que el público envejezca,

los intérpretes son cada vez más jóvenes. Los músicos

de la Filarmónica de Berlín son, en promedio, una

generación más jóvenes que los Rolling Stones.

La música está siempre muriendo, desapareciendo sin

cesar. Es como una diva eternamente joven en una gira de

despedida que no tiene fin, que vuelve a aparecer para la

que será su ultimísima actuación. Resulta difícil de nombrar

porque, para empezar, nunca existió realmente, no lo

hizo en el sentido de haber surgido de un momento o lugar

determinados. Carece de genealogía, de etnicidad: los

compositores más destacados de la actualidad proceden

de China, Estonia, Argentina, Queens. La música es sencillamente

cualquier cosa que creen los compositores: una

larga serie de obras escritas en papel a las que se han adscrito

diversas tradiciones interpretativas. Comprende la culta,

la popular, la empire, la underground, la dance, la plegaria,

el silencio, el ruido. Los compositores son parásitos

geniales; se alimentan vorazmente de la sustancia de las

canciones de su tiempo con vistas a engendrar algo nuevo.

Han pasado una época dura en los últimos cien años,

afrontando obstáculos externos (Hitler y Stalin fueron

críticos musicales aficionados), así como problemas inventados

por ellos mismos («¿Por qué no le gusta a nadie

nuestra preciosa música dodecafónica?»). Pero puede que

se encuentren al borde de un improbable renacimiento y

puede que la música acabe por adoptar una forma que

nadie sería hoy capaz de reconocer.

El crítico Greg Sandow ha escrito que la comunidad clásica

necesita hablar más con el corazón en la mano sobre

lo que significa la música. Admite que resulta más fácil

analizar su pasión que expresarla. La música no se presta

al mismo tipo de identificación generacional que, digamos,

Sgt. Pepper (Sargento Pepper). Es posible que haya

chicos ahí fuera que perdieran su virginidad durante el

Concierto para piano en Re menor de Brahms, pero ellos

no quieren contarlo y usted no quiere oírlo. La música

atrae a la fracción reticente de la población. Es un arte de

grandes gestos y vastas dimensiones que suena para montones

de personas silenciosas y tímidas.

Yo soy un estadounidense blanco que no escuchó

otra cosa que música clásica hasta los veinte años. Echando

la vista atrás, esto parece extraño; «alucinante» no es

quizás una palabra demasiado fuerte. Pero en aquel momento

parecía algo natural. Tengo la sensación de haber

crecido no durante los años setenta y ochenta, sino durante

los años treinta y cuarenta, las décadas de la juventud

de mis padres. Ni mi madre ni mi padre poseían una

formación musical -ambos trabajaban como expertos

en mineralogía-, pero sí que eran devotos asistentes a

conciertos y coleccionistas de discos. Alcanzaron la mayoría

de edad en la gran época de acceso de la clase media

estadounidense a la cultura, cuando la música ocupaba

una posición muy diferente en la vida cultural del que

tiene en la actualidad.

En aquellos años, en lo que ahora

parece un mundo de ensueño, millones de personas escuchaban

dirigir a Toscanini a la Sinfónica de la NBC en la

radio nacional. Walter Damrosch explicaba los clásicos a

los chicos y chicas en los colegios, cantando cancioncillas

para ayudarles a recordar los temas. (Mi madre recuerda

una de ellas: «Ésta es / la sin-fo-ní-a / que Schubert escribió

pero nunca / a-ca-bó…») La NBC podía transmitir el

partido de Ohio State contra Indiana una tarde y un recital de Lotte Lehmann el día siguiente. En mi casa era la

Sinfónica de Boston seguida de los Washington Redskins.

Yo no era consciente de que existiera un abismo insalvable

entre una cosa y otra.

