Las razones del poeta para no recoger el Nobel y su ambivalente relación con los premios

Los críticos literarios se han propagado por la faz de la tierra. Desde el pasado 13 de octubre, los académicos suecos han sido pasto de todo tipo de ofensas desde el momento en que concedieron al Bardo de Minnesota la máxima distinción literaria por “haber creado nuevas formas de expresión poética dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”. Si Irvine Welsh se acordó de “las rancias próstatas de unos hippies seniles y balbucientes”, Sánchez Dragó, con menos gracia, les llamó “dinosaurios borrachuzos". La quiosquera de mi barrio, cuya cuota de lectura atiende exclusivamente a revistas de cotilleos, también tiene su propia teoría sobre el Nobel de Literatura de 2016: “Pero si no se le entiende cuando canta”. El ciudadano común, frente al hecho de que por una vez el nombre del agraciado le es familiar (y hasta conoce su obra porque ha oído un par de canciones), se siente automáticamente con la autoridad para opinar sobre lo que en realidad no tiene idea alguna.

El juicio mediático procedente de mentes en principio cultivadas para que su opinión en el fango literario tenga algún valor ha sido en todo caso más sonrojante al respecto. Columnistas, escritores, intelectuales a los que se les presupone cierto nivel, han desenmascarado su charlatanería con argumentos que no cruzan el umbral de la mediocridad y el prejuicio. Y no porque estén de acuerdo o no con el premio (es al fin y al cabo una cuestión de gustos y prioridades, y claramente muchos otros candidatos lo merecen), sino porque ni siquiera aceptan la condición de la posibilidad. Pontifican desde su supuesta pureza literaria mirando por encima del hombre al premiado, a quien no consideran un par, solo un escritor de canciones, un entertainer. En la mítica rueda de prensa de San Francisco de 1965, frente a un rendido Allen Ginsberg, el poeta de 26 años ya se definió irónicamente a sí mismo como un song & dance man cuando le preguntaron si se consideraba un músico o un poeta.

Ese mismo creador es el que recuerda en sus memorias, escritas con 62 años, su encuentro con el laureado Archibald MacLeish, “poeta de las piedras nocturnas y la tierra veloz” (Chronicles Vol. I). Dice que junto a Carl Sandburg, Robert Frost, Yeats, Browning y Shelley son gigantes que han definido el siglo XX americano. “Te ponen en perspectiva. Incluso si no sabías sus versos, sabías sus nombres”. MacLeish le invitó a su casa para proponerle que escribiera la música de una obra de teatro en la que estaba trabajando. La admiración y humildad con las que escribe Dylan rememorando aquel día en casa de McLeish merecen reproducirse:

“[Archie] citó un verso de una de mis canciones, que dice que “el bien se esconde detrás de las puertas”, y me preguntó si realmente lo veía de esa manera y yo dije que a veces parece que sí. En cierto momento, le iba a preguntar qué pensaba de los poetas Ginsberg, Corso y Kerouac, pero me dio la impresión de que hubera sido una pregunta vacía. Me preguntó si había leído a Safo o a Sócrates. Le dije, nop, que no lo había hecho, y luego me preguntó lo mismo sobre Dante y Donne. Le dije, no demasiado. Dijo que lo que hay que recordar sobre ellos es que siempre sales por donde has entrado.”

MacLeish también le dijo que le consideraba un poeta serio y que su trabajo permanecería en el tiempo. Y algo más. “Que era un poeta de posguerra de la Edad de Hierro pero que había heredado algo metafísico de eras arcanas”.

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Gordon Ball, el profesor de Inglés y Bellas Artes en el Instituto Militar de Virginia, propuso por primera vez a Bob Dylan al premio Nobel de Literatura en 1997. Dos años después, en la “carta de nominación” que escribió al comité sueco, su amigo y editor, el poeta Allen Ginsberg, recordó a los jueces de la Academia sueca que, al honrar a Dario Fo en 1997, ya habían abierto la puerta a Dylan, pues reconocían que el trabajo del dramaturgo “depende de la interpretación (performance) para su plena realización”. Las mismas palabras, asociadas ambas al arte de la juglaría, son trasladables a la creación dylaniana. Como un gesto más del destino con el que Zimmerman ha sorprendido a la vida, la noticia de su Nobel convivía en las páginas de los periódicos con el obituario del juglar y dramaturgo italiano. Los últimos trovadores.

