Estamos en el año 2055. Un cartel luminoso anuncia: “SAFARI EN EL TIEMPO S.L./SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO./ USTED ELIGE EL ANIMAL./ NOSOTROS LE LLEVAMOS./USTED DISPARA.” Un tal Eckels entra en las oficinas de la empresa con su cheque de diez mil dólares. Le explican: una Máquina del Tiempo le va a llevar a sesenta millones de años atrás; podrá disparar a un Tirannosaurus Rex hambriento –“un hedor de babas y sangre vieja”- dónde y cuándo le diga Travis, su guía al pasado; no podrá disparar a ningún otro animal; no podrá salirse un milímetro fuera de un Camino trazado en el lugar (la selva) del safari; no podrá tocar ni una brizna de hierba ni un miserable insecto ni nada que salga a su paso; están previstas enormes multas e, incluso, severas sanciones gubernamentales a quien incumpla las normas. El riesgo para la vida es máximo, ahí está parte de la emoción por la que Eckels paga. El año pasado -le informan- murieron en estos safaris seis guías y doce cazadores. ¿Está todo claro? Convenientemente vestido y armado, allá va Eckels en compañía de Travis, un asistente y otros dos cazadores. La Máquina del Tiempo ruge. ¡Adiós!

El 22 de agosto se cumplió el centenario del nacimiento de Ray Bradbury (1920-2012), y para celebrarlo Nórdica ha editado Un sonido atronador, con ilustraciones de Elena Ferrándiz y traducción del Colectivo Ray Bradbury BdL. El escritor norteamericano publicó este importante relato breve en 1952, en la revista “Collier’s”. Bradbury, para entonces, ya había publicado Crónicas marcianas (1950) y El hombre ilustrado (1951) y estaba a punto de dar a la imprenta su más célebre novela, Fahrenheit 451 (1953), y Las doradas manzanas del sol (1953). Para muchos, esa novela y esos tres libros de cuentos forman lo más sustancial -junto a El vino del estío (1957), novela también- de su ingente producción literaria, que incluye también poesía, ensayo, teatro y guiones de televisión y cine (notoriamente, Moby Dick (1956), la película de John Huston).

Los años 50 del pasado siglo fueron el período de consolidación y la primera edad de oro de la literatura -y también del cine- de Ciencia-Ficción. Junto a Bradbury, alcanzaron su punto de sazón y de fama autores nacidos en los años 20 y alrededores como Isaac Asimov, Theodore Sturgeon, Stanislaw Lem, Brian W. Aldiss, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke y muchos otros.

Pero, dicho esto, tropezamos con que algunos especialistas en el género -y pese a no pocas evidencias en contra- no consideran a Ray Bradbury un prototipo de escritor de Ciencia-Ficción, un genuino escritor de Ciencia-Ficción. Ésta es la opinión, por ejemplo, de John Clute, quien asegura que Bradbury no está interesado verdaderamente en el futuro, ni en la ciencia, ni en la tecnología y que, cuando se asoma a todo ello, es, en realidad, para mirar y honrar al pasado, para esbozar la nostalgia y la búsqueda de un paraíso perdido.

El caso es que, en nota dirigida a José Luis Garci, en 1991, el propio escritor dice que nunca se consideró “únicamente” un escritor de Ciencia-Ficción y que, incluso, su obra está muchas veces “alejada de la fantasía”. No es el caso, ciertamente, de Un sonido atronador. Esa nota aparece como epílogo del imprescindible y muy personal ensayo Ray Bradbury, humanista del futuro -publicado el año pasado por Hatari! Books-, nueva edición, ampliada y muy mejorada, del pionero y homónimo libro que Garci publicó en Helios en 1971.

Un sonido atronador utiliza un modelo de máquina del tiempo -Bradbury no presta ninguna atención al artefacto-, siguiendo la estela de la invención consagrada por H.G. Wells en su novela de 1895 y, eso sí, incluye alguna breve reflexión sobre las paradojas de los viajes de ida y vuelta al pasado. Arthur Conan Doyle ya puso en circulación a los dinosaurios, en 1912, sin necesidad de viajar al pasado -sino a una meseta remota situada en la selva amazónica-, en su novela El mundo perdido. Julio Verne había sacado a escena gigantescos y agresivos saurios marinos en Viaje al centro de la Tierra (1864). Al involucrar a los dinosaurios con una empresa dedicada al ocio de pago, Bradbury se adelantó y fue eslabón inspirador de Michael Crichton y su novela Parque Jurásico (1990), cuya segunda parte se tituló -recordemos a Conan Doyle- El mundo perdido.

Pero la más relevante aportación de Bradbury en Un sonido atronador -magníficamente integrada en el terrible drama que vivirá el cazador Eckels y en la logradísima tensión del relato- consistió en plasmar en una ficción algunos principios de la Teoría del Caos -ciertos sistemas no permiten establecer predicciones seguras en el resultado de la relación entre una causa y su, en teoría predeterminado, efecto-, fijada por Henri Poincaré a principios de siglo, y, sobre todo, en adelantarse más de una decena de años a la derivación o concreción de la misma, que fue la hoy muy popular Teoría del Efecto Mariposa, formulada por el matemático y meteorólogo estadounidense Edward Lorenz. Una mariposa, precisamente una mariposa, está en el meollo del descalabro de Eckels. Y no sólo de Eckels, sujeto trágico dura y patéticamente dibujado por Bradbury en su dimensión moral, humana y social. A quienes lean este desazonante relato de Bradbury les recuerdo, por si están interesados, que Peter Hyams, un buen técnico y especialista en el género -Capricornio Uno, Atmósfera Cero..-, dirigió en 2004 El sonido del trueno, una versión bastante libre y no muy lograda de Un sonido atronador.

Fotograma de 'El sonido del trueno' (Peter Hyams, 2004)

Nada más empezar su narración, Bradbury escribe: “Eckels recordaba el texto del anuncio palabra por palabra. De la brasa y de la ceniza, del polvo y del carbón, como salamandras doradas, los tiempos viejos, los tiempos verdes, podrían rebrotar; las rosas endulzar el aire, el pelo blanco volverse azabache, las arrugas desaparecer; todas y cada una de las cosas volver a su semilla, ahuyentar la muerte, apresurarse hacia los comienzos, los soles nacer en los cielos de occidente y ponerse en orientes gloriosos, las lunas decrecer al revés de lo habitual, todas y cada una de las cosas encajar unas dentro de otras como cajas chinas, conejos dentro de sombreros, todas y cada una de las cosas volviendo a la muerte fresca, la muerte seminal, la muerte verde, al tiempo antes del comienzo. Un roce con la mano podría hacerlo, el más mínimo roce de la mano”.

Después vendrá un relato agobiante y sobrecogedor, pero no hay que esperar mucho: en la segunda página ya aparece un escritor de primera categoría, un poeta de gran magnitud y un filósofo existencial angustiado.