El escritor belga Charles Bertin (1919-2002) publicó Un jardín en Brujas en 1996, cuando estaba próximo a cumplir los ochenta años. Llama la atención que sea a esa edad cuando un hombre recuerde, con tanta intensidad y adoración, la figura de su abuela, hasta el punto de anhelar, como hace Bertin, un pronto reencuentro con ella en el más allá.

El cansancio de la vida puede, evidentemente, justificar tanto el deseo de volver a encontrarse con un ser muy querido como la remembranza de una infancia gozosa. La primera razón no parece ser decisiva en Bertin, mientras que la segunda sí resulta fundamental, tanto más cuanto esa infancia, en los meses de verano, fue compartida por el autor con un personaje tan extraordinario como su abuela, esa “petite dame” capaz, con su variopinta personalidad, de colmar las expectativas de un niño.

El jardín sombreado, espeso y florido de una pequeña casa en las afueras de Brujas es, además del escenario, uno de los protagonistas de un relato autobiográfico teñido de ternura y humor, que delata al poeta que, además de novelista, dramaturgo y ensayista, fue también Bertin.

Pero es el carácter de la menuda y correosa, original e imprevisible Thérese-Augustin, viuda de un modesto ferroviario, el tema que acapara, en la relación con su nieto, el primer plano de Un jardín en Brujas, pequeña joya del memorialismo intimista, ahora editada por Errata Naturae con traducción de Vanesa García Cazorla.

Siempre recuerdo que Arthur Koestler advirtió de los peligros de remontarse a la infancia en los libros memorialísticos. Koestler, claro, no había podido leer el libro de Bertin, ni había conocido a Thérese-Augustin. Por lo demás, justo es decirlo, la advertencia de Koestler iba destinada a los autores que, teniendo una vida adulta interesante y plena de realizaciones, impacientan al lector demorando la narración de los pasajes palpitantes de su biografía y entreteniéndose en las minucias de su añorada niñez.

Hay unas líneas en las que Bertin define muy bien a su abuela, líneas que sirven, igualmente, para resumir, sin nombrarlos, los lances y episodios que el libro contiene. Son éstas: “He tardado años en comprender de dónde sacaba aquella extraordinaria fuerza de carácter que la distanciaba del común de las gentes y la convertía en un ser cuya vitalidad e inventiva parecían inagotables. Creo que se debía sobre todo a la peculiar gracia con la que el cielo la había aureolado en su nacimiento: la de tomar, de forma literal, sus deseos por realidades. Aquella propensión de su naturaleza, que la inclinaba, como a los niños, a privilegiar lo imaginario por encima de lo real y a adoptar la mayoría de las veces un comportamiento contrario a las normas establecidas, era una constante fuente de sorpresas para sus allegados”.

En estas líneas, Charles Bertin define y ensalza, sí, el carácter de su abuela, pero, de rondón, nos está proponiendo todo un programa de vida, consistente en no abandonar jamás el territorio de la niñez: tomar los deseos por realidades, privilegiar la imaginación, no atenerse a las normas.