Image: Orígenes

Image: Orígenes

Letras

Orígenes

Amín Maalouf

18 noviembre, 2004 01:00

Amin Maalouf, por Gusi Bejer

Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Alianza. Madrid, 2004. 542 páginas, 22 euros

Quizá lo que más llama la atención de este libro sea la facilidad con que el lector llega a hacer suyos los propósitos del autor. El pasado, dice éste, es hijo del presente, los antepasados son como niños a los que, en un momento dado, podemos espiar como por el ojo de una cerradura, para descubrirlos absortos en sus juegos, sus negocios incomprensibles para nosotros, sus consideraciones propias de un mundo quizá mejor dotado que el nuestro para según qué cosas.

Y aunque la reconstrucción de ese pasado suponga, en el caso del libro que nos ocupa, devolver la vida a un puñado de parientes muy singulares, habitantes además de una época y una geografía teñidas ya para nosotros de extrañeza y exotismo, no podemos evitar pensar que ese propósito nos atañe, que de alguna manera compartimos con el autor la responsabilidad de rememorar la parte de nuestro pasado que, sin nuestra mediación activa, se perdería para siempre.

Fue a la muerte de su padre cuando Maalouf se sintió por vez primera depositario de esa responsabilidad. Pero no atendió a la llamada hasta que un amigo diplomático -español, por más señas- le informó de que había conocido en Cuba a personas que origen libanés que llevaban su mismo apellido. Francófono por educación y exiliado en París desde el comienzo de la guerra civil en su país, el escritor libanés no pudo esquivar entonces la idea de que la verdadera patria de los de su estirpe no era un país, una religión o una lengua, sino el conjunto de reflejos, sentimientos y maneras de entender la vida asociados a quienes compartían unos orígenes comunes y ahora andaban esparcidos por todo el mundo.

La ocurrencia no era del todo casual: el hecho de que el padre del escritor hubiera muerto en el mismo día y mes que su progenitor ponía al descubierto una ingenua, pero perfectamente verosímil, red de coincidencias, paralelismos y recurrencias que unía los destinos de éstos y otros miembros de la familia: así, se contaba que a uno de los tíos abuelos del autor, el sacerdote melquita Teodoros, se le derramó la tinta roja de su tintero y se le paró el reloj en el momento justo en el que su hermano emigrante, Gebrayel -Gabriel- moría en Cuba, a miles de kilómetros de distancia. El propio autor duda de la verosimilitud de ésta y de otras leyendas familiares, pero el lector no tiene más remedio que concluir que esta clase de historias existen en todas las familias, y que constituyen algo así como una clave poética del modo en el que sus miembros interpretan su pasado y afrontan su destino.

De esa aceptación parte este libro. Que no es, de ningún modo, la historia novelada de los Maalouf, sino una especie de constatación documental objetiva de la pesquisa emprendida al efecto por el escritor libanés. Se centra, cómo no, en la generación de su abuelo Botros, padre de su padre e inmediato eslabón de la cadena rota para siempre por la muerte de éste. A la figura del idealista, indeciso y algo extravagante Botros se contrapone la de su hermano emigrante, el emprendedor Gebrayel, que hizo fortuna en Cuba y murió tempranamente: la parte más fascinante del libro, sin duda, es la que da cuenta de los pasos del autor en la isla caribeña siguiendo el rastro de su tío abuelo. Armado de humor, paciencia y una ironía lo bastante atemperada para no comprometer demasiado a sus informantes, Maalouf recorre La Habana en los taxis desvencijados que todavía circulan por sus calles, entra en viejos palacios subdivididos en míseras covachas, se adentra en las zahúrdas de la burocracia castrista y toma el pulso al buen humor y la servicialidad de la gente, hasta emplazar en el mapa de lo real lo que hasta entonces eran vagas referencias procedentes de cartas y leyendas familiares. El resultado es la restitución de un personaje de civilizada desmesura, portavoz del progreso económico en un entorno virgen, y que podría figurar sin desdoro en los primeros capítulos de Cien años de soledad o en alguna de las muchas historias de pioneros que nos dejó Horacio Quiroga. La conexión "hispánica" no resulta aquí del todo impertinente: la historia de Gabriel Maluf (sic) obliga al autor a interesarse por personajes del todo ajenos a su propia cultura, pero muy conocidos por nosotros: el héroe independentista Máximo Gómez o el propio José Martí.

Por el otro lado, el de Botros, el camino es más libresco, pero no menos apasionante. De la mano del abuelo Botros, Maalouf abandona el desacostumbrado tono de reportaje contemporáneo con el que da cuenta de su aventura cubana, trasunto de la de su antepasado, y se acerca más al entorno literario que le es propio: a la realidad "reconstruida" de la novela histórica. Frente al evanescente Gebrayel, disuelto como un ectoplasma en los acogedores contraluces de La Habana contemporánea, el abuelo Botros se asienta firmemente en la Historia al modo característico en que lo hacen los protagonistas de las novelas de su descendiente. Botros encarna esa mezcla de acendradas tradiciones y sentido de la modernidad que convivía en tantos otros levantinos ilustrados de principios del siglo XX. Participa de las ilusiones históricas de su tiempo (los sucesivos intentos de modernización del estado otomano, las esperanzas suscitadas en determinados estratos sociales por el mandato francés en el Líbano, etc.) y representa ese otro Levante -Oriente Medio- posible por el que conspiraban (de un modo más enrevesado, eso sí) los personajes del Cuarteto de Alejandría.

