¿Se imaginan que Putin, antes de invadir Ucrania, hubiera encargado a un compositor ruso una pieza orquestal para que se interpretase en la plaza de la Independencia de Kiev el día de la victoria? Una hipótesis algo peregrina, sí, pero el actual pope del Kremlin tenía a mano un precedente ‘inspirador’. El régimen de su admirado Stalin le pidió en 1939 a Dmitri Shostakóvich una partitura que sirviera para festejar la toma de Finlandia.

Las bandas de música del Ejército Rojo la tocarían por las calles de Helsinki. Shostakóvich cumplió con el encargo. De su manó salió Suite para temas finlandeses. Sin embargo, la penosa campaña de las huestes soviéticas hizo que quedara relegada en el cajón. No había razones para sacar pecho. Tampoco para arrearle a los bombos y los platillos.

Lo relevante, de todas formas, es que la escribió. ¿Lo haría sin remilgos morales o con la conciencia carcomida por dotar de banda sonora a una acción de cruento imperialismo? Es una pregunta –una sombra– que se extiende por buena parte de los opus del autor de La nariz, la ópera satírica que estrena este lunes el Teatro Real. Para algunos, un pancista que gozó de numerosos cargos y condecoraciones oficiales (dato indiscutible). Para otros, un exiliado interior corroído por el miedo y obligado a practicar el posibilismo, encriptando mensajes satíricos contra el tirano para no inmolarse.

[Dmitri Shostakóvich, cuando la música puede costar la vida]

Historiadores y musicólogos, divididos en dos bandos, libran al respecto una batalla en la que no se hacen prisioneros. En este campo minado incursionó Julian Barnes con su novela El ruido del tiempo en 2016 y salió escaldado al posicionarse claramente de un lado: del que perfila a Shostakóvich como mártir, que tiene en el Testimonio de Solomon Volkov su piedra basal.

El escritor inglés lo presenta como a un dócil reo que, anclado en el rellano de su piso, espera de noche la llegada de la policía política. Lleva el abrigo puesto y, a los pies, tiene una maletita en la que ha metido tabaco, ropa interior y dentífrico. Cada vez que suena el ascensor, el pánico le tensa los músculos. “Ya vienen”, se dice. Cuando comprueba que es un vecino trasnochador, respira aliviado y enciende otro Kazbek. Con el rescoldo, ilumina mínimamente la negrura que lo circunda.

Estuvo a punto de ser purgado por su ópera 'Lady Macbeth' pero se redimió ante el régimen con sus sinfonías 'Quinta' y 'Séptima'

Pero la pesadilla no ha terminado. No será hasta que empiece a clarear el día cuando se meta en casa y se acueste, sin desvestirse, en la cama junto a su mujer Nina, tras pasar por la habitación de su hija Galina y verla dormir como lo hacen los niños, ajenos a las cuestiones de Estado. Las imaginarias en la escalera las hace precisamente para ahorrarles a ambas la desagradable escena de la detención. Quién le iba a decir que se vería en esas cuando con apenas veinte años glorificaba a los soviets en el papel pautado.

Su suerte había comenzado a torcerse la tarde en que a Stalin le dio por ir a ver una representación de su ópera Lady Macbeth en Mtsenk al Bolshói. Quizá el dictador, aquel 26 de enero de 1936, andaba con acidez de estómago y todo a su alrededor le incomodaba. Shostakóvich estaba en el teatro. Le habían invitado por razones obvias. Aplazó sus compromisos como pianista en gira y se personó. Qué menos. Para su estupefacción, comprobó que Stalin y los jerarcas que lo acompañaban hicieron mutis antes del tercer acto.

Lo que había pasado lo entendió al abrir el Pravda un par de días después en la estación de Arcángel, ciudad a la que se había desplazado para ganarse unos rublos al teclado. En la página tres encontró un editorial (no una reseña, ojo) que ponía su Lady Macbeth a caer de un burro. La definía como “caos en lugar de música”. Y añadía que “cosquilleaba el gusto pervertido de los burgueses” y que su carácter “nervioso, compulsivo y espasmódico” procedía del –¡vade retro!– jazz. El texto contenía algunos errores gramaticales, detalle que llevó a pensar que había sido el propio Stalin el redactor, porque nadie osaría corregir al Timonel.

Shostakóvich, Vladímir Mayakovski, Vsiévolod E. Meyerhold y Aleksandr Ródchenko durante la producción de la obra de teatro 'La chinche', que se estrenaría en Moscú en 1929

A partir de ahí, los críticos que en su día decían digo (que era impecable a la luz de los preceptos revolucionarios) empezaron a decir Diego (que se habían equivocado en su primera apreciación y que, en efecto, era una manifestación formalista, desarraigada y cosmopolita). En los meses posteriores, Shostakóvich estaba tan asustado que decidió retirar del circuito su Cuarta sinfonía. Tocaba agazaparse, sobre todo porque la influencia occidental (mahleriana, por más señas) era demasiado audible en los pentagramas.

La rehabilitación pública llegaría con la Quinta, rematada en 1937. No apostataba de Mahler pero lo veteaba en la tradición rusa. Obtuvo un rotundo éxito. En los papeles cambiaron las tornas. Los venablos mutaron en loas, aunque estas no estaban exentas de una humillante presunción: que aquella obra significaba “la respuesta creativa a una crítica justa”. Con la Séptima, escrita en gran parte bajo el cerco nazi de Leningrado, fue de nuevo encumbrado.

En el Kremlin no podían estar más satisfechos: sus movimientos rezumaban ardor patriótico y épica resistente. Sin embargo, a Shostakóvich le quedaban sobresaltos por vivir. En 1948, tras una nueva batida contra el formalismo –esa bestia negra– volvió a la cuerda floja junto a otros colegas como Prokófiev y Jachaturián. Incluso lo despidieron de su puesto en el Conservatorio de Leningrado.

Para recuperar la unción oficial le tocó leer discursos que no había escrito y ser utilizado a modo de mascarón de proa de la música soviética fuera del bloque comunista. Así ocurrió en el Congreso Cultural y Científico para la Paz Mundial celebrado en Nueva York en 1949. Barnes lo evoca en el avión de vuelta tras el vejatorio trance, ansioso por asordinar con el vodka servido por las azafatas el ruido de la conciencia.

Un ruido que presuntamente aumentaría los decibelios cuando en 1960, como peaje para ser nombrado secretario general de la Unión de Compositores, tuvo que afiliarse al Partido Comunista, algo que había evitado durante décadas. ¿Le asqueó realmente? Son cuestiones de compleja resolución respecto a un hombre que, cuando era un veinteañero, igual suspendía la asignatura de marxismo por falta de aplicación que manufacturaba una sinfonía (la Segunda) titulada Octubre a mayor gloria de la Revolución del 17. El debate sigue abierto, y todavía escuece.

Notas sobre cadáveres

La composición de la Séptima sinfonía de Shostakóvich es uno de los grandes mitos de la historia de la música. El compositor ruso escribía en el Leningrado sitiado por Hitler, con sus calles salpicadas por cadáveres congelados. Más de un millón habitantes fenecieron por las bombas y la inanición. Esas circunstancias fueron reconstruidas en el monumental volumen Leningrado: Asedio y sinfonía (Galaxia Gutenberg), de Brian Moynahan. Más reciente es otra minuciosa investigación, Sinfonía para la ciudad de los muertos (Es Pop), de M. T. Anderson, que narra cómo la obra, tras un azaroso periplo, llegó a EE.UU. en un microfilm.