Image: El último Oliveira

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Cine

El último Oliveira

por Pere Gimferrer

26 septiembre, 2001 02:00

A caballo entre el rigor clasicista y la modernidad, el octogenario y prolífico Manoel de Oliveira, a quien la Filmoteca de Zaragoza dedica una retrospectiva este mes, regresa a la gran pantalla con Vuelvo a casa, después de su paso por los Festivales de Cannes y de San Sebastián. El escritor y académico Pere Gimferrer analiza la última etapa de este cineasta portugués, creador absoluto que en apenas un año ha estrenado en nuestras salas tres filmes: La carta (1999), Palabra y utopía (2000) y, a partir del viernes, Vuelvo a casa (2001).

En poco más de un año, han llegado a las pantallas españolas las tres últimas películas de ficción de Manoel de Oliveira: La carta, estrenada aquí en julio del 2000, Palabra y utopía, vista y no vista sólo unos catorce días en agosto del 2001, y ahora Vuelvo a casa. (Posterior a esta última es, a lo que creo, un documental sobre la infancia del cineasta en Porto, exhibido en el último Festival de Venecia). Puede hablarse así ya de una última etapa (no me atrevo, en director tan espléndidamente longevo, a decir una etapa final, y ojalá no lo sea), formada por tres obras muy distintas entre sí en varios sentidos, realizadas en poco tiempo, con la extrema libertad y a la vez el extremo rigor que han caracterizado siempre a Oliveira.

Tanto La carta como Vuelvo a casa se ambientan en el París actual, y en ambas el texto establece una distancia respecto al entorno visual. En el caso de La carta, porque los persoanjes -entre ellos, destacadamente, un espléndido rockero- hablan con las palabras de Madame de la Fayete en La princesse de Clèves; en el caso de Vuelvo a casa, porque se insertan en la acción tres importantes cuñas de lenguaje literario: en la secuencia inicial, de Le roi se meurt de Ionesco (con Michel Piccoli filmado principalmente de espaldas, reconocible por su voz); mediada la película, de La tempestad de Shakespeare -con una voluntariamente poco reconocible Catherine Denueve- y, en el tramo final, del Ulises de Joyce. Donde sin embargo esta distancia se acentúa más es indudablemente en La carta, no sólo porque el diálogo escrito por Madame de la Fayete se presenta (aunque la entonación de los actores desmienta esta convención a veces) como diálogo efectivo de la acción y, en tal sentido, como diálogo "real" o "realista", sino, además, porque, frecuentemente, Oliveira recurre a lo que parece ser un campo-contracampo, pero que de hecho (al menos en pantalla grande) es otra cosa muy distinta, en la medida en que los actores, que en teoría hablan entre sí, en realidad hablan en primer plano mirando a la cámara y por lo tanto al espectador.

Por lo demás, tanto en La carta como en Vuelvo a casa, el París que vemos no es el que esperábamos ver, no sólo, a veces, por la naturaleza de los parajes escogidos para filmarlos (caso de La carta), sino, incluso cuando se trata de lugares muy conocidos (así la iglesia de la Madeleine o la torre Eiffel iluminada para el año 2000 en Vuelvo a casa) por el trabajo llevado a cabo en la banda sonora, deliberadamente ingrata unas veces e irónicamente evocadora otras, así como por el recurso a travellings laterales que afectan ser visión de Piccoli en cámara subjetiva desde un coche y en realidad remiten al documental, con el resultado de dar un mundo tan esencializado y desnudo, aunque menos ásepro, que el de Bresson en L’argent.

En Palabra y utopía no es menos relevante la palabra (hasta el punto de que, en un sugestivo escrito sobre este film, Oliveira ha afirmado que el cine es palabra) pero se trata de palabra en tres idiomas (portugués, italiano y latín, a diferencia de La carta y Vuelvo a casa, básicamente en francés, aunque en ciertas secuencias de esta última es importante en inglés) y de una plástica cercana a la pintura de Rembrandt o incluso de La Tour, y con algunos momentos (en particular, el interrogatorio inquisitorial) que responden al por mí ya apuntado parentesco con ciertas zonas de la obra de Dreyer.

