Image: Azcona 'resucitado' por García Sánchez

Image: Azcona 'resucitado' por García Sánchez

Cine

Azcona 'resucitado' por García Sánchez

El cineasta estrena Los muertos no se tocan, nene. Además, se publica el libro Estrafalario

18 noviembre, 2011 01:00

Los muertos no se tocan, nene, de José Luis García Sánchez

Un hombre que no se quiere morir y un muerto al que no dejan descansar en paz. Un bisabuelo que se resiste a irse y un guionista mítico al que no dejamos de volver. El primero es Don Fabián, el detonante de Los muertos no se tocan, nene, la nueva película de José Luis García Sánchez. El segundo es Rafael Azcona, escritor de sombra alargada fallecido en 2008, al que regresa una nutrida representación del cine español para adaptar la novela que completaba la trilogía de El pisito (1959) y El cochecito (1960): la historia de una familia en la grisura de la España franquista que espera la muerte del bisabuelo para sacar provecho del acontecimiento social y, de paso, convertir el cuarto del muerto en el saloncito para instalar la tele de importación (alemana) recién comprada.

El retrato que Azcona propone (y García Sánchez dispone) de la España de los sesenta funciona como un negativo de la España contemporánea, un reflejo invertido que permite comprobar que algunas cosas (las malas, especialmente) nunca cambian. Aquella España que daba la bienvenida al desarrollismo, al progreso, al dinero, y ésta de hoy que bordea la debacle financiera, el asesinato económico y la quiebra, comparten el mismo sustrato envidioso, igual fascinación por las apariencias y el "qué dirán", la eterna obsesión por el sexo y la devoción servil por la autoridad competente. Pese a la intervención de un equipo de guionistas, o precisamente por ello, la película conserva los temas y las obsesiones de Azcona, el gran retratista afilado de la miseria moral de aquellos años en los que la dictadura empezaba a creerse que el milagro económico disfrazaría la falta de libertades: los perdedores infatigables, los héroes miserables, la mediocridad de una vida impostada y llena de mentiras, el sexo furtivo bajo el manto de religiosidad beata, y la inevitable presencia de la comida, metáfora más carnal de un país con hambre antigua. El profesor norteamericano Anthony N. Zaharea recuerda que "el esperpento no dimana sólo de motivos existencialistas de lo absurdo, ni de afanes estilísticos de lo grotesco, sino también (¡y sobre todo!) de una severa crítica social y de una profunda preocupación por la tragedia nacional". En ese sentido, Azcona siempre fue uno de los grandes continuadores de ese espejo deformante de Valle-Inclán, un gran crítico inmisericorde capaz de esconder el cuchillo afilado bajo la carcajada costumbrista. Concebida como un homenaje al guionista, la película adopta la forma del cine de aquellos años: blanco y negro rodado en estudio y voces dobladas, en un conjuro contra el tiempo.

La paradoja es que en su intento de replicar las formas del cine de los sesenta termina por hacer patente que se trata de una impostura, haciendo más visible todavía ese paso del tiempo que se quiere esconder: la mirada de Azcona, a través de los ojos de los guionistas y director, ya no corta con la misma firmeza, y el humor negro deviene por momentos en algo parecido a la ternura que provoca lo ingenuo. ¿Ha llegado el momento de matar al padre cinematográfico? Jordi Costa, en su imprescindible libro Una risa nueva, al escribir sobre la comedia contemporánea en España, y refiriéndose a Berlanga y Azcona, propone un ritual tan purificador como incorrecto: "Orinarse, literal o simbólicamente, en su tumba. Algo que, además, ellos aplaudirían".