El Aleph acaba de editar cuatro “nouvelles” del escritor francés Paul Morand (1888-1976). Publicadas de distintas maneras, fueron finalmente reunidas en 1963 por Ediciones Gallimard con el título de Fin de siglo, que fija la época y también el espíritu de las distintas historias. Por sus entretenidos e inquietantes argumentos -con buenas dosis de suspense- y su deslumbrante prosa, se leen todas con sumo placer.



Flor del cielo transcurre entre la Viena de 1895 y el Pekín de 1900. Narra el amor de tres jóvenes y apuestos militares por la misma hermosa muchacha, con la consiguiente disputa caballeresca para obtener su corazón. El dramático desenlace de su pasión imposible tendrá lugar durante el sangriento levantamiento de los bóxers en China contra las potencias occidentales. La minuciosa narración de Morand de este episodio recordará a los lectores los acontecimientos descritos en la película 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963).



La Presidenta es el tremendo retrato de una altiva y autoritaria dama de la buena sociedad de Newport (Rhode Island, USA), que parece escapada de una novela de Henry James o de Edith Wharton, autores expresamente citados por Morand. La engreída e insoportable mujer acogota a sus dos hijos con sus ínfulas aristocráticas, pero le aguarda una sorpresa cuando acepta que se investigue su presuntamente exquisito linaje europeo.



El Bazar de la Caridad se desarrolla en París en 1889 en torno a un hombre riquísimo y a su bella esposa, treinta años más joven. El casi inevitable adulterio irrumpe catastróficamente en la trama para incendiarla.

Por último, la cuarta historia también sucede en París, en el elegante barrio de la Torre Eiffel, y tiene como protagonista a un acaudalado conde que reniega de sus familiares y de su avidez por heredar su fortuna, complaciéndose en dilapidar su dinero organizando suntuosas fiestas para decenas de niños. En la contratraportada, esta narración aparece con el título de Fuego señor duque, mientras que en páginas interiores es introducida con el título de El difunto señor duque.



Paul Morand, diplomático de carrera y casado con una multimillonaria princesa, fue un poeta y novelista adscrito, en la primera mitad de su trayectoria, a las corrientes modernistas y esteticistas. Hombre de mundo y amante de la buena vida, vinculado amistosamente durante el periodo de entreguerras a las vanguardias, viajó por todas partes y escribió libros imborrables sobre distintas ciudades: Nueva York, Londres y Venecias son algunos de ellos.



Sin embargo, su perfil personal e, incluso, la difusión de sus libros están manchados y marcados por sus ideas ultraconservadoras, nacionalistas, racistas y antisemitas, que le llevarían a colaborar con los nazis y con el Gobierno de Vichy, por lo que -aunque no fue encausado ni castigado tras la liberación- optó por exiliarse a Suiza.



Su conocimiento de primera mano de los ambientes de la alta burguesía y la nobleza se hace patente en este volumen. Una prosa de extraordinaria riqueza verbal y plástica proporciona enorme gozo estético al lector a la hora de describir los ambientes, decorados, rituales, vestuarios y costumbres de sus acaudalados personajes, al tiempo que, en sus observaciones psicológicas, se muestra crítico y mordaz con ellos -implacable y negro, incluso-, recurriendo en no pocas oportunidades a un humor de corte wildeano. Un ejemplo: “Cualquier hombre honesto en Viena ha de tener una ocupación, pero esta no tiene que degenerar nunca en trabajo”. Otro: “Son los dos peligros que tiene Viena, engordar y enamorarse”.



He escogido una larga -muy larga- cita como muestra sintética de la sólida brillantez de la escritura de Morand y de su demoledora penetración psicológica. Así retrata el novelista, en “El Bazar de la Caridad”, al adinerado señor Du Ferrus y, en leve y final alusión, a su insatisfecha joven esposa. Una página -en traducción de Mar Vidal Aparicio- sin una palabra de más:



“De espíritu fino, jamás decidido, veleidoso y terriblemente “amateur”, artista sin arte, lo había visto todo, leído todo, probado todo y había fracasado en todo. Era un hombre dotado con lo que hace falta para triunfar, pero que no había llevado nada a buen puerto. La realidad se escapaba de él poco a poco, se escapaba a su aplicación, aunque nadie dedicaba tanto a vivir como ese viejo novato. Pero vivir y crear son dos actividades distintas y a menudo opuestas. Además, lo que probó no le benefició; iba cual abejorro, buscando de flor en flor, pero lo único que no descubrió nunca fue a él mismo, y tal vez fuera porque jamás llegó a existir. Monsieur du Ferrús era un personaje sin personalidad que, a base de reflexionar sobre todo, había acabado por reflejarlo todo. Contaba, al menos, con muchos amigos, puesto que tenía uno de esos talantes neutros con los que todo el mundo gusta desahogarse, puesto que se trata de vasos vacíos. Aunque trabajaba sin cesar, parecía ocioso, puesto que su trabajo no tenía ninguna razón de ser y no lo llevaba a ninguna parte. Estando casado, parecía soltero; amaba a su mujer, la comprendía y la entendía, sin darle nunca la impresión de poseerla. (Ella hubiera preferido, naturalmente, ser ignorada, odiada o apaleada). Y ella misma, tan rubia, tan perfumada, tan bien puesta en su tocador y en su piel, sentía que cerca de su marido se convertía en un fantasma sin densidad, sin sensibilidad, sin memoria, tanto era contagioso el mal de monsieur Du Ferrus”.