Letras

El Reino de Cervantes

El próximo lunes 23 se celebra la gran fiesta de las letras españolas: es el día de Cervantes, el día del idioma, cuya situación revisa aquí uno de sus máximos expertos: Gregorio Salvador

18 abril, 2001 02:00

El gran escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, tan recientemente desaparecido, denominaba al mundo hispanohablante, esa enorme masa de cuatrocientos millones de seres humanos, el Reino de Cervantes. Bello acierto expresivo que yo tomo en préstamo para titular este artículo, en el que intentaré presentar la situación actual del español, las dimensiones y peculiaridades de ese reino. Podría haberse titulado también, y así lo pensé en un primer instante, 'La cohesión del español', porque acaso la característica esencial de nuestra lengua, tan extendida geográficamente, hablada por gentes tan diversas, es su indudable cohesión; y hablo de cohesión en su más estricto sentido físico, el de unión íntima entre las moléculas de un cuerpo y fuerza de atracción que las mantiene unidas, que así define la voz el DRAE.

Trataré de la situación actual del español, con enumeración de hechos y de datos objetivos, de cuál es su rango y su posición entre los varios millares de lenguas que existen en el mundo y qué circunstancias externas y caracteres intrínsecos hay que considerar a la hora de vaticinar su posible papel en esa sociedad interrelacionada, tecnificada y multiinformada en la que al parecer estamos entrando inexorablemente. Hay un hecho cierto y es que el auge del español en el mundo como segunda lengua, como lengua aprendida, resulta hoy en día espectacular. Ésa es una realidad que le augura un futuro afortunado a ese reino de Cervantes que dijimos y que hace mucho más paradójico, repugnante y deplorable el hecho de que el único lugar del mundo donde la lengua esté perdiendo usuarios, donde a sus hablantes se les pueda negar la posibilidad de educarse en ella, de recibir en ella sus enseñanzas, sea desdichadamente la propia España. Increíble resulta, pero lo cierto es que, cada año, diversos organismos internacionales que se ocupan de las políticas discriminatorias y de las posibles violaciones contra los derechos humanos hayan de inventariar, entre los casos denunciados y comprobados, la que sufren los castellanohablantes en determinadas comunidades autónomas con la imposibilidad de que sus hijos sean escolarizados en la lengua familiar y además mayoritaria en la región. Que nuestros gobernantes, que nuestros políticos en general y con contadas excepciones, en un régimen de libertades, hayan venido transigiendo con la siniestra historia de la inmersión lingüística, se llamen a andana ante el menoscabo de la lengua común y no se hayan enterado de que las lenguas existen para las personas y no las personas para las lenguas, produce tan bochornosa vergüenza que más vale, en este momento, no seguir con el tema y volver a la exposición de lo que caracteriza al español en la concurrencia universal de los idiomas.

Resulta paradójico, repugnante y deplorable el hecho de que el único lugar del mundo donde el español esté perdiendo usuarios sea la propia España

Las lenguas son, ante todo, instrumentos de comunicación y vehículos de trasmisión cultural y el grado de utilidad y de excelencia de cada una es perfectamente mensurable en función del número de personas que pueden comunicarse con ella y de la cultura a la que sirva de vehículo. Pues bien, en el mundo existen alrededor de cuatro mil lenguas, de las cuales no más de un centenar superan el millón de hablantes y no llegan a la docena las de amplia dimensión demográfica, y así el español, que con sus cuatrocientos millones de usuarios es una de las llamadas “cuatro mayores”, con el chino, el inglés y el hindi, tiene asegurado un papel relevante en la sociedad globalmente intercomunicada que se está fraguando. De hecho es reconocida como la segunda lengua de relación en el mundo, después del inglés. Escrita con alfabeto latino, el único sistema de escritura realmente universalizado, la supera en su racionalidad ortográfica y oralmente es, como digo, la lengua más cohesionada entre las grandes, sin variantes dialectales ininteligibles que apunten hacia la fragmentación, y fonéticamente muy clara.

