El novelista mexicano Jordi Soler (Veracruz, 1963), hijo de catalanes exiliados, retoma en Ese príncipe que fui (Alfaguara), la historia de Juan de Grau, barón de Toloríu, quien desembarcó en Veracruz con Hernán Cortés y, tras algunas vicisitudes, se encaprichó de Xipaguazin, una de las hijas de Moctezuma, a la que consiguió llevar al feudo pirenaico de su baronía y con la que se casó y tuvo un hijo tras bautizarla como María. La joven llegó a Toloríu con un séquito de aztecas y pudiera ser que con un importante tesoro, que la leyenda quiere enterrado en las montañas catalanas.

Un jubilado con posibles –el narrador de la novela- investiga sobre el terreno aquellos remotos acontecimientos y da con la existencia actual de un descendiente del barón y de la princesa azteca, un catalán llamado Kiko Grau, hoy ya viejo y residente en una cochambrosa cabaña del pueblo mexicano de Motzorongo. El investigador, durante meses, se entrevista con este personaje, reconstruye su singular peripecia y, cómo no, se interesa por la  realidad del tesoro y por su posible paradero, guadianesco acicate de la narración.

El tal Kiko Grau habría decidido de joven, con notable picaresca, explotar su condición de descendiente de Moctezuma, haciéndose llamar Su Alteza Imperial Príncipe Federico de Grau Moctezuma y creando al efecto una serie de “industrias” –la Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca fue la principal- que le permitieron ganar pasta, alcanzar una alta posición social entre la burguesía catalana y encandilar al mismísimo Franco, cuyas fiestas frecuentaba.

Apoyando el trasfondo histórico lejano en hechos y documentaciones reales, todo parece indicar que Kiko Grau y, desde luego, buena parte de sus grotescas hazañas son ya fruto de la imaginación de Soler, que nos presenta a un personaje progresivamente disparatado y patético que, en su “berlanguiano” ascenso y brutal degradación, acaba mereciendo la conmiseración e incluso la simpatía del investigador. No obstante, y a su vez, existió un Guillermo Grau Rifé que protagonizó algunos episodios coincidentes, sobre el que hay muchos rastros en la prensa y que, sin duda, habrá inspirado a Soler.

Kiko Grau y su fiel lugaterniente Crispín –descendiente éste del séquito azteca- son una pareja de pillos, de pícaros, que creen o acaban creyendo en su disparatada historia y genealogía, sin perder la compostura ante la creciente tanda de negocios y operaciones que abordan para sobrevivir y no caer de la enloquecida noria a la que se han subido y en la que consiguen permanecer –cada vez en peores condiciones- durante décadas.

Las invenciones, trapacerías y lances protagonizados por Su Alteza Imperial y su abnegado Crispín constituyen el meollo de la novela, cuyo tono esperpéntico va creciendo por momentos hasta el punto, quizás, de rizar sus propios rizos. Hasta llegar, tal vez, a un momento en el que el lector espera más el desenlace –pues cree haber conocido todo lo que deseaba conocer- que nuevas variables –todas tan divertidas como tristes- de las fraudulentas aventuras de esta pareja de rufianes noblemente sellados con la marca de los ilusos, de los soñadores e, inevitablemente, de los perdedores.

Sin ser estrictamente una novela política, Soler no se priva de ridiculizar a la burguesía catalana de posguerra y de señalar sus conexiones con el franquismo, entronizando como personaje al propio Franco y sacando a relucir como artista invitado, nunca mejor dicho, a Salvador Dalí y, fugazmente, a Camilo José Cela, que no parece contar con su aprecio.

Ese príncipe que fui contiene una afirmación, deslizada entre paño y bola por Jordi Soler, que, aunque no es representativa del contenido de la novela, no pasa desapercibida. La cita es larga. Refiriéndose a Franco, arranca (y sigue) así: “Pero el dictador estaba empeñado en lavar su imagen en Latinoamérica pues le parecía, con toda razón, que ahí estaban sus aliados naturales, y para eso fundó su Instituto de Cultura; tenía esa misma perspectiva que desde los tiempos de Hernán Cortés y don Juan de Grau han tenido en general los gobernantes españoles, que les dejó su pasado imperial y que les impide percibir que el sentimiento de los países latinoamericanos frente a España es ambiguo, sólido pero ambiguo, hay cierta simpatía pero siempre ambigua, esa ambigüedad que persiste hoy y que en España nadie parece notar, y esa ignorancia produce, por ejemplo, que los sucesivos gobiernos democráticos vayan teniendo invariablemente la ocurrencia de enviar al rey, ¡a un rey como el de los cuentos!, a las cumbres latinoamericanas, o que se sorprendan, y se indignen, y no puedan explicarse cómo es que un país latinoamericano se atreve a expropiarles su compañía petrolera”.

Bien. Se agradece la observación. Estas líneas, ya digo, son toda una “morcilla” de comentario político dentro del tono y del contenido de la novela. Creo que contienen varias imprecisiones y errores de percepción y valoración: ¿el dictador, igual que los gobernantes democráticos?,¿un rey como el de los cuentos? ¿Y eso de no poder explicarse cómo un país latinoamericano expropia una compañía petrolera? Hay cosas que se explican perfectamente al saber cómo es el respeto de determinados expropiadores hacia las leyes y cómo es su nivel de decencia y de garantismo democrático.