La Academia sueca no publica las discusiones ni los gustos de los 18 miembros que otorgan cada año el laurel literario. Desde 1997, durante cada mes de octubre, los argumentos a favor y en contra de Dylan se reducen a uno solo: ¿es un poeta o no lo es? Y si lo es, ¿qué tipo de poeta, bajo qué criterios? ¿Puede decirse que la poesía existe cuando no sobrevive a la página, cuando necesita de la música (y la voz del autor) para ser plenamente expresiva? En su campo de juego, el de la música popular, y aunque solo sea por viejo y por la inflluencia totémica de su arte, Dylan es demasiado grande en comparación con los demás. Pero al mismo tiempo no parece poder medirse a los literatos y movimientos de la poesía contemporánea, pues su producción literaria no forma parte de la “industria del libro”, no juega bajo las mismas reglas.

Como en todo, Dylan es un especímen raro, inclasificable, alérgico a las etiquetas culturales que se ha ido sacudiendo de su espalda a fuerza de reinvenciones, restauraciones, renacimientos y hasta resurrecciones. Su arte transita en un no man’s land con un solo habitante, aunque la estela que perpetúa es la que han transitado tanto Rimbaud y Whitman como Leadbelly y Willie McTell, tanto T. S. Eliot y Kerouac como Hank Williams, tanto Chaplin y Godard como Elvis Presley. “Un ovni literario”, le definió en 2011 Peter Englund, secretario del Nobel.

El profesor Ball recordaba en la candidatura de Dylan que en 1923 el premio recayó sobre W. B. Yeats a pesar de que su literatura, como se dijo entonces, tenía “un elemento de canción mayor al usual en la poesía inglesa moderna”, y el propio poeta irlandés definió a Rabindranath Tagore, Nobel de 1913, como un artista “tan grande para la música como para la poesía”. Los casos de “escritores bastardos” agraciados con el Nobel son ya tan numerosos que poner en cuestión la idoneidad del poeta de Duluth es tanto como impugnar la propia naturaleza del premio… y de la literatura. La distinción ha recaído ya sobre políticos, oradores, historiadores y periodistas. Quién sabe si en los próximos años no caerá el premio sobre un guionista de televisión, donde desde hace veinte años también se está escribiendo alta literatura.

Bob Dylan no necesita el Nobel tanto como el Nobel lo necesita a él. Antonio Lucas escribía en El Mundo que los “académicos suecos entienden que el galardón necesita un golpe de mano, un baño de gente, un uso de empresa”. Y aún con todo, las décadas han ido trazando el camino hasta aquí con una determinación programática, como si hubiera que despedirse prematuramente del músico para institucionalizar al poeta: el Songwriters Hall of Fame (1982), la Orden de las Artes y las Letras en Francia (1990), el Nashville Songwriters Hall of Fame (2002), el Príncipe de Asturias de las Artes (2007), el Pulitzer Honorario (2008), la Medalla Nacional de las Artes (2009), el ingreso en la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras (2013)…

Lo cierto es que cada premio sigue sonando como el eco de los martillazos en el ataúd, no vaya a ser que el hombre acabe deteriorando el mito. Es como si hubiera que darse prisa, mientras el trovador sigue viviendo on the road, dando un centenar de conciertos al año, componiendo música y versos, desenterrando los santos griales de su archivo. Mientras sigue, en definitiva, haciendo básicamente lo que ha hecho siempre: obedecer a sus instintos y acostumbrar a sus seguidores a esperar cualquier cosa de él, arruinando de paso toda promesa o expectativa.

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He seguido el suspense vivido alrededor del Nobel, esperando una señal de Dylan, entre la perplejidad, la alegría, la indignación (no por él, sino por todas las estupideces que he tenido que leer sobre él), el desencanto y una buena dosis de chanza. Creo que hay algo de todo ello en la propia reacción del premiado, cuyo primer instinto es enmudecer durante dos semanas, como si la cosa no fuera con su vida mientras el mundo discute sobre sus méritos, mientras de nuevo trataban de enterrarle en el desprestigio. Hasta el 29 de octubre no llama a la Academia para decir: “Agradezco enormemente el honor. La noticia me dejó sin palabras”. Sin palabras.