Si suele estimarse bastante dudoso lo de que una imagen vale por mil palabras, lo que sí resulta evidente es que una anécdota vale en ocasiones por mil explicaciones y argumentos. Les cuento una particularmente ilustrativa. Un hispanista norteamericano llama por teléfono, delante de mí, a un compatriota suyo también hispanista y mantiene la conversación en español. Entiendo que es una atención que me tiene, una cortesía lingüística por su parte, y cuando acaba se la agradezco pero le digo que me parece excesiva y que, por favor, hable en inglés sin empacho. Se sorprende y me dice que él utiliza el español siempre que habla por teléfono y la otra persona lo domina, aunque sea anglohablante, porque telefónicamente el español es menos confuso, se entiende mucho mejor, requiere menos repeticiones y ningún deletreo y no da lugar a los frecuentes malentendidos que da el inglés. Algo a lo que suele dar lugar nuestra lengua son estas adhesiones y entusiasmos entre los hispanistas. Se lo digo y él me replica que nada más justificado y que las intercomunicaciones a distancia requieren lenguas llenas como el español, de corporeidad léxica y nitidez silábica.

Con lo que está de acuerdo un joven hispanista japonés, que fue alumno mío en la Universidad Complutense, a quien le cuento el sucedido. Las dos lenguas cuya habla puede ser más fácilmente reconocida y correctamente interpretada por las máquinas son el español y el japonés, me dice, y eso ellos lo saben muy bien, y el español les gana con su sistema alfabético de escritura y con su ortografía coherente. “La lengua instrumental de la informática puede acabar siendo el español”, concluye.

Tales testimonios ajenos podrían dar lugar a una actitud triunfalista y a que habláramos de las excelencias del español, de su esplendor pretérito, su extensión actual y un imaginario futuro de universalidad y grandeza. No es insólito que me pidan, a veces, que hable de la universalidad del español, como si realmente el español fuera no sólo lo que es, una lengua plurinacional y multiétnica, una lengua ampliamente extendida, sino una lengua universal, cuando lo que está claro es que lenguas universales no hay. Sé que lo que se quiere expresar con “universalidad”, en este caso que digo, es la dilatada extensión de nuestro idioma, su fuerza expansiva, su auge actual y su utilización, creciente, como lengua de intercambio en este mundo en que vivimos.

Pero tampoco conviene exagerar. Se suele decir, ponderativamente, que es una lengua extendida a los cinco continentes geográficos, lo cual no es mentira pero tampoco llega a ser del todo verdad. Por lo pronto, en África sólo la hablan unos cuantos miles de personas en Guinea Ecuatorial y el Sáhara Occidental y la conservan, casi como un recuerdo, unos centenares, cada vez menos, de marroquíes del Norte, apoyados más que nada en el fútbol televisivo, porque la protección, por parte española, de esos núcleos hispanohablantes del país vecino, era tan escasa o negada que hasta nos tuvimos que ver en la vergüenza de que el ya difunto rey Hassan II nos echara en cara, durante una visita oficial, la nula atención que nuestro Gobierno prestaba al mantenimiento del español en Marruecos, donde había cerrado varios colegios e institutos, con harto pesar de muchos de sus súbditos norteños que lo consideraban su natural lengua de relación con Europa. Quedan, no obstante, algunos grupos de judíos sefardíes que, con la fidelidad secular con que han mantenido su viejo castellano, hablan la haquitía, nombre que recibe el judeoespañol marroquí.

