Stanislavblog por Liz Perales

El 'tema vasco' en el teatro

3 febrero, 2017 14:38

[caption id="attachment_1519" width="560"] Una escena de Los Gondra (una historia vasca). Foto: Marcos G Punto[/caption]

Era ya hora de ver en el teatro una obra como Los Gondra (una historia vasca). Quizá porque en estos tiempos el miedo ha disminuido en el País Vasco, es más fácil que el teatro pueda acoger un texto que reflexiona sobre un asunto tan presente y doloroso para nuestro país. Reconocimiento pues a Borja Ortiz de Gondra y al Centro Dramático Nacional (CDN) por esta producción que, entre otras muchas cosas, indaga en los orígenes de la división de la sociedad vasca y en las dificultades para una reconciliación entre los que se sienten únicos guardianes de sus esencias y los que lo cuestionan.

Sí, el ambiente está tranquilo pero revisar la historia es demasiado comprometido para un arte como el teatro, que se disfruta de manera colectiva y que, por tanto, te señala públicamente. Es la explicación que se me ocurre a que ningún teatro del País Vasco (y casi todos son de titularidad pública) se haya interesado no ya en coproducir este texto (como acostumbran a hacer en otras ocasiones los teatros autonómicos con el CDN), sino a exhibirlo. Porque las razones cualitativas para programar esta obra sobran: es una producción cuidadosa en la forma y en el fondo, buena factura, narración interesante, fantásticos actores. Así que si quieren verla, cosa que recomiendo, solo podrán hacerlo en la sala Francisco Nieva del teatro Valle-Inclán de Madrid.

Los Gondra es la historia de una saga que podría ser de cualquier otro lugar del país. Se distinguen por sus tradiciones atávicas, la división permanente entre sus miembros y una notable dificultad para hacer las paces entre ellos. La obra tiene aparentemente un carácter biográfico, pero como dice el autor “hay algunas mentiras”, porque como ya nos informa el propio autor al comienzo del espectáculo, “el teatro es ficción”. En el montaje aparece el mismo Borja en varias ocasiones, lo que si bien parece afianzar la verosimilitud de la historia, también le da un toque metateatral, de juego entre realidad y teatro.

El relato familiar se remonta a tres generaciones y es narrado desde el presente hacia el pasado. Comienza en los 80, los años duros del terrorismo, con la familia más directa de Borja. Rápidamente descubrimos que en los conflictos familiares subyace el atavismo de una sociedad cerrada y patriarcal, que perpetúa en la familia la propiedad por el mayorazgo. La familia exige tener una larga lista de apellidos vascos para entrar en ella, mientras por el contrario es excluido el que opta por emigrar de la tierra. La familia en su casa centenaria, donde se suceden sus conmemoraciones y fiestas, al tiempo que afuera estallan las bombas. Fiestas que comparten moderados vascos con abertzales para los que llevar la misma sangre no libra a sus parientes del tiro en la nuca.

El segundo salto hacia el pasado nos lleva a los años inmediatamente posteriores a la guerra civil. La familia se divide entonces entre colaboradores de los nacionales, franquistas, y de los peneuvistas que apoyaron la República. Se habla de la falta de apoyo que se prestaron unos a otros, de las represalias que aguardan a los republicanos, de deudas pendientes y del caserío de la familia que hay que salvar a toda costa. También de uniones matrimoniales entre familias enfrentadas. El tercer salto nos lleva todavía más lejos, a la pérdida de Cuba y a las guerras carlistas que dividieron el hogar vasco y enfrentó a los hermanos. Y conocemos entonces, a raíz de una saca perpetrada por uno de los hermanos, un terrible suceso que es el origen de la división familiar.

Toda la pieza se desarrolla en el frontón propiedad de la familia, el espacio “social” por excelencia en cualquier pueblito del País Vasco, donde se hacen amigos o enemigos, como se pone de manifiesto cuando la joven abertzale pinta en él una diana con el nombre de su primo, que se niega a pagar el impuesto revolucionario. Josep Maria Mestres, el director, consigue una puesta en escena sabia, limpia, despojada, sin apenas mobiliario, apoyada en una escenografía muy funcional de Clara Notari, y la proyección de imágenes de Álvaro Luna. Y, sobre todo, sostenida por unos actores que encajan perfectamente a sus personajes, y que componen un armónico elenco.

Por la obra desfilan unos treinta personajes, de forma que los actores llegan a interpretar unos tres cada uno. Sonsoles Benedicto es una creíble matriarca pero también una divertida monja; a Juan Pastor le corresponde ser el patriarca, pero también cura y un paisano vasco de caserío; francamente buenos los dos jóvenes que hacen de hermanos: Francisco Ortiz e Iker Lastra; en la experiencia de Pepa Pedroche y de Victoria Salvador recaen los personajes femeninos maduros; extraordinario Marcial Álvarez, que pasa de ser cura a fino terrateniente, mientras José Tomé lidia con los personajes masculinos de mediana edad. La joven María Hervás, más convincente como dama romántica o enamorada que como joven abertzale. Y magnífica Cecilia Solaguren, que tiene el monólogo más impactante de toda la obra, cuando habla del perdón, de aprender a bajar los ojos, pero también del precio que hay que pagar por él.

Hay también una fina labor, casi de encaje, de hilar canciones y textos vascos que los intérpretes reproducen con un estilo y acento antiguo solo perceptible para los que conozcan el idioma (han contado con el asesoramiento de Karlos Cid), pero que transmite un conocimiento muy fundado de esta comunidad. Dice Borja que esta obra surge porque ahora es momento de escribir el relato de lo ocurrido en el País Vasco en los últimos 50 años y quiere contribuir con su voz a que ese relato sea lo más plural posible. Creo que es importante que lo haya escrito para la escena.

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