Cine

Diez años sin Kieslowski

Se estrena por primera vez en España No matarás

9 marzo, 2006 01:00

Al cumplirse una década de la desaparición del cineasta polaco Krzysztof Kieslowski, el próximo 13 de marzo, llega mañana a salas españolas su fundamental No matarás. Ganadora del premio Especial del Jurado en Cannes en 1988, este quinto episodio del Decálogo, todavía inédito en nuestro país, fue la carta de presentación internacional del autor de la trilogía Tres colores.

Todos los que descubrieron a Krzysztof Kieslowski a partir de La doble vida de Verónica y la trilogía compuesta por Azul, Blanco y Rojo se sorprenderán al revisitar No matarás (1987) ahora que se cumplen diez años de su muerte, el 13 de marzo de 1996. En la versión cinematográfica del quinto episodio del Decálogo, la etérea sensibilidad del director polaco se ve aplastada por la contundencia moral de su ataque contra la pena capital. Aquí no existe la melancolía, ni mucho menos la esperanza: sólo la desolación del hombre ante su propia crueldad, lejos de esas leyes escritas al margen de la conciencia individual del ser. La estilización vagamente afrancesada de sus cuatro últimas películas se teñía de austeridad y silencio en No matarás: la puesta en escena de la ejecución de Jacek (Miroslaw Baka), un año después de matar a un taxista a sangre fría, es probablemente el más escalofriante alegato contra la pena de muerte que se haya filmado jamás (tal vez junto a El verdugo de Berlanga). No deja de ser curioso que Kieslowski no pierda oportunidad de caracterizar al taxista asesinado como un miserable. Con ello no perdona ni justifica el crimen de Jacek, pero así unifica el universo de horror en el que ambos viven; un universo verduzco que estrangula cualquier posibilidad de redención ni siquiera para el abogado, que llora impotente en mitad de un prado.

Ganadora del Premio Especial del Jurado en Cannes, No matarás fue la carta de presentación internacional de Kieslowski. Fue, junto a No amarás, el episodio del Decálogo que convirtió en largometraje para conseguir financiación suplementaria del Ministerio de Cultura, dado que la Televisión Estatal no podía sufragar los gastos de producción de una serie tan ambiciosa (se simultaneó el rodaje de las doce películas a lo largo de dieciséis meses). Cuenta el guionista Krzysztof Piesiewicz que se le ocurrió la idea del Decálogo cuando vio en el Museo Nacional de Varsovia un cuadro polaco del siglo XIV que representaba cada uno de los Diez Mandamientos a través de una breve escena de la vida cotidiana. La idea era trasladar esa estructura narrativa a un edificio del barrio de Stowski de Varsovia durante los años ochenta con el fin de demostrar que la dimensión humana empuja a las normas bíblicas a un fracaso inevitable. "Ninguna ideología los ha puesto nunca en discusión. Lo que me fascina de los mandamientos", afirmaba Kieslowski, "es que todos estamos de acuerdo con el hecho de que son justos, pero al mismo tiempo los violamos todos los días". La serialización de los destinos individuales que protagonizan el Decálogo materializa nuestra imposibilidad para evitar caer en los mismos errores una y otra vez.

Un lugar extraño
El azar es una variable invariable: controlados por sus caprichos, nos ayuda a entender el mundo como un lugar extraño cuyos cambios, paradójicamente, pueden resultarnos familiares, incluso lógicos. El azar es el hilo conductor -como lo será en el cine de Julio Medem, uno de los grandes herederos de Kieslowski- que siguen las hormigas condenadas a cruzar sus caminos: los protagonistas de un episodio son figurantes o secundarios en otro episodio, conformando una colonia asfixiantemente democrática. Esto no quiere decir que la mirada de Kieslowski sea cruel o entomológica, sino que sabe establecer un sistema ético haciéndose preguntas que a menudo no tienen respuesta. Su obsesión por el azar llegó a infectar el planteamiento formal de sus películas. Una de sus propuestas imposibles era realizar decenas de copias numeradas de La doble vida de Verónica que difirieran en detalles nimios, para estrenar una versión ligeramente distinta de la película en cada una de las salas. Quería liberar al cine de su naturaleza fija y determinista, y acercarlo más al teatro, incorporar los cambios de la vida que el cine rechaza desde su intención de congelar el tiempo. No es extraño, pues, que Kubrick, en la introducción a la edición británica de los guiones del Decálogo, confesara su rendida admiración hacia Kieslowski y su guionista por su capacidad de dramatizar sus ideas antes que hablar de ellas. "Nunca las ves venir", decía el director de Barry Lyndon, "y cuando no te das cuenta ya han alcanzado tu corazón".