Empecé muy pronto a husmear en la colección de

discos de mis padres, que estaba bien surtida de productos

de la época dorada: el Sibelius de Serge Koussevitzky,

el Berlioz de Charles Munch, el Trío Thibaud-Casals-

Cortot, el Cuarteto de Budapest. Estaba la versión a cámara

lenta, que recordaba a un zepelín, de la Pasión según

san Mateo
de Otto Klemperer, que iba acompañada de

esas imágenes del Maestro de Delft que luego producían

pesadillas. Las enérgicas versiones de Toscanini de Beethoven

y Brahms estaban decoradas con instantáneas del

Maestro en movimiento realizadas por Robert Hupka, en

las que su rostro registraba todas las emociones posibles

entre el éxtasis y la indignación. El Divertimento en Mi

bemol
de Mozart iba acompañado del famoso retrato en

que el compositor, apesadumbrado, mira hacia abajo,

como un general contemplando una batalla abocada a la

derrota. Mientras oía, leía las notas del disco, que estaban

escritas generalmente en ese estilo pasado de rosca de

orador para todos los públicos que favorecían los medios

de comunicación a mediados del siglo XX. De Chaikovski,

por ejemplo, se decía que mostraba «melancolía, que crecía

en ocasiones hasta unas profundidades insondables».

Nada de esto tenía sentido por aquel entonces; no sabía lo

que era la melancolía, por no hablar de las profundidades

abismales. Lo que importaba era la exagerada caída en

picado de la idea, que se correspondía con mi reacción

ante la música.

La primera obra que amé hasta llegar a enloquecer

fue la Sinfonía «Heroica» de Beethoven. En una de esas

ventas privadas de objetos usados en garajes, mi madre

encontró un disco de Leonard Bernstein al frente de la Filarmónica de Nueva York perteneciente a una serie de

discos de apreciación musical publicados por el Club Libro

del Mes. Un segundo disco adicional incluía el análisis

que hacía Bernstein de la sinfonía, un mapa de carreteras

para recorrer sus cuarenta y cinco minutos de

duración. Ahora contaba ya con nombres para las formas

que percibía. (Los libros The Joy of Music [La alegría de la

música
] y The Infinite Variety of Music [La infinita variedad

de la música
] de este director siguen siendo los mejores

textos introductorios de su tipo.) Bernstein llamaba la

atención sobre algo que sucede aproximadamente a los

diez segundos de empezar: el tema principal, a la manera

de una fanfarria, en la tonalidad de Mi bemol, se ve detenido

por la nota Do sostenido. «Se ha asestado una puñalada

de impertinente otredad», decía Bernstein, críptica

pero seductoramente, con su nicotínica voz de barítono.

Yo escuchaba una y otra vez esta nota de otredad. Compré

una partitura y descifré la notación. Aprendí algunos

gestos para marcar el tiempo en el manual de dirección

de orquesta de Max Rudolf. Tomé a mi familia como rehenes

en el salón mientras dirigía al tocadiscos en una

intensa interpretación de la Heroica.

¿Estaba Lenny un poco fuera de sí cuando llamó a ese

tenue Do sostenido en los violonchelos una «conmoción

», una «sacudida», una «puñalada»? Si se pusiera la

Heroica a un adolescente de catorce años experto en hiphop

y versado en Eminem y 50 Cent, la obra le parecería,

en el mejor de los casos, terriblemente aburrida. No hay

nadie que corte en rodajas a su mujer o al que le descerrajen

nueve tiros. Pero nuestro joven amigo pandillero tendría

que acabar admitiendo que esos artistas son relativamente

chocantes, dicho sea en relación con las normas

sociales de su tiempo. Aunque la Heroica dejó de ser controvertida

en el sentido de estos-chicos-locos-de-hoy en

torno a 1830, dentro del marco «clásico» ha seguido provocando sus sorpresas justo en el momento en que tenía

que hacerlo. Siete compases de Mi bemol mayor y, a continuación,

el Do sostenido que ronda fugazmente antes

de desaparecer: es como un locutor que se acerca a un

micrófono, pronuncia las primeras palabras de una frase

solemne y luego empieza a titubear, como si acabara de

recordar algo de su infancia o hubiese visto un rostro siniestro

en medio de la multitud.