Rachel Weisz en un momento de The Deep Blue Sea.



Existe una poderosa rima entre las imágenes que abren The Deep Blue Sea y las que cerraban su, hasta la fecha, última ficción cinematográfica, La casa de la alegría (2000). En aquella adaptación de Edith Warton la secuencia que servía como trágico fin a las desdichas de su protagonista representaban el cuerpo de ésta mientras, acostada en la cama, abrazaba la muerte tras ingerir una sobredosis de láudano.



Dicha imagen congelada parece reencarnarse en las brumas de los títulos de crédito de esta nueva película donde el concierto para violín de Samuel Barber mece un cadencioso travelling a través de las ruinas de un Londres de posguerra hasta dar con un nuevo cuerpo: el de Hester (Rachel Weisz) mirando y mirándose a través de la ventana, segundos antes de iniciar un nuevo ritual suicida, al que la joven abraza tumbada en el que fuera el lecho de los amantes.



Hester, como Lily en La casa de la alegría, e incluso como Mae en La Biblia de neón (1995), responden al mismo perfil de mujer pasional, decidida e independiente que Davies parece tanto admirar. Son heroínas deslocalizadas, espectros de un mundo que no las comprende y que, en consecuencia, las rechaza sin escrúpulos. Mujeres que defienden su integridad con tanta fiereza como elegancia, pese a que al final la vida tire por tierra todas sus esperanzas -qué gran retratista de mujeres es Terence Davies, probablemente el mejor que dado el cine desde el olvidado realizador japonés Mikio Naruse. La mirada femenina sirve de tormentoso epicentro para su narración, situándose en esa tierra de nadie (o de valientes) donde el cine clásico empieza diluirse y el cine moderno no sabe abrazar sus imágenes si no es desde el manierismo más esteta.



Las pruebas están ahí, latiendo en la pantalla como si las imágenes fueran un magma vivo que, impulsado por la música, hace converger el teatro decimonónico con la vanguardia cinematográfica. De ahí que el motor cinético de la película sea una descompensada máquina de elipsis que, cuando rememora fragmentos del pasado, lo hace de forma caprichosa, discontinua y bidireccional. Y es que para Davies el pasado no es más que aquello que la memoria -tan azarosamente selectiva- es capaz de abarcar, un salteado de secuencias subjetivas donde importan más los gestos, las canciones, los colores -los anclajes de los que se sirve la memoria para que el pasado pueda representarse-; un seguido de desordenadas imágenes (latidos) que irrumpen en el presente para remarcar el dolor de la pérdida del pasado, de lo ya consumido.



En manos de Terence Davies la obra de teatro homónima de Terence Rattigan transmuta en un poema digital que rememora la emoción que habitaba en filmes como Breve encuentro (1945, David Lean), Carta de una desconocida (1948, Max Ophüls), Sólo el cielo lo sabe (Douglas Sirk, 1955) o, incluso, In the Mood for Love (2000, Wong Kar-wai) y Restless (2011, Gus Van Sant). Es la apoteosis del melodrama según Davies: una cadencial lluvia de belleza fílmica que controla a la perfección -encuadre, luz, interpretación, música- cada uno de los elementos estéticos. Como es habitual, la meticulosidad de su realizador a la hora de crear los tableux vivants del neobarroco que componen la cinta jamás llegan a oprimir su delicioso fluir narrativo. Y es que The Deep Blue Sea es una de las pocas películas que llegan a nuestra cartelera y que podemos tildar sin vergüenza de obra maestra.