[caption id="attachment_687" width="188"] Guy de Maupassant[/caption]

Guy de Maupassant, otra vez. Acostumbro a no perderme cualquier rescate del escritor francés, pues sé que tendré diversión asegurada. El doctor Héraclius Gloss (Periférica), con traducción de Manuel Arranz, es una novela breve y póstuma, que se publicó por vez primera en 1921, veintiocho años después de la prematura muerte de su autor. Sin embargo, es una obra de juventud, escrita a los 25 años, hacia 1875, anterior, por tanto, a la revelación de Maupassant (1850-1893) con Bola de sebo (1880), a la maestría consumada de Bel Ami (1885) y, en fin, a la catarata de sus formidables cuentos galantes y de horror.

Si en Los domingos de un burgués en París, publicada por la misma editorial, Maupassant se mofaba de las doctrinas saludables e higienistas y de los principios de la democracia liberal, en esta ocasión se burla de la búsqueda denodada de la verdad. De la Verdad con mayúsculas, cabría decir.

El relato tiene como protagonista a un doctor –nadie sabe en qué-, a un extravagante universitario solterón –aunque amancebado con su sirvienta, se sugiere- que no puede evitar perseguir el conocimiento de la Verdad Absoluta (más mayúsculas). Es un personaje, podríamos decir, en la estela de los sabios, científicos o filósofos locos –o que dan en locos, como le sucedió al mismo Maupassant-, que surgieron notablemente en las novelas del XIX, fruto en parte de las agitaciones del Romanticismo y contemporáneos del auge de la ciencia. Algunos de ellos descollarían en la narrativa de ciencia-ficción y, más tarde, en el cine.

El viaje a la locura del doctor Gloss se inicia con su entusiasta adhesión a la metempsícosis, doctrina que cree en la transmigración de las almas y que, en Occidente, ya fue formulada por algunos pensadores griegos como Pitágoras, nombre, por cierto, con el que Maupassant bautiza al desgraciado perrillo de Gloss.

Conseguido un valiosísimo manuscrito que fundamenta la metempsícosis, Gloss se adhiere a la teoría que señala que las almas no sólo transmigran entre humanos, sino que pasan temporadas en los cuerpos de los animales, siendo éstos en tal situación hombres y mujeres que, bajo la condición de bestias, están expiando temporalmente las faltas cometidas en una anterior vida humana.

No debo revelar aquí el medido y disparatado desarrollo del relato, ni los giros sorprendentes que toma debido al creciente extravío del doctor Gloss, pero no puedo renunciar a indicar que el infortunado sabio acaba conviviendo en su casa con un mono y con decenas de bichos, al tiempo que prescinde de las delicias de comer carne de animales. Digamos que, en este punto, Maupassant juguetea con sorna con las recién expuestas tesis evolucionistas de Charles Darwin y se carcajea de las ascendentes prácticas vegetarianas.

Cuando las neuronas de Héraclius Gloss comienzan a patinar significativamente, el doctor hace una solemne declaración a sus dos principales y atónitos amigos, nada menos que el rector y un decano de la universidad. Les dice: “La verdad es una sola, y con vuestro eclecticismo no conseguiréis jamás más que una verdad hecha de piezas y fragmentos. Yo también he sido ecléctico y ahora soy exclusivista. Lo que busco no es un descubrimiento a medias, sino la verdad absoluta”.

Ni qué decir tiene que El doctor Héraclius Gloss es una sátira mordaz tanto de la pretensión de que existe una verdad absoluta como de los inconvenientes que acarrean su búsqueda y la obligación de vivir, caso de pensar que se ha encontrado, bajo sus inevitables dictados. La cuestión tiene, desde hace siglos y siglos, una actualidad constante, pues no cesa la tensión entre el impulso de descubrir y acatar una presunta verdad absoluta y la tendencia al eclecticismo o, dicho de otro modo, a proporcionarse un menú largo y estrecho de convicciones parciales, tomadas de aquí y de allá, para, con lo uno o con lo otro, pisar suelo e ir tirando.