¿Puede Michael Haneke transformarse en un burdo imitador de Michael Haneke? Frente a Happy End, su último trabajo que se ha presentado a competición en Cannes, la respuesta parece afirmativa. Una familia burguesa muy desestructurada, arrastrando todo tipo de traumas y psicopatías, que en manos de Paul Verhoeven hubiera acaso encontrado el tono irónico necesario, pero que en Haneke conduce a la impostura y la apatía. El intento de drama irónico se convierte en una comedia involuntaria, una especie de contenedor de los temas más recurrentes del autor que ya colecciona dos Palmas de Oro. El personaje de Jean-Louis Trintignant es de hecho el mismo que interpretaba en Amour un tiempo después, con su hija Anne Laurent (Isabbelle Huppert) actuando como centro gravitatorio de un relato que nunca encuentra su tono, que no sabe si golpear con el escándalo o con el humor, con la brocha gorda o con los desdibujados ecos de películas precedentes. Happy End es la película de un autor fuera de forma y de contexto, que se ha quedado sin discurso y condenado a repetirse. El primer gran batacazo del 70 aniversario de Cannes.

El revulsivo, lúcido, audaz, transgresor y socarrón autor griego que hizo Canino y Alps, Yorgos Lanthimos, ya se diluyó en su primera aventura internacional con Langosta, y al repetir ahora con Colin Farrell en The Killing of a Sacred Deer, y también a concurso por la Palma de Oro, desaparece del todo, engullido acaso por estrellas, géneros, sistemas narrativos (y de producción) que se deben al imperio de la convención. Resulta levemente reconocible la grisura y frialdad, el absurdo y la crueldad, con el que hurga en las hipocresías y pulsiones enfermizas de la institución familiar, pero es apenas un brochazo, una mancha de color condescendiente en la cuidada planificación estética del relato. En esta ocasión, la familia alrededor de la que gravita todo el filme es la de un cirujano de cardiología (Farrell), su mujer médico (Nicole Kidman, con una interpretación muy sólida) y sus dos hijos, una frágil adolescente y un niño de doce años. Cuando entra en juego el elemento en discordia del drama, Martin (Barry Kheogan, una agradable sorpresa), el hijo de un paciente del cirujano que murió en la mesa de operaciones, la película se encauza por los raíles más reconocibles del thriller criminal, coge la inercia y abandona por completo la noción del absurdo poético que podríamos admirar de Lanthimos, la naturalidad y el arrojo con el que ha dibujado estados de extrañamiento en sus retratos familiares. La puesta en escena no aspira esta vez a ser brechtiana o artaudiana, sino más bien hitchcockiana y kubrickiana, lo cual no debería desagradarnos, pero lo cierto es que la energía ha desaparecido. No pedimos de este cineasta que haga la misma película una y otra vez, ni que nos sorprenda siempre con algo parecido a la genialidad (como era Canino), pero al menos sí esperamos que no se extravíe en el magma de las imágenes planas y los relatos consabidos, que no se apague su intuición subversiva. Lamentablemente, ese parece ser el rumbo que ha tomado su carrera lejos de Grecia.

El director de la monumental Shoah, personaje mítico del siglo XX, más grande que la vida, soldado, escritor, cineasta, amante de Simone de Beauvoir y humanista Claude Lanzmann ha presentado fuera de concurso Napalm. Es un documental en torno a la palabra y al testimonio, ese libro de estilo patentado por el documentalista francés escéptico a las imágenes de archivo y las recreaciones de cualquier tipo, que en esta ocasión se centra en un recuerdo personal y no en la memoria histórica colectiva. Viaja en Napalm por tercera vez a Pyongyang, rodeado de una comitiva militar que controla sus pasos, y lo hace para recordar frente a la cámara y regresar a los lugares donde en el año 1958 vivió una experiencia, un capítulo de amour fou, del que no ha podido olvidarse por la conmoción que provocó en él y por lo que revela de los sistemas de opresión y control en Corea del Norte a lo largo de su historia. Podríamos entender Napalm como el reverso de Shoah, transformando el testimonio colectivo en recuerdo personal, donde la fabulación se disuelve en la memoria y el recuerdo, de modo que la leyenda y la experiencia se imponen al rigor historicista. Poco después de ser devastada por los bombardeos americanos, Lanzmann viajó a Pyongyang a finales de los cincuenta invitado junto a un grupo de intelectuales comunistas por el dictador Kong Il-Sung. La experiencia que vivió allí con una enfermera, la persecución y los incidentes por los que pasaron, le llevan ahora a rememorar esa época, de los que ya había dado cuenta en sus memorias. Ciertamente, Napalm resulta decepcionante por su pobreza cinematográfica y lo estéril de su aportación al retrato del régimen, que es más bien oficialista, muy lejos de lo que recientemente consiguió Werner Herzog en su documental Into the Inferno, pero el modo en que este hombre de 92 años hila el relato de amor arrebatado frente a la cámara acaba planteando una interesante reflexión sobre los límites de lo real y lo fabulado, del recuerdo colectivo y el personal, del amor efímero y de las semillas de la leyenda. ¿Cómo se narra la barbarie?, ¿qué convierte un testimonio en fuente de historiografía?, ¿tiene salvación el ser humano? Son al cabo el tipo de cuestiones que siempre han estado en su trabajo documental, y que vuelven a aparecer, de otro modo, en Napalm.