Rima interna por Martín López-Vega

Guillermo López Gallego, paciencia para la fiebre

23 mayo, 2016 02:00

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Guillermo López Gallego[/caption] Me extraña que no haya ya, por las ciudades del mundo, negocios que tengan como target ese tipo de turista tan abundante, el turista poeta. ¿Cuántos poemas turísticos han (hemos, mea culpa) perpetrado los poetas españoles? Poemas escritos después de pasar dos o tres días en una ciudad, sin que en el fondo el lugar importe demasiado, decorado de fondo de consuetudinarias angustias y de sentirse uno por fin en su sitio sólo cuando está fuera de sitio (normalmente, sin horarios laborales y demás ataduras diarias). Claro que también hay quien ha escrito esos poemas en ciudades que son algo más que lugares de paso; de un par de generaciones a esta parte haber vivido en más de una ciudad, en más de un país es lo más habitual y los encantos de estar fuera de contexto animan con facilidad la vena lírica de los patrios versificadores. A Guillermo López Gallego (Madrid, 1978) su profesión le llevó a Monrovia y, como poeta español que es, escribió allí un libro de poemas, Afro (Pre-Textos). Sin embargo, la forma en que lo hizo es totalmente distinta. López Gallego no nos cuenta sus angustias con paisaje africano ni, mucho menos, cae en la tan tópica, manida y recurrente diferenciación entre el viajero y el turista. En Afro, que es un único poema largo, la mirada del poeta se disuelve en el paisaje y el paisanaje que le rodean; desaparece la barrera entre quien mira y lo que mira, y todo se vuelve mirada. Tal vez un hecho que está en el origen del libro tenga algo que ver con esa rotura de las barreras habituales. Cuenta el autor en una de las notas finales (tan prolijas que hacen pensar en las de La tierra baldía): “El 4 de octubre de 2011 me diagnosticaron paludismo y fiebre tifoidea en el St. Joseph´s Catholic Hospital de Monrovia. El médico que me atendió me recetó medicamentos para la malaria y paciencia para la fiebre”. “Paciencia para la fiebre” hubiera sido otro posible título de este libro, pues febril la mirada (sin bailarse tangos, conste) se funde en lo que ve y escucha, como si la enfermedad fuera una especie de contradictorio bálsamo capaz de romper esa frontera entre quien está de paso y quien vive en un lugar: compartir virus, desde luego, es una buena prueba de la falta de esas fronteras. La voz poética se multiplica, como si, sin fuerzas para imponerse, fuese un eco resonante de lo que escucha en la vecindad, de lo que percibe. Así, sucesivamente, nos dice: “Soy la niña de los ojos de Dios”, “Soy la madre que juega con su hijo / En la casa encalada”, “Soy el hijo”, “Soy el artista que pinta flacos jinetes del Apocalipsis / Y pesadillas palúdicas”, “Soy las mujeres del mercado de Monrovia”, “Soy los demonios que bailan / En las calles embarradas de Sanniquellie”, y, por fin, “Soy Heautontimorumenos, / El enfermo de la habitación número cuatro, / El que está conectado por las venas / A un río de quinina”. La enfermedad transforma al paciente en el protagonista de la comedia de Terencio, en el atormentador de sí mismo: […] Tengo malaria, moratones en las manos, Fiebre tifoidea y tuberculosis.

La lámpara de la mesilla está encendida

Para ahuyentar la pesadilla Que se reanuda.

El amanecer me arropa

Con la sábana empapada.

La consciencia es un mar helado Entre mis ojos. La surca un rompehielos, Y yo siento el dolor que siente el mar.

I love my lovery.   Alucino. Veo un halo, Los pájaros que liban Se convierten en ladrones Que tratan de forzar las ventanas.

En el baño sombrío, Una polilla observa: Se ve nevar Por el agujero De la puerta.

¿Qué has aprendido del fruto?”

Huelo las naranjas verdes Que, siempre delicada, Sianeh pela Al pie de la cama. […] La voz del protagonista del poema se contagia de esas otras personas que “es” y también de otras voces, otros textos, como las curiosas inscripciones que copia de los taxis de Monrovia: “I am the Apple in God´s eye”, “God time is the best”)... o las múltiples referencias a la tradición literaria, de Ovidio a Abraham Gragera pasando por Cesário Verde, la mayoría de ellas confesadas en las notas finales. Ha leído uno muchas cosas sobre la obsesión de ciertos poetas últimos con la disolución del yo, pero este libro es tal vez la primera ocasión en que lo veo llevado a la práctica con sentido y con éxito. López Gallego entiende que esa disolución no consiste en esconderse detrás de verbos sin conjugar o modernidades de diez minutos, sino en entender que no hay yo que necesite disolverse porque ya es parte de una realidad mayor con la que carece de fronteras, de la que tan sólo le separa una membrana que tiene el espesor de cada ego.En Afro no desaparece el yo, sino que entiende que es parte de todo, y ese todo es una fiebre que bulle de realidad, de fruta, de contagio, de humanidad, de libros, de taxis. He aquí un libro redondo para disfrute de lectores y reflexión de versificadores. Gracias, Guillermo López Gallego.  

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