Image: Cien años de Leni Riefenstahl

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Cine

Cien años de Leni Riefenstahl

por Carlos F. Heredero

31 julio, 2002 02:00

Riefenstahl filmando El triunfo de la voluntad (1935)

El cine como propaganda pero también como arte. Los documentales de Leni Riefenstahl, aunque muertos ideológicamente, siguen vivos en sus formas y en su compromiso con las bases del género. Considerada a partes iguales criminal de guerra y genio de la cinematografía, su díptico El triunfo de la voluntad y Olimpiada no deja dudas sobre el virtuosismo de su obra, herramienta esencial para la comprensión de la historia, y no sólo del cine, del siglo XX. El crítico Carlos F. Heredero se detiene en la figura de la directora alemana, quien cumple el siglo de existencia el 22 de agosto

Si fuéramos partícipes del mito germánico del vülk (el vínculo sagrado entre el hombre y la naturaleza), estaríamos tentados de creer que la tozuda, incombustible militancia de Leni Riefenstahl en el paradigma vülkisch, que recorre medularmente su vida y su obra, ha terminado por hacer posible una longevidad que la cineasta alemana ha vivido, ciertamente, con una indestructible coherencia.

Porque no es al nazismo, a la ideología nacionalsocialista y a la simbología estética del Tercer Reich a los que ha permanecido fiel durante toda su existencia la directora de El triunfo de la voluntad y de Olimpiada -esas dos vibrantes exaltaciones de la fortaleza aria concebidas al servicio de la mitología étnica nazi-, sino a los postulados de la cultura vülkisch, enraizada en las leyendas de los bosques del Rhin, de Lorelei, de Sigfrido y de los Nibelungos, en el irracionalismo emocional de los orígenes raciales, en la idealización romántica del culto a la pureza de la raza. Unas pulsiones que, por otra parte, alimentan a fondo la filosofía del nazismo.

No por casualidad, estamos ante una mujer que ha sobrevivido a la catástrofe del fascismo hitleriano, a la desnazificación posterior impuesta por los aliados (en 1945 fue apresada por las tropas francesas, sometida a varios procesos de depuración política y finalmente liberada en 1952), a la división de Alemania, a la caída del muro de Berlín y a las nuevas guerras de limpieza étnica en el polvorín de los Balcanes, empeñada, sin tregua y sin descanso, en recrear el mito vülkisch y en reescribir su propia historia para reinventarse a sí misma conforme a las coordenadas del primero.

Leni Riefenstahl comenzó a sentirse concernida por los ideales de la pureza originaria cuando, a través de la escuela coreográfica de Mary Wigam, recibió durante sus estudios de ballet la influencia del revival helenista abanderado por Isadora Duncan. Convertida luego en una bailarina de cierto prestigio, recibe un fuerte impacto ante la visión de El monte del destino, uno de los títulos más emblemáticos -y durante los años veinte muy populares- de los "films de montaña" dirigidos por el geólogo Arnold Franck, cineasta de prestigio que poco después la convertirá en protagonista de seis famosos largometrajes de ese mismo género.

Ella misma se atreve ya, en 1932, a interpretar y dirigir personalmente la película La luz azul, dramatización de una leyenda montañera en la que la directora debutante se reserva para sí misma el papel de la virginal y arcaica "Junta", conocedora exclusiva del secreto de una gruta de cristal escondida entre los montes, muchacha inocente que vive en un mundo de ensueño hasta que la irrupción de un pintor (de la civilización y la cultura) provoca la tragedia. Ejemplo paradigmático, por lo tanto, de un género asociado a la exaltación de los mitos de lo primitivo incontaminado, y en el que Sigfrid Kracauer identificará esa "idolotría por los glaciares y las montañas, sintomática de un antirracionalismo que los nazis pudieron capitalizar".

Dicho y hecho. Las imágenes del filme llamaron la atención del mismísimo Hitler, que una vez llegado al poder no tardará en encargarla, a través del Ministerio de Propaganda dirigido por Goebbels, la realización de la película oficial del V Congreso del partido, a celebrar en Nöremberg en agosto de 1933. El conocimiento personal del Fuhrer le había producido tal impacto ("Para mí fue como si la superficie de la tierra se extendiese delante de mí, en una semiesfera que, de pronto, se escindió por el medio y arrojó un gigantesco chorro de agua, tan enorme que tocó el cielo y sacudió la tierra", en palabras de su propia autobiografía) que no pudo negarse, y de allí saldría Victoria de la fe (1933), antesala directa de El triunfo de la voluntad (1934) -dos títulos elegidos ex profeso por el propio Hitler-, el famoso documental sobre el VI Congreso del partido nazi que consagra definitivamente a la directora ante los dirigentes del tercer Reich.