Hablamos una lengua romance, como otras ocho de Europa, pero la hemos extendido al otro lado del Océano y es el vínculo que une a una comunidad que se siente heredera de nuestra cultura

La vieja lealtad idiomática de los sefardíes permite hablar, sin atentar a la estricta verdad, de la presencia de nuestra lengua en el continente asiático. Hay judeoespañol —judesmo, como ellos lo llaman— en Israel y en diversas poblaciones del Asia Menor. Aunque, cuando se habla de la extensión asiática del español, no se suele pensar en el continente ni en el Oriente Medio, sino más bien en el Lejano Oriente y en unas islas, las Filipinas. Digamos que el español en aquel archipiélago no se ha perdido ni se halla en franco retroceso, como se suele afirmar, sino que la proporción de sus hablantes sigue siendo la misma que hace un siglo, un tres por ciento de la población, más de dos millones de personas que lo tienen como lengua materna, bien en su forma ajustada y plena o como hablantes del chabacano, variedad perfectamente inteligible desde las otras variedades del español. Menos inteligible es el chamorro de las Islas Marianas y algunas otras lenguas criollas, con base castellana, de los Mares del Sur, pero seguramente eso bastaba para considerar presente nuestra lengua en la lejana Oceanía. Lo está más claramente gracias a una moderna corriente emigratoria, desde España y el Cono Sur americano hacia Australia. Unas cien mil personas hablan español hoy en aquel país y existen incluso dos diarios en nuestro idioma, uno en Sídney y otro en Melbourne, con tiradas que se aproximan a los veinte mil ejemplares. No es pues el español una lengua extendida en Asia y en Oceanía, ni muchísimo menos, pero es una lengua presente en aquellos confines, una lengua que cuenta y que se estudia y se aprende, sobre todo en el Japón y en Corea, con la mirada puesta en la América hispana.

Sin negar, pues, la presencia del español en los cinco continentes, lo cierto es que nuestra lengua nació y se consolidó en Europa y ha adquirido su excepcional dimensión en América. Quizá sería más adecuado hablar de la americanidad del español que de esa universalidad dudosa e inasible. Hablamos una lengua romance, como otras ocho lenguas de Europa, y la lengua madre, la latina, procedía del tronco indoeuropeo como casi todas las demás del continente. Pero la hemos extendido al otro lado del Océano, y es el vínculo que une a una comunidad de pueblos que se sienten herederos de nuestra cultura y hermanados por la lengua que comparten, que es la española, y que constituyen otro mundo particular dentro del mundo: el llamado Mundo Hispánico.

He referido alguna vez mi encuentro, en un avión, con un muchacho belga, apenas veinteañero, que regresaba de un viaje de tres meses por América del Sur y que me habló de sus asombros y experiencias americanas. Lo que más le había chocado, como a todo europeo que viaja a América, era su desmesura, pero lo que más le había maravillado era la dimensión geográfica de la lengua. Le había servido de vehículo para introducirse en un universo cultural variado y polifacético, para recorrer larguísimos caminos por extensas naciones, entre gentes de razas diversas, de muy distinto origen, sin dejar de oír el mismo idioma y comunicándose, gracias a él, con tan abigarrada multitud. Le resultaba milagrosa esa extensión unitaria de una lengua común por tan dilatados territorios. Y su facilidad de aprendizaje, su claridad fónica, su armonía.

Me recordaba, con su entusiasmo, a otro mozo de Gante, don Carlos I de España, el futuro emperador, cuando llegó a Castilla en 1516 y se encontró inmerso en una lengua de la que habría de prendarse y a la que acabaría proclamando, ante el mismísimo Papa, lengua internacional, pues le parecía tan noble que merecía “ser sabida y entendida de toda la gente cristiana”. Pero hacia donde habría de extenderse esa lengua no era hacia Europa, era hacia América. Porque precisamente en aquel continente colosal, lo único pequeño y atomizado eran las lenguas (cinco o seis millares en 1492), lo que tenía desarticulado al gigante, ignorantes sus pobladores unos de otros, babelizados, aislados por las invisibles fronteras de la incomunicación. Hoy es, en cambio, el continente de mayor homogeneidad idiomática. Creo que lo más valioso que los europeos llevamos a América fue el regalo de esas tres lenguas generales, la inglesa, la portuguesa y, especialmente, la española, la de más amplia dimensión continental, que articuló pueblos, etnias, razas y culturas, que alcanzó allá la natural escala de lo americano y, desde esa grandeza, ha servido adecuadamente para interpretar el mundo nuevo, para hacerlo inteligible en su variedad y descomedimiento, para darnos de él visiones coincidentes en la expresión e integradoras de la diversidad.