¿No hay en esta respuesta el mismo gen cómico de quien abandona el folk sobre el escenario con la canción Maggie’s Farm? ¿El mismo desaire de quien entrega un incendiario documental de su gira de 1966 al canal ABC (y que nunca se emite) bajo el título Eat The Document (Cómete el documento)? ¿No detectamos la ironía de quien presa del bloqueo creativo editó una colección de versiones titulada Self Portrait (Autorretrato)? ¿No identificamos la indolencia de quien escribe en sus memorias, cuarenta años después del accidente de moto más comentado de la historia, que “la verdad es que quería salir de aquella carrera de ratas”? ¿No nos remite al humor que siempre surge de su honestidad, como cuando titula Knocked Out Loaded su disco más vergonzoso, en lo más bajo de su carrera, y ‘Love & Theft’ (‘Amor y robo’, entrecomillado, como una cita) un álbum construido de apropiaciones líricas y musicales de la tradición americana, cuyo título extrae además de una tesis doctoral?

Lo cierto es que el dichoso Nobel de Literatura ha dado mucho juego, a pesar de las declaraciones, siempre intermediadas, de Dylan, que la noche que anunciaron el premio dio un concierto en Las Vegas y no hizo mención alguna a ello. El 16 de noviembre, transcurrido un mes, comunicó a la institución sueca que no acudiría a la ceremonia de entrega “debido a otros compromisos”. ¿Puede haber realmente un compromiso más importante? Para el resto de la humanidad, seguramente no. El lunes 5 de diciembre la Academia de Estocolmo anunciaba vía tweet que “Bob Dylan ha entregado un discurso que será leído” en la ceremonia del 10 de diciembre. También sabemos que Patti Smith interpretará A Hard Rain’s A-Gonna Fall. ¿Quién leerá su discurso? ¿Será Patti Smith, quien conoció a Dylan en el Other End del Greenwich Village, el 5 de julio de 1975, unas semanas antes de lanzar su explosivo primer álbum, Horses? “La electricidad que surge de su rostro, de sus ojos, es real”, dijo la cantante, confesa fan del de Duluth desde su adolescencia pre-punk.

Ese espíritu punk, fugitivo, outsider (y “para vivir fuera de la ley hay que ser honesto”, nos dijo hace medio siglo), es el que ha propulsado también en buena parte el desplante a las instituciones como parte de su actitud díscola y escéptica, más que “mal educada y arrogante”, como declaró a la televisión sueca un académico impaciente. Ni tan siquiera Martin Scorsese o los músicos de The Band tenían la certeza de que Bob Dylan fuera a salir al escenario al final de El último vals (a riesgo de que el “mejor concierto filmado” de la historia se fuera a pique), ni tampoco George Harrison confiaba plenamente en que el autor de Like a Rolling Stone cerrara su megalómano Concierto de Bangladesh. Hablamos del artista que se refugió en una cabaña de Woodstock a explorar las raíces de la canción americana mientras afuera se deflagraba la revolución de la psicodelia y el amor libre. Del mismo poeta que por entonces compuso I’m Not There (No estoy ahí).

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Digamos que su bautismo entre agasajos no fue de los que invitan a convertir semejante ritual en un hábito. Pero a pesar de la debacle en 1963 de su discurso en el Tom Paine Award, días después del asesinato de JFK, donde literalmente le tuvieron que arrancar del estrado e invitarle a salir de la sala –y eso que el premio lo entregaba la sociedad de liberales más a la izquierda de la franja ideológica americana, simpatizantes con el comunismo y defensores de la libertad de expresión–, lo cierto es que Dylan ha aceptado más medallas y trofeos de las que probablemente es posible recoger (y almacenar) en una sola vida. Esto también explica que su disculpa más recurrente cuando no asiste a recoger el galardón de turno es que no tiene tiempo para honrar con su presencia todos los que de buena voluntad le otorgan.

Coincidiendo con sus años de reclusión del ojo público, el 9 de junio de 1970, aceptó contra todo pronóstico asistir a la Ceremonia de Graduación de la Universidad de Princeton para ser investido como Doctor Honorario de Música, junto a Coretta Scott King, Walter Lippman y otros notables de la cultura americana. Informaba la revista Rolling Stone que Dylan estaba nervioso, que apenas habló y que se marchó apenas empezó la ceremonia. Dylan satirizó el momento en el tema Day of the Locusts: “Desde luego fue agradable salir vivo de ahí”. Explica Dylan en sus memorias que se sintió engañado, una vez más, cuando el orador llamado a presentarle le definió como “la auténtica expresión de la atormentada y preocupada conciencia de la América Joven”.