De las tres películas últimas, probablemente sea Palabra y utopía la más ambiciosa y compleja, del mismo modo que Vuelvo a casa es la más liviana, en la que incluso los momentos afines a la exigencia más árida de Oliveira (el plano fijo de los zapatos de Piccoli, eco tenue del largo plano de la rueda en O dia do desespero) parecen producirse desde una tonalidad en sordina. Por el contrario, en Palabra y utopía todo reviste el carácter de una vasta liza visual, verbal y teológica. Se trata, así, de una reconstrucción histórica en el mismo sentido en que lo era en la mayor parte de su metraje No o la vana gloria de mandar: escenarios reales, escrupulosa fidelidad material a ellos y a las palabras verídicas, casi al modo del Rossellini de La prise de pouvoir par Louis XIV, alianza de parquedad de medios y esplendor plástico digna de Ulmer o de Jacques Tourneur. Encarnado sucesivamente por tres actores (con tanto desparpajo, aunque con intención distinta, como en la elección de dos mujeres para el papel femenino de Ese oscuro objeto del deseo por parte de Buñuel), el protagonista de Palabra y utopía recorre toda su trayectoria vital desde la primera juventud para expirar ante la cámara, y en tal sentido -filmar la muerte- la obra es testamentaria al modo de la secuencia final de Candilejas; pero, visiblemente, pese a no terminar en la muerte de Piccoli, Vuelvo a casa enlaza de modo directo con Viaje al principio del mundo, por cuanto -ya sea en un realizador cinematográfico, ya en un actor de teatro y cine- asistimos al epílogo de una existencia, y es éste el motivo central del relato fílmico.

Mucho más breve que Viaje al principio del mundo o Palabra y utopía, Vuelvo a casa sintetiza el mismo asunto en forma condensada y efectiva que, pese a durar en realidad poco más de una hora y veinte minutos y relatar sucesos de notable importancia dramática, no da nunca impresión de resolverse apresuradamente, porque Oliveira cuida de despachar en forma expeditiva tales sucesos y explorar y explotar a fondo en cambio la duración en las secuencias correspondientes a representaciones teatrales o lenguaje fílmico.

Tal asunto es, en definitiva, la acometida de la vida por la decrepitud y la muerte, en un sentido y, en otro, la relación entre vida y espectáculo: cine, teatro y -en Palabra y utopía- oratoria sacra. Ni que decir tiene que se trata de un tema característico del Barroco, pero la estética fílmica que le aplica Oliveira, aunque acuda a veces al claroscuro poético o al tenebrismo, es, en cuanto cine, diáfanamente clásica, a la vez que de inventiva constante. En último término, al indagar en el espectáculo, se indaga en el propio proceso de la filmación, cuya disposición espacial y discurrir temporal aluden a nuestra propia experiencia: documentales sobre un rodaje que son documentales sobre la vida (¿y la muerte?) del cine mismo y de cada espectador.

Filmografía esencial

Douro Faina Fluvial (1931). Documental de veinte minutos sobre la ciudad de Porto y su río. Influenciado por el cine de Walter Ruttman, este primer trabajo oscila entre la corriente tradicional y la experimentalista.

Aniki Bobó (1942). Representa el paso de Oliveira del documental a la ficción. Desde la fotografía (Antonio Mendes) hasta el rol de los personajes, todo encaja en un filme de dimensiones poéticas.

El pintor y la ciudad (1956). Su octava obra es la única cinta que Oliveira filmó en los años cincuenta. Se trata de un paseo por Porto a través de la inspiración de un pintor.

Acto de primavera (1962). En este filme, Oliveira muestra un juego entre la vida material y espiritual a través de un hombre que se cree inmortal y otro que cree en Dios.

El pasado y el presente (1971). Adaptación de la obra homónima de Vicente Sanches, en la que una joven mujer que despreció a sus dos maridos los venerará una vez muertos.

Amor de perdición (1978). Basado en uno de los clásicos de Camilo Castelo Branco, el sexto largometraje de Oliveira es un magnífico ejemplo de adaptación literaria.

Visita ou Memórias e Confissoes (1982). Filme autobiográfico cuyo escenario es la propia casa del autor. Por voluntad expresa de Oliveira, se estrenó once años después del rodaje.

O meu caso (1986). En este filme, Oliveira reunió tres textos bien diferentes entre sí: un drama de José Regio, una obra de Beckett y el Libro de Job del Antiguo Testamento.

Los caníbales (1988). Película-ópera de planificación soberbia que se desenvuelve en torno a la música interpretada por los actores que representan la aristocracia del siglo XIX.

No o la vana glora de mandar (1990). Basada en la historia de Portugal, la película recrea las batallas libradas desde tiempos de Alfonso Henriques hasta la guerra colonial.

El convento (1995). Sucesión de planos largos en una película excesivamente lenta sobre un investigador americano (John Malkovich) que halla en un convento indicios de que Shakespeare era un judío español.

Party (1996). De nuevo, Oliveira construye un juego de seducción entre dos personas completamente opuestas. Resulta muy interesante el ambiguo tratamiento ético del filme, que logra desconcertar al espectador.