Image: En busca de la película maldita

Image: En busca de la película maldita

Cine

En busca de la película maldita

11 abril, 2014 02:00

La imagen perdida, el genocidio camboyano reconstruido en arcilla

Como no hay imágenes, como nunca las hay cuando se trata de evidenciar genocidios, entonces hay que crearlas, reconstruir la abyección... aunque sea con figuras de arcilla. Es lo que hace Rithy Panh en La imagen perdida, película autobiográfica en torno al genocidio camboyano, donde asesinaron a toda su familia cuando él era un niño. Escalofriante y emotivo, valiente y esencial, el filme, realizado también con imágenes de archivo, fue premiado en Cannes y llega hoy a nuestras salas.

En algún momento, Jean-Luc Godard creyó que, si solo se dedicaba a ello, en el plazo de veinte años acabaría encontrando imágenes de la solución final nazi: "Con un buen periodista de investigación a mi lado, encontraría metraje de las cámaras de gas donde veríamos a los deportados entrar vivos y salir muertos". Por supuesto, cualquier búsqueda realizada fue en vano. Un crítico francés llamó a este hipotético metraje la pellicule maudite. Todos los genocidios tienen (más bien, no tienen) la suya. Todos sus artífices se han encargado de forma sistemática de eliminar (o no crear) evidencias de la abyección. Todos los dictadores han querido negociar en sus propios términos con la posteridad que confiere el cine.

Esa "película maldita" es la que busca el camboyano Rithy Panh (Phnom Penh, 1964) en la escalofriante y primordial La imagen perdida, que junto a los filmes documentales S-21. La máquina roja de matar (2003) y Duch, el maestro de las forjas del infierno (2011) se ofrece como la tercera y más autobiográfica parte de su trilogía en torno a la masacre de los Jemeres Rojos de 1975 a 1979. Bajo la dictadura de Pol Pot y su concepción extremista del maoísmo desaparecieron en ese intervalo de cuatro años alrededor de dos millones de personas, es decir, un 20% de la población de Camboya. Panh tenía once años cuando Pol Pot tomó la capital del país. Recuerda cómo sus paisanos fueron enviados a campos de trabajo, recuerda cómo las torturas y ejecuciones se convirtieron en el insostenible pan de cada día, recuerda su asombro y su indefensión y su espanto. En aquellos campos asesinaron a toda la familia del cineasta y también escritor, quien, hoy afincado en Francia, tuvo la suerte de poder escapar.

La imagen de una búsqueda

"Por supuesto que una imagen por sí sola no puede ser la prueba de un genocidio, pero nos permite registrar la Historia -reflexiona Panh-. La he buscado en vano en archivos, en viejos papeles, en las aldeas de Camboya. Hoy lo sé: esta imagen debe estar perdida. Así que la he creado. Lo que les ofrezco no es la búsqueda de una imagen sino la imagen de una búsqueda; la búsqueda que permite el cine". Superpuestas a metraje de archivo que documentan los campos de trabajo (pero no las torturas y ejecuciones), el camboyano reconstruye los terribles acontecimientos de su infancia con figuras de arcilla, que emergen como escalofriante metáfora y representación de las miles de vidas exterminadas. Con una delicadeza que arranca de la luz y se abisma hacia la absoluta oscuridad, recrea los escenarios del horror y desentraña los recuerdos de su infancia en un emotivo, impactante texto en off, adaptación de extractos autobiográficos de su libro La eliminación (Anagrama).

