Dice el refranero español aquello de “piensa mal y acertarás”. Nuestra propia desconfianza hacia el Estado y los poderes públicos puede jugarnos malas pasadas y de paso destruir las vidas de aquellos a quienes se señala como sospechosos y son inmediatamente juzgados como culpables. Un escándalo de Estado, dirigida por Thierry de Peretti (Ajaccio, Córcega, 1970) cuenta la debacle de un inspector de policía, Jacques Billard (Vincent Lindon) al que la prensa progresista acusa de estar lucrándose con el narcotráfico, cuya lucha lidera en la siempre convulsa Marsella.

El ”escándalo” arranca en octubre de 2015 cuando agentes de policía descubren siete toneladas de hachís en el centro de París. Ese mismo día, Hubert Antoine (Roschdy Zem), infiltrado policial, contacta con un periodista de Libération, Stéphane Vilner (Pio Marmaï), para denunciar los supuestos manejos turbios de Billard con capos de la droga. La realidad acaba siendo que los métodos del policía, que ha tejido una tupida red de informadores en el mundo de la delincuencia, son discutibles pero en ningún momento se ha enriquecido.

Actor habitual en la televisión francesa antes que director, Peretti entrega un thriller a la antigua usanza basado en planos morosos donde priman las conversaciones entre el periodista y su confidente, y también las largas discusiones de los mandos policiales y lo que el director llama “Estado profundo”. Como contexto, una era de la polarización política que favorece el amarillismo y un “Estado profundo” donde “hay personas ultraconservadoras que se encargan de las cosas no se muevan ni cambien nunca”.

Pregunta. ¿Nuestra desconfianza hacia los poderes públicos hace que de manera instantánea tendamos a creer que lo peor siempre será verdad?

Respuesta. Un gran diario de izquierdas como Libération tiene la obligación de investigar los aspectos oscuros del funcionamiento del Estado y la actuación de los responsables políticos y la policía. Ese es su papel. Vivimos en una época que no es propicia, no tanto a la búsqueda de la verdad como de lo real. Tendemos a creer la demagogia porque la polarización extrema nos hace vulnerables. Por ejemplo, Libération tiene menos acceso a las fuentes policiales que otras cabeceras. Vemos cómo la forma en que se trata a la propia policía es una de las claves sobre el lugar ideológico: algunos periódicos no la critican nunca y otros parece que están siempre en contra hagan lo que hagan. Si estamos a la izquierda, de entrada pensaremos que el Estado comete barbaridades y estaremos dispuestos a creer cualquier noticia en ese sentido. En medio de eso está lo real que es mucho más complicado y complejo.

P. ¿Vivimos en la hipérbole de aquello de “no dejes que la realidad te estropee una buena noticia”?

R. Al final, no son tantos los hechos en sí mismos lo que cuentan sino el relato, ¿de qué manera cuenta el periodista las cosas? ¿A quien se dirige? A partir de aquí, debemos hacer la tarea de deconstruirlo para saber qué nos quiere decir de verdad una determinada noticia. Se parece a lo que hacemos en el teatro cuando analizamos a fondo las palabras de un dramaturgo o un poeta para descubrir su significado profundo. La forma en que el autor nos presenta a un personaje, ese relato, nos lleva a descubrir sus pulsiones íntimas. Sin embargo, ante los medios, por desgracia no actuamos así y tenemos una actitud mucho más emocional. De manera inmediata, nos situamos en contra o a favor de lo que nos cuentan no tanto por los hechos como por esas emociones. Hemos llegado a un punto de decadencia extrema en este aspecto.

P. ¿Deben luchar los periodistas para no dejarse llevar por esa querencia al amarillismo?

R. Sin duda un problema es que las condiciones de trabajo de los periodistas son muy complicadas, muy precarias. Hace falta vender periódicos o conseguir clicks a toda costa. La presión capitalista es enorme. Eso va en contra de la moderación y la mesura. El papel del cine y la poesía es central y esencial. Solo el cine puede acceder a zonas donde ni el periodismo ni la política pueden. Creo firmemente que la poesía salvará el mundo.