“Me encogí y me estremecí y permanecí inexpresivo. ¡La preocupada conciencia de la América Joven! Ahí estaba otra vez. ¡No podía creerlo! Otra vez engañado. El orador podría haber dicho muchas cosas, podría haber subrayado un par de cosas sobre mi música”.

Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Hay que aplaudirle al Nobel las palabras bien escogidas para argumentar los motivos del premio. Han aprendido que no se debe hablar de la leyenda, el mito, el símbolo o el icono (conceptos con los que Dylan ha desarrollado una alergia en la superficie cutánea que se manifiesta con una actitud a veces cómica y siempre desdeñosa), sino que conviene hablar de la obra. Llana y simplemente. Mi insensatez se aventura a dar por certeza que el discurso que ha enviado para ser leído mañana hablará de las raíces de esa obra, de los manantiales literarios en los que ha bebido y los sonidos que le han deslumbrado. Hablará de él a través de los otros.

Cuando fue inducido en el Rock and Roll Hall of Fame, el 20 de enero de 1988, en el Hotel Astoria de Nueva York, dio un breve discurso tras la rendida introducción de Bruce Springsteen –“Eres el hermano que nunca tuve”, dijo el Boss parafrasendo a su ídolo– solo para saludar a Muhammed Ali, agradecer la presencia de Little Richard y del historiador del folk americano Alan Lomax. Luego hizo un chiste a costa de Mike Love de los Beach Boys para terminar su intervención de apenas unos segundos con las palabras: “La paz, el amor y la armonía son muy importantes, desde luego, pero también el perdón, y debemos tener eso también”. Era el hombre que había inaugurado la década revelando que Jesús se le apareció, y le tocó, en un hotel de Tucson, Arizona (probablemente fue el 19 de noviembre de 1978), el hombre que durante los tres largos años siguientes propagaría las enseñanzas de Cristo en álbumes lapidados y conciertos gospel de naturaleza mesiánica. En esos álbumes, en todo caso, brillan con luz inextinguible varias obras maestras.

El Grammy por toda su carrera de 1991 –cuando aún estaban por llegar los años de resurrección y gloria– coincidió con la Primera Guerra del Golfo en marcha. En la ceremonia interpretó su himno antibélico (pero nunca le digan eso a Dylan), Masters of War: “Vosotros montáis los gatillos / para que otros disparen / Luego retrocedéis para ver / cómo crece la cuenta de muertos”. En la presentación, un Jack Nicholson visiblemente nervioso (quién iba a decirlo) citó del diccionario la voz “paradoja” para describir a Dylan: “Una afirmación aparentemente contradictoria pero que en realidad posiblemente expresa la verdad”. Puede apreciarse la guisa y la guasa con la que Dylan agradeció el honor, el teatro al completo de pie (incluido Plácido Domingo), él distraído, de aparente buen humor, pero como si el micrófono le quemara y quisiera largarse de ahí cuanto antes. No sin antes decir algo ciertamente críptico sobre su padre: “Mi padre no me dejó muchas cosas. Era un hombre sencillo que me dijo. ‘Hijo… [enmudece] Bueno, mi padre me dijo muchas cosas. [Risas]. Me dijo: ‘Es posible que te conviertas en alguien tan profanado en este mundo que tu propio padre y tu madre te abandonarán, y si eso ocurre, Dios siempre confiará en tu habilidad para enmendar tu camino”. En verdad, estaba parafraseando un salmo de la Biblia. La máscara de la improvisación.

Recogió en 1997, el año de su resurreción con Time Out of Mind, el Galardón de Honor del Kennedy Center y el Dorothy and Lillian Gish Prize, pero no dijo una palabra, como tampoco lo hizo en The Polar Music Prize (2000), donde con corbata amarilla y traje negro, inquieto, balanceándose de un lado a otro, sin conceder una sonrisa, recibió la distinción de manos del Rey Carlos VI Gustavo de Suecia (en lo que mañana podría recordarse como el simulacro que sí aconteció del Nobel). Cuando Barack Obama en julio de 2012 le colgó al cuello el más alto honor con que puede ser distinguido un ciudadano civil en Estados Unidos, la Medalla Presidencial de La Libertad, porque “no hay mayor gigante en la historia de la música americana” (Obama dixit), apenas enarcó las cejas, palmeó al presidente en el hombro y volvió a su sitio. Podrá ser o no ser un poeta, pero esos diez hilarantes segundos, sin necesidad de articular una palabra, son un verdadero poema.