Nunca en la historia del mundo, ni antes ni ahora, se había dado el hecho de que tantas naciones hubiesen tenido un idioma común, que no es único en todas ellas, pero sí en bastantes, y ampliamente mayoritario en todas las demás: la lengua del país, no simplemente la lengua de la administración. Quede eso bien claro. Como asimismo esa cualidad añadida, en la que insisto, de ser una lengua muy cohesionada. Sus diferencias dialectales son mínimas en comparación con las que suelen ofrecer otros dominios lingüísticos y no impiden nunca ni siquiera dificultan la intercomprensión entre sus hablantes. Cualquier hispanohablante entiende a otro sin mayores problemas, lo que no puede asegurarse, en cambio, de los anglohablantes, y no digamos de los de otras lenguas que pasan por unitarias porque tienen un nombre común que las designa en bloque, pero que están absolutamente ramificadas y constituyen un conjunto de sistemas diversos, ininteligibles entre sí, algo así como si siguiéramos llamando latín a la nuestra y a todas las de su familia y se supusiese, desde fuera, que Rumanía, Italia, Francia y la Península Ibérica compartían un mismo idioma. Es más o menos lo que pasa con el árabe, cuya unidad oral no existe y sólo se mantiene en el árabe literal, que es a las lenguas de ese origen, a las que llaman simplemente dialectos, lo que el latín fue a las lenguas europeas hasta el siglo XVIII: una superestructura arcaizante y artificiosa sobre la multiforme realidad de los idiomas romances. Y la primacía numérica del chino entre las lenguas del mundo no es tampoco tan clara como parece desprenderse de las cifras que se nos dan, las de los chinos que existen y que hablan diversas lenguas, unidas aparte vínculos originarios por el común sistema ideográfico del chino escrito.

Hablar de español es hablar inequívocamente de una lengua verdadera, de un idioma homogéneo, de un instrumento de comunicación realmente válido para todos sus usuarios

Hablar de español es hablar inequívocamente de una lengua verdadera, de un idioma homogéneo, de un instrumento de comunicación realmente válido para todos sus usuarios. Quiero añadir aún que los términos lengua y dialecto son anfibológicos en el uso que de ellos se suele hacer en diferentes áreas lingüísticas: sabido es, por ejemplo, que el urdu no es sino el hindi escrito con caracteres árabes y no con escritura devanagari. Y la semejanza de las lenguas eslavas, escritas unas con el alfabeto cirílico y otras con el latino, es tanta, al parecer, que muchos lingüistas consideran que son dialectos de un eslavo común y no lenguas, así como son lenguas y no dialectos los del árabe y, sin ir más lejos, los ocho que se le contaban al vasco.

Ocurre, pues, que cuando se habla de las lenguas del mundo se habla de realidades muy diversas, porque se computan por sus nombres y hay conjuntos que se cuentan como unidades y unidades que no cuentan porque mantienen su denominación histórica de dialectos, aunque su ininteligibilidad para otros hablantes de la lengua que les da nombre resulte evidente. Esto contribuye a hacer no ya poco fiables sino absolutamente falsos muchos datos de la demolingüística, la disciplina que establece, estadísticamente, el número de hablantes de cada lengua y su distribución territorial. El número es casi siempre dudoso y la extensión geográfica suele basarse más en la oficialidad de las lenguas que en su real utilización. La imagen que nos dan los mapas coloreados con la distribución de las lenguas en el planeta carece de la tercera dimensión, es decir, de su verdadera presencia en los territorios considerados y puede confundir, comparativamente, acerca de su auténtico volumen.

