Bieito renuncia al exotismo hispánico de guardarropía. Foto: Javier del Real

Llega este miércoles al Teatro Real la versión cuartelaria de Carmen firmada por Bieito, que enfatiza el trasfondo sexual y luctuoso del mito hispano. Marc Piollet, al frente de la Sinfónica de Madrid, tendrá a su disposicón las voces de Anna Goryachova, Stephanie d'Oustrac y Gaëlle Arquez.

Llega de nuevo al Real, después de quince años, Carmen. En esta oportunidad se da paso a la reconocida y ya antigua visión cuartelera de Calixto Bieito, creada para el Festival de Peralada de 1999 y que en su momento fue paseada por distintos teatros. No hace mucho, tras una revisión para el Liceo, recaló en la Ópera de París. Esta recreación es la que viene ahora a Madrid, quizá expurgada de alguna de sus escenas más duras.



En su momento, y como en él es siempre norma, el regista burgalés echó a volar su imaginación y se metió en el meollo de una obra que es, por debajo de su superficie, bastante compleja, utilizando una escenografía escueta y espacios vacíos, una decoración ascética marcada por los límites del propio escenario, con apenas unos cuantos objetos: cabina telefónica, una silla, una gigantesca reproducción del toro de Osborne... Y, eso sí, varios automóviles mercedes usados que son los vehículos en los que los contrabandistas realizan sus acarreos de mercancía.



Todo ello inmerso en el árido paisaje de un acuartelamiento de la legión, de la que don José es cabo. Lo duro y lo claustrofóbico de la vida castrense impregnan la representación, nada complaciente por tanto y cuajada de detalles muy del gusto de Bieito, que muestra una vez más su obsesión por lo sexual, presente en casi todo instante junto a la idea de la muerte, dos ejes en torno de los que, después de todo, gira la obra, que pierde de esta manera su tradicional y rancio sabor exótico, tantas veces de guardarropía. Las pasiones son secas y restallantes, envueltas en un aroma acre.



Dentro de esta estética es natural que una secuencia otras veces tan esplendente y cargada de una sensual dimensión coreográfica, como la de la taberna de Lillas Pastia se convierta, en su primera parte, en una juerga de la soldadesca, en la que la bandera española -no la constitucional, por cierto- es empleada, entre otros menesteres, como capote. O -no sabemos si esta secuencia aparecerá en Madrid- como balleta friegasuelos o, incluso, como admininículo destinado a limpiarse el trasero. Recordamos que varios espectadores se levantaron airados con tal motivo durante una representación en San Lorenzo del El Escorial en 2009.



Las líneas de fuerza trazadas por Bieito ilustran con nueva luz una obra que no puede negarse que, a pesar de las tintas fuertes y las situaciones bizarras, presenta algunos rasgos propios de la opereta emparentada con algunas creaciones de Offenbach, que empleaban a su vez elementos de la ópera bufa de Rossini y de Donizetti. Bizet se sirve en último término de las estructuras simétricas de la ópera romántica para crear un discurso ciertamente de una diversidad extraordinaria, con una vertiginosa sucesión de cuadros, de viñetas, que circulan ante el espectador con ritmo cinematográfico.



Un momento de Carmen, de Calixto Bieito. Foto: Javier del Real

Se ha hablado muchas veces del factor español. ¿Hay temas españoles, netos, auténticos? Por supuesto que sí, aunque no demasiados. La inventiva de Bizet hacía el resto. Podemos citar entre los recogidos prácticamente de forma literal el que da cuerpo a la famosa habanera del primer acto, que proviene de la canción El arreglito de Iradier. Hay en la partitura energía, vigor y fuerza, abigarrado colorido y una vena melódica irrefrenable que hacen que el discurso no se quiebre y que mantenga la tensión, entre contrastes de contrarios a veces, hasta el mismo final, tras el dramático dúo entre Carmen y José.



De lo que no cabe duda es de la dificultad de servir vocal y dramáticamente los papeles principales, sobre todo el de la indomable protagonista, creada en el estreno de 1875 en la Ópera Cómica de París por la soprano Célestine Galli-Marié. Debía de tener una voz amplia y oscura, próxima al de una mezzo de hoy en día, tipo vocal que lo sirve habitualmente. El Real ha reunido a tres buenas cantantes que se van a turnar a lo largo de las dieciocho representaciones previstas. Nos habría gustado que hubiera una española entre ellas, pero bien está.



Falta de pegada dramática

Las tres poseen figura y presencia. La mejor, por su voz homogénea, timbrada, aterciopelada, extensa, bien modulada es la rusa Anna Goryachova. No están mal las otras dos, ambas francesas: Stéphanie d'Oustrac, de instrumento menos redondo, menos denso, es buena fraseadora, y Gaëlle Arquez, flexible y juncal, controla bien un vibrato muy expresivo. Don José se lo reparten tres tenores líricos italianos, carentes quizás de algo de pegada para el dramatismo del dúo final: Francesco Melli, Andrea Caré y Leonardo Caimi. La primera Micaela es la excelente y conocida en el Teatro Eleonora Buratto y el primer Escamillo recae en Kyle Ketelsen, presente ya en este papel en la mencionada Carmen de 2002. Una excelente selección de voces españolas completa el equipo: Borja Quiza, Mikeldi Atxalandabaso, Lidia Vinyes Curtis e Isaac Galán. Marc Piolett, maestro avezado, que ha hecho casi toda su carrera en Alemania y a quien recordamos en un olvidable Tristán en Madrid, empuña la batuta.