Letras

Llámame Brooklyn

Eduardo Lago

9 febrero, 2006 01:00

Eduardo Lago, por Gusi Bejer

Premio Nadal. Destino, 2006. 397 páginas, 19'50 euros

Se trata de una construcción compleja y madura, de un despliegue de recursos narrativos de tal riqueza y variedad que al lector acostumbrado al consumo de novelas rectilíneas y de estructura simple se le antojará un laberinto inextricable, a pesar de que es una composición diáfana, una estructura impecable y sin cabos sueltos.

La historia es muy simple: En Nueva York, un periodista norteamericano de origen español, Néstor Oliver-Chapman, trata de completar y reconstruir una novela titulada Brooklyn que su amigo Gal Ackerman, recién fallecido, ha dejado inacabada. Cuenta para su tarea con materiales de distinta naturaleza: partes ya redactadas de la obra -algunas de ellas revisadas por el propio autor-, pero también fragmentos incompletos, notas, bosquejos sin desarrollar, cartas, artículos, recuerdos personales o testimonios de ciertos amigos de Gal, sobre todo de Frank Otero. La simplicidad de la historia va dando origen a una novela muy compleja, donde las perspectivas se multiplican, abundan las lagunas y los puntos de vista de un mismo hecho no siempre son coincidentes. Néstor es, en realidad, un compilador; su tarea se asemeja a la de un filólogo que trata de llevar a cabo la edición crítica de un texto del que se conservan testimonios dispares.

Así, para reconstruir el episodio de la ruptura entre Gal y Nadia, el editor se sirve de las informaciones de Frank, pero también de los fragmentos que se conservan de Gal sobre este asunto; no obstante, habrá que esperar a que, en las últimas páginas, la lectura del diario de Nadia ofrezca la versión tal vez más fidedigna de lo que realmente ocurrió, porque incluso la literatura practicada como crónica de experiencias personales acaba por deformar la realidad; como escribe Brooklyn casi al final, "una cosa es la literatura y otra la vida" (p. 389. Néstor muestra a menudo la misma incertidumbre que puede acometer a un filólogo ante los testimonios dudosos y las lagunas del texto (p. 247), pero, por otra parte, no resiste la tentación de introducir comentarios y apostillas personales en medio del relato de Gal (p. 252), a veces dirigidas en segunda persona al difunto, o intercala fragmentos de su propio diario (p. 79) e incluso se atreve a remedar el estilo de Gal (p. 209). La tarea de Néstor, empeñado en reconstruir la novela de Gal, tiene su paralelo exacto en los esfuerzos de Gal por conocer su origen, que lo llevan a viajar hasta Madrid para encontrarse con Abraham Williams, un antiguo brigadista que le proporcionará informaciones esenciales.

Por otra parte, la historia de Gal -nacido en 1937- se remonta hasta su infancia, hasta sus paseos de niño con el abuelo David por las atracciones de Coney Island, en plena efervescencia del proceso contra Sacco y Vanzetti, y concluye con un conmovedor epílogo fechado en 2010.

De igual modo que se cruzan y se multiplican las voces, las perspectivas y las informaciones de procedencia dispar, la narración no sigue un orden lineal; alternan fragmentos de distintas épocas, y las acciones están marcadas por un vaivén constante -así, por ejemplo, las acciones con que concluye el capítulo 6 se reanudan en el 9, cuarenta páginas más adelante-, con casi todas las escenas, salvo el episodio de Madrid, agrupadas en torno al ámbito unificador que las centraliza: el bar Oakland, propiedad de Frank y frecuentado por un grupo de americaniards y de tipos pintorescos que dan lugar a espléndidos retratos. ésta es otra de las virtudes del autor: cada personaje tiene un físico, una presencia, pero también un pasado que lo singulariza. La novela va descomponiéndose aquí y allá en breves relatos integrados en ella, vivos e imaginativos, desde la escalofriante historia de Daniel Rakowitz hasta la profunda crisis del marinero Jansson, víctima de un amour fou que lo destruye. Y existen muchos más brillantes esbozos de personajes que, incluso cuando su papel en el conjunto de la novela es secundario, aparecen delineados con perfiles nítidos: la historia del brigadista Umberto Pietri, acosado por el remordimiento; la historia del escritor Ralph Bates; el patético retrato de Sam Evans, que subsiste en condiciones míseras como "memorizador de la palabra del Señor"; la espléndida historia de Mister T., que conoce con antelación el día y la hora de su muerte.

La creación de personajes, que es uno de los indudables valores de la novela, no retrocede ni siquiera ante la posibilidad de intercalar entre ellos, a manera de homenajes, algunos que coinciden con seres reales, como el escritor español Felipe Alfau o el enigmático Thomas Pynchon, de quien se ofrece, además, una acabada prosopografía (p. 350). Pero cualquier tipo, por fugaz que sea su aparición en la novela, se manifiesta con caracteres bien marcados, como el taxista hindú (p. 71) o el detective Bob Carberry (p. 109), todos elles dibujados con técnica barojiana, a base de trazos fuertes que acentúan tanto el aspecto físico como la actitud y las posturas. Para no hablar, claro está, de los personajes centrales, como Gal o Nadia, con una relación irregular que condicionará su vida y que todavía da paso, en un final que apunta hacia un futuro extratextual, a los personajes de Brooklyn y de Bruno Gouvy, apenas desarrollados y, sin embargo, de gran intensidad.

La misma pulcritud, la misma precisión que el diseño de personajes posee la determinación de los ambientes. La zona de Brooklyn en que se desarrolla casi toda la novela, el viejo Astillero, Coney Island, el antiguo hotel Chelsea, todo está visto con una pupila precisa y casi nostálgica -como la de algunos personajes que tratan de resistir la erosión del tiempo-, con ocasionales descripciones que tienen en cuenta los caracteres cromáticos del paisaje urbano y los cambios de luz. Pero la misma sobria precisión se manifiesta en la descripción del cementerio danés, o de las noches del Madrid de la posguerra entre Chicote y el Hotel Florida. Eduardo Lago ha escrito una magnífica novela, rica en caracteres, plena de matices psicológicos, donde el amor, la amistad y la conmiseración con los desvalidos y derrotados que pugnan por no sucumbir constituyen un ingrediente esencial, y la ha compuesto -pese a alguna contradicción interna, como el precio del informe sobre Nadia en las páginas 11 y 195- con la precisión de un mecanismo.