El discurso de aceptación del Grammy 1998 al Mejor Álbum del Año, Time Out of Mind, es un rosario de agradecimientos a la gente que hizo el disco posible para acabar contando cómo Buddy Holly le miró a los ojos desde el escenario cuando tenía 16 ó 17 años y fue a un concierto suyo en Duluth, Minnesota. En esa misma gala, intepretó Love Sick y se produjo un incidente digno de la Rolling Thunder Review: a los 14 segundos saltó a escena un bailarín en mallas negras, desnudo de cintura para arriba, que se puso a danzar violentamente a un metro de Dylan, con el mensaje “Soy Bomb” escrito en el pecho. El músico, guitarra al hombro, siguió cantando. Tras treinta segundos de desconcierto (Dylan enarca las cejas), un hombre de negro se llevó al intruso de ahí. Acaso como medida de prevención frente a más espontáneos, dos años después, al aceptar el Oscar por Things Have Changed, interpretó el tema vía satélite desde Australia, donde agradeció al director de Jóvenes prodigiosos, Curtis Hanson, y a los trabajadores de Columbia Records. El acertijo que diseminó aquella noche es cuanto menos resistente a la traducción: “Obviously, a song doesn’t pussyfoot around or turn a blind eye to human nature”. Visiblemente aburrido, se ciñó a los mismos agradecimientos al recoger el Globo de Oro unos meses después. “Y eso es todo”

El diario The Independent informó el 23 de junio de 2004 de cómo Bob Dylan, 34 años después de haber salido pitando del Aula Magna de Princeton, aceptó el Doctorado de Música de la Universidad de St. Andrews. El cronista Tim Luckurst escribe que Dylan escuchó a un coro de estudiantes cantando Blowin’ in the Wind, que solo les miró cuando terminaron, que estaba nervioso, que apretó el puño derecho cuando le presentaron como “un gran escritor”, que permaneció arrodillado frente al Canciller de la Universidad hasta que las salvas y aplausos se disolvieron. Que todo duró unos veinte minutos. No abrió la boca. “Sir Kenneth leyó en Latin las palabras de la ceremonia que se han pronunciado durante más de cinco siglos –narra el cronista–. Dylan se giró y miró al público. Hizo una inclinación y se sentó. Ya estaba hecho”.

Se ausentó de la Ceremonia del Príncipe de Asturias de las Artes de 2007 porque aquella noche tenía un concierto en Omaha, Nebraska, y no podía estar al mismo tiempo en el teatro Campoamor de Oviedo. A partir de la distinción española es cuando la necesidad de canonizar a Dylan empezó a oler a incienso funerario. Escribe Ian Bell en Time Out of Mind. The Many Lives of Bob Dylan que el poeta no tiene una verdadera respuesta para tantas “augustas instituciones alrededor del mundo que parecen competir para enterrar al artista con superlativos”. Y añade: “Estaba orgulloso, sin duda, de que le tomaran en serio, orgulloso de que el chico que una vez fue humillado en cafés por sus personificaciones de Woody Guthrie con una guitarra desafinada era tan enaltecido medio siglo después. Pero había algo extraño, en todo caso, en el espectáculo de Bob Dylan convirtiéndose en alguien canónico. Algunas de los panegíricos sonaban como obituarios. Algunos parecían escritos por gente que no ha escuchado muchas de las canciones”.

Al año siguiente le tocó el turno al Premio Especial Pulitzer “por el profundo impacto en la música popular y la cultura americana, marcada por composiciones líricas de extraordinario poder poético”. El laurel lo recogió Jesse Dylan, su hijo. Como ahora Vargas Llosa o Jonathan Franzen entonces fue el novelista Jonathan Lethem quien cuestionó la distinción: “Es como darle a Elvis un sombrero tejano, que no le encaja”. La controversia se reprodujo en el año 2013. La elitista Academia de las Artes y las Letras de América, con la reputación centenaria de no abrazar nunca expresiones de la cultura popular, le distingue como Miembro de Honor pero no como académico de pleno derecho. ¿Por qué? Simplemente porque no logran decidir si su valor reside en la música o en la poesía. Todavía a vueltas con eso. Para la ocasión, en todo caso, Dylan dijo lo siguiente: “Me siento extremadamente honrado y muy afortunado de haber sido incluido en este panteón de grandes individuos y artistas. Espero poder conoceros a todos pronto”.