'La imagen perdida' es tan esencial para la historiografía como para la creación fílmica

En S-21. La máquina roja de matar, el prestigioso documentalista camboyano se propuso escribir la Historia como nunca antes la había escrito el cine. Logró el milagro de confrontar a víctimas y verdugos 25 años después de la masacre, puso frente a frente a dos supevivientes y a once carceleros de un centro de reclusión en el que asesinaron a miles de "disidentes", y, lo que es más impresionante, filmó cómo los verdugos ponían en escena los mismos actos del horror en los mismos espacios donde décadas atrás exterminaron a la población. Sin cámaras de gas, los asesinatos se cometían uno a uno: las víctimas eran golpeadas en la nuca y luego degolladas. Las huellas y los fantasmas de la barbarie, con los verdugos volviendo a recorrer los espacios en ruinas del centro de torturas, tomaban en la película una forma tan extraña como perturbadora. De este modo, Rithy Panh dejaba constancia del pasado a través del presente y mediante los testimonios de los propios verdugos, que sin embargo no mostraban remordimiento alguno. Sus confesiones eran mecánicas, frías, sin emoción alguna. Se convirtieron en máquinas de matar.

Esas confesiones sin pizca de arrepentimiento, y que nos muestran el verdadero alcance del exterminio y de la imposible reconciliación, son extraordinariamente similares a las que pudimos escuchar con pavor en el reciente documental The Act of Killing (2012), que como La imagen perdida fue también nominado al Oscar en la última edición. El director Joshua Oppneheimer tomó un camino muy similar al de Rithy Panh en S-21. La máquina roja de matar. Una vez que los crímenes han prescrito, congregó a varios líderes del escuadrón de la muerte de Indonesia (que durante 1965 aniquilaron a más de un millón de personas sospechosas de comunistas) para que junto a sus familiares reescenificaran, tanto incorporando el papel de los verdugos como el de las víctimas (y lo hacen con placer y complacencia), y en los mismos lugares en los que se produjeron, los métodos de tortura y de ejecución que pusieron en práctica cincuenta años atrás. Desde una aproximación sumamente demencial y éticamente reveladora -la puesta en escena de los crímenes emula diversos géneros cinematográficos: el cine negro, la épica histórica, el musical kitsch, etc.-, el filme proponía un tratamiento tan grotesco como delirante (y esencial) a la memoria histórica aniquilada por el discurso oficial.


Fotograma de Shoah, de Claude Lanzmann.

Más allá de Shoah

En gran medida, las películas de Panh en torno al exterminio camboyano van más allá de la monumental Shoah de Claude Lanzmann como documento del Holocausto nazi: diez horas de testimonios personales a los que habría que sumar las casi cuatro horas de la reciente El último de los injustos (2013), retrato-entrevista de un rabino que se vio obligado a trabajar con el nazi Adolf Eichmann en la gestión de un gueto judío. No solo porque Panh aporta un emocional, indispensable contenido autobiográfico, sino porque los métodos fílmicos resultan más imaginativos, y no menos esclarecedores y rigurosos. Si S-21, la máquina roja de matar resuena de forma clara en The Act of Killing, no es menos cierto que en La imagen perdida resuenan algunos ecos de las estrategias formales adoptadas anteriormente en Vals con Bashir (2008), valiente documental realizado con técnicas de animación por el israelí Ari Folman. El director reconstruía en Vals con Bashir sus recuerdos como soldado del ejército israelí en la invasión en 1982 de El Líbano. El recuerdo traumático de la matanza de civiles en la masacre de Sabra y Shatila se hace insoportable para el realizador, y por eso Folman narra los hechos (sus recuerdos y las entrevistas con compañeros que participaron en la toma de Beirut) con el filtro de la animación, solo para mostrar en el catártico plano final las imágenes reales de la masacre: la amnesia se rompe, y la memoria personal del director saca a la luz, en forma terapéutica y confesional ("fuimos cómplices de lo que ocurrió"), uno de los hechos más infames de la historia de Israel.