De este modo el francés, por ejemplo, es lengua oficial en treinta naciones y el español sólo en veintidós, pero el número estimado de hablantes de nuestro idioma cuadruplica el de los que hablan el de la nación vecina. Nos estamos acercando a los cuatrocientos millones de personas que tienen, en el ancho mundo, el español como lengua materna, y esa cifra ya se ha superado ampliamente si añadimos las que lo tienen como segunda lengua o lengua adquirida. En cualquier caso es la primera lengua del mundo en número de hablantes maternos. La prolongación americana de la lengua española le ha dado a esta su verdadera dimensión, la ha convertido en una de las cuatro lenguas mayores, las que superan los trescientos millones de hablantes, y por su extensión geográfica y su carácter plurinacional, ha llegado a ser, tras el inglés, la segunda lengua de relación en nuestra época, la segunda, por lo tanto, en demanda de aprendizaje, y acaso sea esto lo que quiera expresarse cuando se habla de la universalidad del español, porque la evidencia de esas circunstancias fue la que la llevó a convertirse en uno de los cinco idiomas oficiales de la ONU, desde su fundación en 1954, juntamente con el inglés, el francés, el ruso y el chino.

Existe también otra dimensión de las lenguas que es preciso tener en cuenta para apreciar su volumen y esa dimensión es la de su real antigüedad. Es curiosa la confusión existente acerca de la antigüedad de las lenguas: una lengua es tan antigua como lo sea el primer texto conservado que resulte inteligible, sin dificultad notable, desde su estado actual. Pero son pocas las lenguas que hayan cumplido el milenio y pocos los hombres actuales que pudieran entender, superponiendo tiempos, a sus antepasados de hace mil años o incluso muchos menos. Hablo de las que han tenido soporte literario y tradición escrita, las otras ni se cuentan. El español es una de las pocas que son milenarias y se ha mantenido lo suficientemente estable en el tiempo, como se mantiene en el espacio tras su expansión americana: cohesión temporal, pues, amén de la espacial. Esa doble dimensión, la geográfica y la histórica, le proporciona un volumen cultural inusitado. El español medieval ya era español, mientras que el francés o el inglés han evolucionado más y son ya lenguas muy alejadas de lo que fueron en la Edad Media, más modernas y con menos dimensión histórica inteligible. La relativa modernidad de esos sistemas, desvinculados de lo que fueron en estadios anteriores, se disimula con el tradicionalismo ortográfico, que los ha anclado en normas de escritura totalmente divorciadas de la lengua oral. Frente a ellas, la simplicidad de la ortografía española, uno de los sistemas de escritura más ajustados a la realidad fonológica que transcriben, ha representado una considerable baza en el mercado internacional de las lenguas. Más favorable aún si se tiene en cuenta la paralela simplicidad de su sistema fonológico, con sólo cinco fonemas vocálicos y de diecisiete a diecinueve consonánticos, según áreas dialectales, en todo caso muy diferenciados, con suficiente margen de seguridad siempre en sus realizaciones fonéticas.

El español es un idioma plurinacional y multiétnico: agrupa a una muchedumbre humana tan variopinta, que resulta imposible alzarlo como bandera de nadie

Gran parte del éxito del castellano como coiné peninsular, primero, y americana, después, hay que atribuírselo a sus cinco vocales netamente diferenciadas, el sistema vocálico más perfecto de los posibles, sin vocales mixtas ni intermedias, sin sensibles diferencias en su intensidad. Si añadimos a ello el predominio de las sílabas abiertas y el polisilabismo imperante, que le da a la mayoría de los vocablos la suficiente corporeidad fónica para que sean exactamente percibidos, podemos aseverar, con objetividad, que el español es, entre las grandes lenguas de intercambio y de cultura, entre las lenguas supranacionales, la que ofrece mayores facilidades para su aprendizaje, acaso la única que puede aprenderse, hasta cierto punto, en los libros, sin voces interpuestas. Y, al parecer, como creía mi discípulo japonés, la más fácilmente inteligible para los ordenadores.