A pesar de que este libro se centra en una pesquisa privada, su autor no puede por menos que apuntar a ciertas conclusiones de carácter histórico y político: las ilusiones del abuelo Botros fracasaron, y la realidad que se impuso a ellas es la constituida por los "míseros estados étnicos" de hoy, fuente de todos los problemas de la región. Botros, de familia grecocatólica, educado en escuelas protestantes, anglófilo y librepensador, pedagogo brillante y estimable hombre de letras, se erige como representante de la generación que cifró en la modernización del imperio otomano la materialización de un ideal de ciudadanía independiente de la raza o la religión. Por desgracia, el reformismo turco que había suscitado estas esperanzas no tardó en decantarse hacia un nacionalismo feroz, que reducía a los demás habitantes del imperio a ciudadanos de segunda. En este contexto de ilusiones evanescentes, hombres como Botros se debatieron entre el impulso a emigrar (como había hecho el emprendedor Gebrayel) y el de quedarse en casa para intentar aportar algo a la mejora material y moral de la región. Esta trágica indecisión, representada en un hombre que se negaba a usar tanto el fez levantino como el sombrero occidental, viene a ser un buen símbolo de las alternativas que se han manejado en una región demasiado cercana a Occidente como para rechazar de plano su influjo, pero a la vez dotada de valiosísimas tradiciones propias.

Quizá el mensaje de este libro -que lo tiene: un escritor francés "de prestigio" no sabría escribir un libro que no lo llevara- sea que estas tradiciones no son las onerosas cargas religiosas y étnicas que algunos intentan hacer valer a toda costa, sino algo tan revuelto, ambiguo y sugerente como esa maleta de cartas, fotos, recortes y documentos varios de la que el autor se vale, novelescamente, para poner en pie su relato. El pasado, vuelve a decirnos, se construye desde el presente. Casi siempre para mal, añadiríamos quienes pensamos que detrás de declaraciones de esta clase se han amparado a menudo grotescos intentos de manipulación. Pero, qué duda cabe, ese acto de voluntad también puede tener buen fin. Y, reducido a dimensiones estrictamente privadas -ma non troppo-, como ocurre en este relato, puede depararnos una hermosa clave poética de quiénes somos.


Nostalgia de Líbano

A menudo se le pregunta a Maalouf por su país de origen. Y la respuesta no suele variar mucho: "Es verdad que tengo mucha nostalgia del Líbano de antes, de antes de la guerra que ensangrentó el país, y de alguna manera, yo he transportado la nostalgia de los años de mi infancia a una época más lejana, el siglo XIX, del que mi familia ha conservado el recuerdo. Es exacto, y toda persona que ha conocido el Líbano de hace tiempo, la calidad de vida que había entonces, sólo puede tener nostalgia de lo que se ha perdido." Quizá por eso, en Orígenes escribe: "Pertenezco a una tribu que, desde siempre, vive como nómada en un desierto del tamaño del mundo. Nuestros países son oasis de los que nos vamos cuando se seca el manantial; nuestras casas son tiendas vestidas de piedra; nuestras nacionalidades dependen de fechas y de barcos. Lo único que nos vincula, por encima de las generaciones, por encima de los mares, por encima de la Babel de las lenguas, es el murmullo de un apellido."

Maalouf el mediterráneo

Amin Maalouf nació en 1949 en Líbano en el seno de una familia greco-católica, en tiempos en que en el país convivían pacíficamente más de una quincena de comunidades culturales. Más tarde llegó la guerra civil, que llevaría a Maalouf a vivir en el exilio francés. Su obra literaria gira en torno a la historia y los conflictos religiosos en el Mediterráneo. Su mayor éxito lo consiguió con la novela histórica León el africano. Otros títulos suyos son Amor de lejos, Samarcanda, El primer siglo después de Béatrice, Las Cruzadas vistas por los árabes, Los jardines de luz o El viaje de Baldassare. Como complemento a su obra narrativa publicó el ensayo Identidades asesinas, donde expone la defensa a ultranza de las culturas minoritarias y la integración religiosa y cultural con el mar Mediterráneo como elemento integrador. En 1993 recibió el premio Goncourt. Hoy en día Maalouf está comprometido con las actividades de El legado andalusí, un proyecto que hace suyas las palabras del preceptor del califa Al-Hakam, Al-Zubaidi: "Todas las tierras son una, y los hombres todos son vecinos".