"No quiero hacer películas sobre problemas a nivel global, no me interesan, porque no creo ni en las sociedades ni en las naciones", declaraba Kieslowski. "Todo es mucho más simple. Lo que acaba contando son las personas, individualmente". Y añadía: "No soy partidario de ningún tipo de ideología como mensaje. Creo que la gente debe tomar partido ante el mundo, que lo más erróneo es la indiferencia. Pero esta posición no debe sugerirse desde arriba (...) Mi pesimismo no me permite creer que con mi trabajo pueda despertar las conciencias de los demás". Al margen de haber crecido como cineasta -primero como documentalista tras graduarse en la prestigiosa Escuela de Lodz- condicionado por la censura y las restricciones del régimen socialista, Kieslowski siempre se ha negado explícitamente a pronunciarse sobre cuestiones políticas. Como le ocurre a Kiarostami, su acercamiento a la realidad era humilde y nada proselitista, aunque sus primeros documentales (La fábrica, Los obreros: nada para nosotros sin nosotros) hablaban sin tapujos sobre las dificultades de la clase proletaria, siempre teniendo en cuenta la individualidad de sus miembros. La palabra "clase" perdía su sentido homogeneizador, anunciando el vacío político de la filmografía de un autor que prefirió esbozar una metafísica del alma, o del dolor, o de la libertad, que utilizar su talento para denunciar la injusticia del mundo. La injusticia más justa y necesaria es vivir, sobrevivir: cuando en Azul Julie (Juliette Binoche) pierde a su marido y a su hija en un accidente de coche, tiene que reinterpretar el mundo como un lugar lleno de ausencias que, poco a poco, recibirá a nuevos invitados.

Deseo de trascendencia
Hay, como en el cruce de miradas de las dos Veronicas, un deseo de trascendencia que a menudo se traduce en las partituras musicales de Zbigniew Preisner, verdaderos homenajes a la fusión del espíritu con la materia artística, representación de la idea de lo sublime según Kieslowski. El alma de Weronika sobrevuela el público de un concierto para dar paso al alma triste de Veronica en una cama: lo sublime tiene que ver con la sensación de no estar solo en el mundo.

En toda la obra de Kieslowski se reivindica la figura del demiurgo, que en forma de marionetista (en La doble vida de Verónica), constructor de venganzas (Blanco) o juez que mueve los hilos de la existencia (Rojo), se convierte en el intérprete de los signos que conforman la vida de los que le rodean. El juez interpretado por Jean-Louis Trintignant es el claro reflejo de la imagen que tenía Kieslowski de sí mismo, un anacoreta huraño que, escuchando las conversaciones telefónicas de sus vecinos y enamorándose en secreto de Valentine, se transforma en el autor de las experiencias de los demás. Y al ser consciente de ellas, las invoca en ese accidente que es todo acto creativo, accidente donde se reúnen todos los personajes de las películas de los Tres Colores -por fin, la libertad, la igualdad y la fraternidad son posibles- en un colofón positivamente hermoso. Es precioso e inquietante ver Rojo a la luz de las obras testamentarias, porque, en verdad, Kieslowski la hizo pensando en su muerte, o al menos eso parece. Y al pesimista del Decálogo aún le quedaba alguna esperanza de premiar a sus criaturas. Aunque la sensación de impotencia siguió, y Kieslowski decidió retirarse, encerrarse en su concha solitaria y tirar la toalla. "La palabra éxito implica el dinero que proporciona, una cierta posición social y nada más (...) Para mí, éxito significa sobre todo tranquilidad", decía. "No he logrado la paz con respecto a mis intenciones y sé que no la alcanzaré nunca: por eso no soy ni podré ser jamás un hombre de éxito". Su modestia, tan próxima a un enfermizo perfeccionismo, se resume en esta declaración de principios: "En lo que respecta a mis películas, en suma, debo decir con toda sinceridad una cosa: la vida me ha dado más de lo que cabía esperar. Y más de lo que en realidad yo valgo".


El cielo no puede esperar
Inexplicablemente inédita en España, Heaven (2002) conciliaba dos universos creativos predestinados a encontrarse: el de Tywker y el de Kieslowski. "Se trata del primer guión no escrito por mí que leo y descubro que está totalmente plagado de los temas que a mí me interesan", admitía el director de Corre, Lola, corre. Después de terminar la trilogía, completamente agotado (montó Azul mientras rodaba Blanco y escribía Rojo), Kieslowski anunció que se retiraba. Decepcionado por el lenguaje cinematográfico, al que consideraba menos capacitado que la literatura para retratar al ser humano, no tardó demasiado en contradecirse, e inició la redacción, junto a su guionista habitual, de una nueva trilogía, compuesta por Cielo, Infierno y Purgatorio. Tywker, que con La princesa y el guerrero partía de una improbable cadena de coincidencias que parecían un homenaje explícito al cine del maestro polaco, contó con innegable sensibilidad la tocata y fuga de una mujer atormentada (Cate Blanchett), apresada por un acto de venganza que se cobra unas cuantas víctimas inocentes, y uno de los policías (Giovanni Ribisi) que la cuidan.