La corporeidad fonética de sus palabras y su casi estricta correspondencia con la corporeidad gráfica le otorgan también un puesto central y de equilibrio en el panorama románico, entre otra lengua llena y menos evolucionada, el italiano, con la que se halla en tal proximidad que las hace mutuamente inteligibles sin demasiado esfuerzo, y el portugués y el francés, evolucionado y divorciado de su escritura éste y en trance oral aquél de distanciarse de la suya. El bloque románico, en su conjunto, es tan importante desde el punto de vista lingüístico que, cuando en 1887 el oculista ruso-judío Lazarus Zamenhof creó el esperanto, la utópica lengua internacional que más adeptos ha conseguido en todo el orbe, como se atuvo para establecer sus raíces léxicas al criterio estadístico de que fuesen las más frecuentes en los idiomas europeos, lo que le salió fue una lengua románica; y como además la basó en un sistema fonológico muy simple, a la que más vino a parecerse fue al español.

Y tampoco resulta este dato baladí al hablar de la universalidad del español, al analizar su creciente aceptación y expansión como lengua de los foros internacionales. Fracasadas las utopías de las lenguas artificiales como vehículos de entendimiento entre pueblos, se les hace más fácil aceptar para esta función de relación a la más parecida a ella entre las lenguas naturales. El doblete de esperantista e hispanista se da con cierta frecuencia en ámbitos geográficos lejanos: uno de los más ilustres hispanistas japoneses actuales llegó al español desde su previa dedicación al esperanto. Me gusta recordar que el español no es seña de identidad nacional para nadie, porque somos muchos los países y muy diversas las gentes que lo compartimos. El español es un idioma plurinacional y multiétnico: agrupa a una muchedumbre humana tan enorme y abigarrada, tan heterogénea y variopinta, que resulta imposible alzarlo como bandera de nadie, como símbolo diferenciador. El español no acota grupos ni marca rayas fronterizas, es por su condición histórica una lengua internacional y no posee sólo latitud sino volumen. Nació en Castilla, pero fue de España, y lo es hoy de una gran parte de América; es un idioma en el que ha imperado la fuerza de intercambio sobre el espíritu de campanario.

La magnitud de España, o la de cualquiera de esos otros países que comparten nuestros idioma, no concluye en sus fronteras nacionales, porque la lengua nos libra de sentimientos empequeñecedores. No nos identifica y nos constriñe; antes bien, nos comunica y nos libera. Nos hace espiritualmente compatriotas de gentes muy diversas y alejadas. Me gusta recordar una frase de Ernesto Sábato: “Yo soy hijo de italianos y mis ancestros son Cervantes y Berceo. ¡Qué milagro que es esto!”. Si identificamos, como se suele, la lengua con la cultura, el mundo hispánico como conjunto cultural es el fruto de un largo acarreo de siglos y se sostiene con pilares de miles de volúmenes escritos, se fundamenta en una enorme extensión de textos acumulados, de sentimientos compartidos, de ideas transferidas, de conocimientos comunes: el reino de Cervantes.

El auge del español como lengua de relación, hasta convertirse en la segunda del mundo, ha sido espectacular en los últimos decenios, porque es la puerta de entrada a uno de los ámbitos culturales y humanos de mayor interés. Los norteamericanos la aprenden porque es la que tienen al lado e incluso la que hablan treinta millones de sus conciudadanos; los brasileños porque están rodeados por ella, porque la consideran imprescindible para moverse en el subcontinente que habitan, los japoneses, los coreanos y los chinos porque América los atrae. Una lengua, pues, con porvenir en esa sociedad de la información y la intercomunicación universal cuyo apogeo se anuncia para este nuevo siglo. Posee todo lo necesario para ocupar en ella un lugar destacado: amplia base demográfica en crecimiento, notable extensión geográfica, adecuación entre lengua hablada y lengua escrita, nitidez fónica, simplicidad ortográfica y cohesión idiomática. No se le puede pedir más.