Image: El congreso: creer (de nuevo) en el cine

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Cine

El congreso: creer (de nuevo) en el cine

Se estrena en España la película de Ari Folman, donde vuelve a hibridar la animación con carne y hueso

29 agosto, 2014 02:00

Una de las surrealistas secuencias de animación en El congreso, de Ari Folman.

Si creemos en el cine, debemos creer que éste siempre encontrará los anticuerpos para combatir los virus que lo amenazan de muerte. Virus en forma de microventanas, de imágenes de síntesis, de paraísos artificiales. Si creemos en el cine, debemos creer en The Congress (El congreso), una película que cultiva estos antivirus y, por tanto, nos devuelve cierta fe en el cine como arte determinado a diagnosticar los traumas y las amnesias de su tiempo. Ari Folman, el creador del imprescindible documental animado Vals con Bashir, cree en esas funciones, pero también cree en un cine como vehículo de pensamiento y fuente de fascinación. Lo demuestran las imágenes de El congreso, donde vuelve a hibridar la animación con carne y hueso para entregar un verdadero milagro fílmico, un ensayo visual y filosófico sobre el futuro de las imágenes, del arte de la intepretación y del dispositivo cinematográfico en la era virtual. En resumen, un tratado casi metafísico.

Lo cierto es que la polisemia del filme, que escarba en la cultura pop y nos devuelve sus iconos más familiares en forma de personajes animados, va mucho más allá del relato original de Stanislaw Lem en el que se basa, El congreso de futurología (1971). De hecho, la novela de ciencia-ficción ocupa más bien el segundo y tercer tercios de la película, cuando Robin Wright, intepretándose prácticamente a sí misma, acude a un congreso que tiene lugar en la Zona Animada. Allí debe tomar un alucinógeno que la traslada a un universo surreal en el que todo el mundo toma drogas que le permiten adoptar cualquier apariencia. Folman calza esta trama de origen literario -que parece en todo caso concebida para el universo visual- en una trama mayor en torno al futuro (de hecho, el presente) de la industria cinematográfica.


Robin Wright en una secuencia de El congreso

En el primer acto, Robin Wright recibe la visita de su agente (Harvey Keitel) y del presidente de Miramount -amalgama de Miramax y Paramount- (excelente Danny Huston) para plantearle un contrato de por vida por el que tendrá que abandonar su carrera: digitalizar su cuerpo y rostro y convertir así su imagen en propiedad virtual del estudio, que podrá transformarla en cualquier personaje, de cualquier edad, para cualquier producción. Las imágenes y emociones del cine pertenecen a las máquinas y a partir de la sesión de performance capture el director isrealí extrae una de las secuencias más intesas y emotivas que este cronista recuerda haber visto en los últimos años.

Folman reserva la sátira para Hollywood y la celebridad, y el discurso filosófico del filme para preguntarse por un futuro (de hecho, un presente) de potencialidades perversas, en el que las imágenes de síntesis han sustituido la realidad mediante simulacros, en el que ya no nos podemos fiarnos de las siluetas, las luces y colores que llenan la pantalla. Un futuro cinematográfico (de hecho, un presente) en el que Bazin probablemente no hubiera querido vivir.



El congreso no es la película perfecta que el espectador del siglo XX sigue buscando, de hecho es brutalmente irregular y desconcertante, a veces desquiciante en su barroquismo, pero tiene la audacia de cuestionarse a sí misma empleando las propias herramientas que pone en cuestión, posicionándose en el limbo de las imágenes que nos rodean. Es un cine fabricado desde el escepticismo. Como si actuara como historia paralela del propio cinematógrafo, y de las transformaciones que la virtualidad ha operado en nuestras existencias, la película va despegando de la realidad hasta habitar una fantasía inasible, en la que los actores deben renunciar a su "yo" para ofrecerse como modelos de creaciones sobre las que no ejercen control alguno, del mismo modo que el espectador no podrá sospechar que controla los destinos del film.

Además de ser portador de un sentido visual hipnótico -confluyendo tanto con ilustraciones underground tipo Robert Crumb, como con dibujos clásicos o con la rotoscopia que ya Linklater dotara de sentido metafísico en Waking Life-, Folman también tiene un talento especial para desarrollar los personajes desde sus emociones y dotarles de volumen humano. La línea dramática en torno al hijo enfermo de Robin Wright va adquiriendo un peso que termina conquistando la esencia del film, el núcleo emocional al que se encamina un relato tan lúcido como perverso, tan extraño como bello, que no renuncia a la notable conmoción de un magnífico desenlace. Creer en El congreso es creer en el cine.