Panh interviene en un debate irresolubles: la legitimidad moral de representar el genocidio
Los padres de Ari Folman, el cineasta isrealí que confiesa (expía) la pasividad de su país frente a las masacres cometidas en el Líbano, estuvieron en Auschwitz. Seis millones de personas fueron asesinadas en los campos de exterminio nazis, y el cine no estuvo ahí para documentarlo. Es, según Godard, "el pecado original del cine". Pero Lanzmann sostiene que si hubiera encontrado testimonios fílmicos del Holocausto nazi nunca los hubiera mostrado: "Es más, los habría destruido. No soy capaz de decir por qué. Es algo que doy por sentado". Godard entendió la postura del autor de Shoah como una prohibición, un gesto que borra la historia... ¿Pero puede una imagen describir un genocidio? Cuando el pasado no puede reconstruirse, acaso solo ficcionalizarse y, en extensión, banalizar o espectacularizar la abyección -debate candente desde La batalla de Argel (1966, Gillo Pontecorvo) hasta La lista de Schlinder (1993, Steven Spielberg)-, ¿cómo perpetuar la memoria histórica?


The Act of Killing

El debate irresoluble

Con La imagen perdida y los dos filmes de la trilogía que la preceden -Duch, el maestro de las forjas del infierno nos ponía cara a cara con el primer líder de los Jemeres Rojos en ser procesado por crímenes contra la humanidad-, el camboyano Rithy Panh interviene así en uno de los debates más irresolubles que ha recorrido la segunda mitad del siglo XX entre los teóricos del cine: la legitimidad moral de representar cinematográficamente el horror de los genocidios, aquello que por su propia naturaleza es infilmable. En su tercera entrega que llega hoy a nuestras salas tras ser premiada en Cannes, sin duda la más emotiva, también la más esperanzadora, Rithy Panh contraataca frente al totalitarismo con las herramientas y el dolor de la infancia, buscando resquicios de luz en el corazón de la tragedia. "Siempre trato de centrarme en el individuo, en aquello que nos hace humanos... y la esperanza también forma parte de nuestra humanidad -explica el camboyano-. Gran parte del proyecto de los Jemeres Rojos no solo pasaba por eliminar a las personas, sino por destruir la misma noción de individualidad. Todo genocidio nos convierte en números. Yo quiero reconstruir las historias de esas personas aniquiladas, es parte de mi lucha personal contra los Jemeres".

Lanzmann ya nos mostró que el pasado no puede ser reconstruido -de ahí que las imágenes de Folman sean dibujos; las de Panh, muñecos de arcilla; las de Oppenheimer, satíricas y crueles evocaciones del cine de género-, pero en verdad el primero en ofrecer una respuesta cinematográfica cabal fue Alain Resnais con el fundamental mediometraje Noche y niebla (1955). En ningún otro documento fílmico, que abrió una brecha en la historia del cine, el espectador siente interpelada su responsabilidad (humanista) sobre las monstruosidades cometidas en los campos de exterminio nazis. Desde la inamovible postura moral de Resnais -no mostrar, sino relatar y evocar-, desde su inventiva, su rigor y hasta su lirismo cinematográfico para articular lo que parece inarticulable, nacerían toda una saga de filmes que llegan hoy hasta La imagen perdida, y que se ofrecen como piezas tan esenciales para la historiografía como para la creación cinematográfica.

Hablamos de obras como Queridísimos verdugos (1977), de Basilio Martín Patino -el retrato y confesión de tres "agentes ejecutores de sentencias" durante el franquismo-, o de La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, quien tras alumbrar las cicatrices del sanguinario régimen de Pinochet encontró los huesos de la historia y su relevancia cósmica en Nostalgia de la luz (2010). Hablamos también de filmes que se proponen escribir la Historia como The Fog of War (2003), del gran documentalista norteamericano Errol Morris (productor junto a Werner Herzog de The Act of Killing), donde el propio ex Secretario de Defensa de Estados Unidos, Robert McNamara, reconoce y detalla crímenes de guerra cometidos por su país durante las contiendas en las que participaron en el siglo XX. En su siguiente película, Standard Operating Procedure (2008), Morris examinaba con lupa los infames incidentes de Abu Ghraib, cuyas fotos ampliamente divulgadas escandalizaron al mundo. Testimonios reveladores y documentos esenciales que, como La imagen perdida, terminan por ocupar el lugar de esas "películas malditas" necesarias para registrar y perpetuar la memoria de tanta ignominia.