"Soy muy consciente de cómo el Estado italiano no ha dudado en saltarse la ley para aplastar al nacionalismo"

P. En la película vemos cómo se comporta el Estado cuando se siente atacado, ¿quería reflejar la parte que no vemos de su funcionamiento?

R. Por supuesto, hay una fuerza del Estado enorme. Vemos también como eso que los americanos llaman el “Estado profundo” donde hay personas ultraconservadoras que se encargan de las cosas no se muevan ni cambien nunca, eso genera una inercia. Son como el “corazón negro” del Estado. En Francia hemos visto el escándalo de los millones que se ha gastado el Ejecutivo para contratar a gabinetes privados de asesoramiento. Esos nombramientos se producen en la oscuridad, nadie sabe quiénes son esas personas ni rinden cuentas. Se pagan carísimos a esos asesores porque estamos en la época del management y parece que no hay confianza en los funcionarios. Y, al mismo tiempo, en ese corazón del Estado están esos personajes turbios que se mueven en las sombras. Yo soy de Córcega y soy muy consciente de cómo el Estado a veces no ha dudado en saltarse la ley para aplastar al nacionalismo. De alguna manera, podemos decir que tenemos lo peor de los dos mundos. Lo malo de ese Estado profundo ultraconservador y lo peor del neoliberalismo con esos gabinetes privados.

P. Las alianzas del policía con narcotraficantes no son corruptas pero sí dudosas éticamente, ¿existe una forma “buena” de luchar contra las drogas?

R. Con la excusa de la lucha contra el narcotráfico, los Estados modernos en Francia, pero también de manera muy clara en Estados Unidos, han justificado la opresión y el control de los ciudadanos. Todos los Estados han hecho tratos de alguna manera con los narcotraficantes, en Marsella se luchaba contra la droga pero también contra los movimientos obreros y una lucha encubría la otra. Luego todo eso ha tenido efecto boomerang porque la droga ha inundado Occidente. En esa diplomacia paralela entre los Estados y el crimen se generan muchas zonas oscuras, lo vemos en los paraísos fiscales y en el trasfondo de muchas grandes fortunas de personas a las que nadie toca porque también realizan grandes inversiones.

"Todos los Estados han hecho tratos de alguna manera con los narcotraficantes"

P. Los Estados gastan todos los años miles de millones contra el narcotráfico pero parece que nunca se ha avanza nada. ¿Por qué fracasa?

R. Hay también una cuestión semántica. Se habla de “guerra contra la droga” cuando no existe ninguna “guerra” contra la droga, eso es una locura. Es una cuestión mucho más complicada que la mera lucha contra el narcotráfico que tiene que ver con la salud pública. Sin embargo, cuando utilizamos esa palabra al público le estamos diciendo que habrá soldados y muertos y les estamos preparando para esa violencia. Al final también es una manera electoralista de plantear el asunto. Todos sabemos que las primeras víctimas de una guerra son siempre los civiles pero esa retórica dura calma a una parte de la ciudadanía y permite al Estado saltarse las normas de un Estado de derecho. La droga es una tragedia como lo es la pobreza pero ni una ni otra la venceremos mediante una “guerra”.

P. ¿Por qué plantea un thriller con planos largos y discusiones prolijas, y no con un montaje frenético como es lo habitual?

R. Me gusta que el cine esté lo más vivo posible. Me gusta ver a los actores, a los personajes, en el plano. Esa indagación en las personas es lo que más me interesa de las películas. Es un cine que está relacionado con la duración, la vida… El cine que hago está más cerca de lo íntimo que de lo espectacular. No me interesa el tipo de thriller americano. Quiero emprender una exploración con el espectador sobre lo que estoy contando y para eso necesita algo de tiempo para poder meterse en esos personajes. Hay una paradoja y es que cuando las películas tienen demasiados planos y va todo muy rápido, me duermo.