Una vez más, los franceses se adelantaron a casi todos cuando ya en 1990 le nombraron Comandante de la Orden de las Artes y las Letras, y para la ocasión, aparte de asistir a la ceremonia, Dylan ofreció una serie de cuatro conciertos en el Gran Rex Théâtre de París. Pero el más alto de los honores públicos franceses, que se entrega en reconocimiento a servicios militares o civiles, es la Orden de la Legión de Honor, y la nominación a Dylan para esta distinción se hizo esperar y generó bastante controversia en Francia. Estuvo bloquada durante unos meses porque miembros de la Gran Cancillería expresaron su preocupación por las posiciones antimilitaristas y el consumo de marihuana del creador, circunstancia que fue motivo de chanza por parte del periódico satírico Le Canard. Aunque es inusual que un artista extranjero sea nombrado con la Legión de Honor, otras leyendas internacionales han sido honrados con ella, como Miles Davis, Liza Minnelli, Laurence Olivier y Paul McCartney. Dylan fue finalmente admitido el 15 de noviembre de 2013, en una ceremonia privada a la que acudió con botas de cowboy, y donde la ministra de Cultura, Aurelie Filippetti, vinculó el poder subversivo del arte dylaniano con los movimientos estudiantiles de mayo del 68. “Estoy agradecido y orgulloso, eso es todo”, fueron las parcas palabras de Dylan.

El discurso más largo, inspirado y revelador que el autor de Like a Rolling Stone ha dado nunca con motivo de un premio tuvo lugar el año pasado. “Por su arte y su trabajo solidario” le fue concedido por parte de la Recording Academy de Estados Unidos el premio MusiCares Person of the Year, que recogió de manos del expresidente Jimmy Carter. Dylan aprovechó su discurso de aceptación no solo para enviar agradecimientos, sino para saldar unas cuantas deudas, analizar el poder lírico y las historias de algunas canciones, y también para contar varias anécdotas reveladoras en su vida. Fue algo realmente insólito, completamente inesperado, como si leyera durante media hora un nuevo capítulo de sus memorias inéditas:

“Los críticos han estado sobre mi chepa desde el día uno. Parece que siempre me dan un tratamiento especial. Algunos de ellos dicen que no puedo cantar. Lo mío es croar. Sonar como una rana. ¿Por qué estos mismos críticos no dicen cosas similares sobre Tom Waits? Dicen que mi voz se ha apagado. Que no tengo voz. ¿Por qué no dicen esas cosas sobre Leonard Cohen? ¿Por qué este tratamiento especial? Los críticos dicen que no puedo conducir una melodía y que lo que hago es recitar la canción hablando. ¿De verdad? No veo que nunca hayan dicho eso de Lou Reed. [..] Cuando le dijeron que tenía una bonita voz, Sam Cooke replicó: ‘Bueno, eso es muy amable por tu parte, pero las voces no deben medirse por lo bonitas que son. En cambio, solo importan si pueden convencerte de que están diciendo la verdad’. Piensen en eso la próxima vez que escuchen a un cantante”.

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Get dressed, get blessed, try to be a success.

Las liturgias y los agasajos y los premios consisten acaso en eso, en los versos inconformistas de Subterranean Homesick Blues. Arreglarse, ser bendecido y tratar de ser un éxito. O al menos parecerlo. Pero a veces, también, porque es discreto o arrogante, porque simplemente no quiere asistir a los simulacros de su propio funeral (“Están vendiendo postales del ahorcamiento”), porque con suerte aún le quedan unas cuantas obras maestras más que entregar en su paso por esta tierra (en mayo cumplió 75), a Bob Dylan simplemente no hay que esperarle allí donde se le espera.

I can’t even remember what it was I came here to get away from.

Lo dice en Not Dark Yet. Ni siquiera recuerda de qué venía huyendo para acabar aquí. Siempre fue de ese modo. En verdad, él nunca estuvo ahí, donde fuera que sea. Lo que vimos y escuchamos fue una idea, un fantasma, un anhelo en el viento. Lo que hay que recordar sobre él es que siempre acaba saliendo por donde ha entrado.