Riefenstahl convierte el suceso en una exultante oda propagandística de la escenografía nazi, genuina y virtuosa puesta en escena de una ritualización litúrgica en la que la coreografía de masas y el énfasis visual -sabiamente administrados por una sabia escala de angulaciones, contrapicados, efectos de luz y trucos de montaje- dan cuerpo a una sublimada síntesis de la comunión mística entre el Fuhrer y el pueblo alemán, pero la directora se empeñará después, mucho después, en presentar su trabajo como un encargo obligado, producido por sí misma y filmado tan sólo con dos cámaras, cuando la realidad es que la película se financió con el generoso contrato de distribución que le brindó la UFA, "a petición del Fuhrer en nombre de la dirección del partido", que dispuso para el rodaje de ciento treinta mil metros de película (sesenta horas), dieciséis operadores y otros tantos ayudantes, treinta cámaras, cuatro equipos de sonido, un dirigible para tomas aéreas y ciento treinta reflectores gigantescos dentro de una escenografía cuidadosamente preparada por Albert Speer, más 350.000 habitantes de Nöremberg como extras gratuitos y disciplinados.

Y después llegaría Olimpiada (1938), en la que, con el pretexto de filmar los juegos olímpicos en el Berlín hitleriano de 1936 (de nuevo por encargo del Reic, el Ministerio de Finanzas aportó millón y medio de marcos), la directora compone la segunda parte de su díptico esencial: una apasionada elegía de la belleza del cuerpo, una exaltación beligerante del poder físico identificado con el ideal étnico de la raza, que el montaje pone en relación con el canon helénico y que las imágenes metaforizan hasta escenificar el mito de la virilidad aria. De nuevo, sin embargo, Riefenstahl insistirá después -al escribir sus memorias- en presentarlo tan sólo como un "documental" de lo sucedido, como una película de espectáculo y no como un filme de propaganda, cuando se trata, precisamente, de una obra maestra del documental de propaganda o, más concretamente en este caso, como ha matizado Román Gubern, de una "obra maestra del mal".

La indudable sabiduría cinematográfica que destilan ambas películas hace de Leni Reinfenstahl una documentalista de primer orden, pero su empeño en presentar aquellos filmes como meras expresiones creativas ("no es un filme de propaganda, es una obra de arte", decía todavía hace dos años a propósito de El triunfo de la voluntad, al mismo tiempo que negaba, por enésima vez, su identificación con el nazismo) ratifica su determinación, tan idealista como su irrenunciable sueño vülkisch, de rescribir la historia para reinventarse como una artista ajena al peso de la Historia real, para maquillar los hechos ("No me di cuenta de que no podíamos comprar en las tiendas de los judíos. Nunca noté que se llevaban a la gente o que maltrataban a un judío. Nunca lo vi. Nunca vi nada, ni muchos menos oí hablar de los campos de concentración") al servicio de una imagen que la reivindique para el "arte" puro y que la pueda resultar más soportable.

Genio y figura, Leni Reinfenstahl todavía pudo terminar, en 1954, una película que había empezado a rodar en 1940: su particular adaptación de Terra Baixa, la obra del dramaturgo catalán ángel Guimerá, con la que filma su particular regreso a la cultura del vülk para exaltar la victoria de la pureza del campesino, que vive en las cumbres, sobre la corrupción que habita en la llanura. Había pasado el fascismo, habían terminado la guerra y la posguerra, pero ella seguía empeñada en recrear sus propios mitos. Y esto mismo será, en definitiva, lo que vaya buscando cuando opte por dedicarse después, entre 1962 y 1977, a fotografiar incansablemente los cuerpos atléticos y hermosos de los nubios de Sudán (lo que Susan Sontag consideró como el tercer panel de su tríptico fascista), la desnudez primitiva de unos físicos que habitan lo que ella -en su romántica, empecinada idealización de una inocencia rousseauniana- terminaría calificando también como un "paraíso destruido" (son sus palabras, una vez más) por los efectos de la civilización.

Esta postrera, inevitable decepción, le ha llevado, durante los últimos años, a abandonar la tierra firme y a emprender la investigación de los fondos marinos (reducto final para una búsqueda nunca abandonada), en los que ha filmado personalmente -empezó a bucear a los 72 años y ha realizado más de dos mil inmersiones; todavía lo hacía en 1998- las imágenes que ha montado en un nuevo documental, titulado Impresiones submarinas, con el que ha venido a conmemorar (fiel a sus creencias, infatigable en su actividad creativa) el siglo que está a punto de cumplir.