¿A qué habrá ido Seamus Heaney al inframundo?, me he preguntado esta mañana al leer la noticia de su muerte. Más que ningún otro de sus contemporáneos, Seamus Heaney era un poeta de la estirpe de Orfeo; alguien que sabía que la misión del poeta –entre otras muchas, pero sin olvidar esa, tan esencial- es calmar tormentas y tempestades, conmover los corazones de humanos y dioses, dormir a los cerberos del Hades, vencer con su música a la de las más temibles sirenas. Heaney conocía –lo llevaba en su ADN- muy bien el camino del Hades y también lo que hay del otro lado. Si ha ido es, seguro, a buscar algo, o quizás sea tan sólo para tener la casa lista cuando los demás lleguen.

Seamus Heaney era un poeta continuamente maravillado por la novedad del mundo. Le recuerdo una mañana, en Oviedo, mostrando a todo el mundo un sacapuntas que había encontrado entre las pocas cosas que su hotel de aquella vez ponía a disposición de sus huéspedes: ¡un sacapuntas! Estaba feliz con aquel hallazgo, como si hubiera visto ya un poema en el objeto, otro en el lápiz y otro, quizás el más valioso, en las virutas que saldrían al prepararlo para escribir el siguiente poema.

Cuando muchos empezaban a lamentarse por la desaparición del campo, por la muerte de la vida rural, Heaney fue uno de los primeros que decidió salvarla, si quiera simbólicamente, y lo hizo en su primer libro, Muerte de un naturalista, que es a la vez oda y elegía por un mundo que deja escapar sus últimos granos de arena en el reloj. Una vez le entrevisté y me dijo que la poesía debía mezclar cosmos y cocina; que debía ser, como en ese gran poema de Joseph Brodsky, a la vez mirilla y telescopio.Él siempre estaba hablando de las cosas que le rodeaban, aunque fuera en el recuerdo (era de quienes tienen la fortuna no sólo de saber que vivimos a la vez entre vivos y fantasmas, sino de quien es capaz de verlos y hablarles) y siempre las trascendía porque no era sólo un poeta, era un enviado de Orfeo para dar descanso a nuestras almas, para ensenarños que la poesía abre puertas donde no las hay, que la función de cada poema es que, cuando nos encontremos ante un muro, seamos capaces de demolerlo para hacer con sus guijarros el camino que siga mas allá.

Hay muchos más poetas en Heaney, claro está. Muchísimos poemas que van siempre con uno. Como el que escribió sobre unas ostras que convertían su lengua “en un estuario al llegar la marea alta” mientras “Orión mojaba el pie en el agua”. O como aquel otro en el que compara los tortuosos caminos de su tierra con los requiebros de una cantora local. Y tantísimos otros. Y además, como su admirado T. S. Eliot, su mirada poética estaba acompañada de una agudísima mirada critica. Sus ensayos durarán, seguro, tanto como su poesía. Sin olvidar las hermosas páginas que dedicó, al dictado de la amistad y la admiración, a Brodsky o Milosz.

En el poema que Heaney dedicó a la memoria de Joseph Brodsky le dice: “El alimento de los muertos consiste aún / -recuerda el Gilgamesh- en pasteles de barro. Sé, pues, / su huésped. Y haz de nuevo lo que decía Auden / que deben hacer los buenos poetas: reparte el pan, y come”. Dejo de escribir y tengo entre mis manos un pedazo del pan honesto de la poesía de Heaney, que sabe al pan de generaciones de hombres y de hojas. Este pan que tenemos ya entre las manos para siempre y que no solo dará alimento a nuestra alma, sino que nos otorgará el don de conversar con las secretas presencias que siempre nos acompañan. Hay quien les llama muertos. Hay quien no entiende nada.

Seamus Heaney

In memoriam Joseph Brodsky

 

A la manera de Auden

 

Sí, Joseph, en seguida reconocerás el ritmo.

Los pies métricos de WystanAuden

marchaban a su son: atóna, tónica,

el mismo que hacía bostezar a Yeats.

 

Así que Joseph, en este día

que hubiera sido el cumpleaños de Yeats

(fecha con dos cruces y marcha fúnebre,

veintiocho de enero),

 

sigo otra vez su camino medido,

cuarteto embutido tras cuarteto,

midiendo dolor y razón

como tú decías que debía hacer el poema.

 

Troqueo tras troqueo, así nos miden

el dolor y la métrica.

La repetición es la norma,

salmodia de versos aprendidos en la escuela.

 

La repetición, también, del frío

del poeta y del mundo,

el aeropuerto de Dublín cerrado por la helada,

Rigor Mortis en tu pecho.

 

Un hielo que no quebrarían el hacha ni el libro,

que no fundiría una oda de Horacio,

que no tendría la huella de un pie poético

ni un cambio de cuarteto ni el soniquete de un pareado,

 

hielo con fortaleza arcangélica,

hielo de este duro mes bifronte,

hielo como el de Dante en lo más profundo del infierno,

hielo que hace de tu corazón un pozo helado.

 

El vodka con pimienta que compartimos

una vez en Massachusets

antes de empezar un recital

calentó mi espíritu y mi corazón,

 

pero no existe vodka, frío ni caliente,

aquavit, whisky ni salmiakki

capaz de llevar otra vez la sangre a tus mejillas

o color a tus chistes,

 

políticamente incorrectos,

sobre sexo y sectas,

siempre a contracorriente,

bebiendo, fumando como una vieja locomotora.

 

Una vez en un tren, en Finlandia,

hablamos felizmente del verano anterior,

intercambiamos manuscritos y golpes de ingenio,

éramos los dos como látigos chasqueantes,

 

agudos y libres,

camino de Tampere

(el Oeste que significaba para ti, cómo no,

lo opuesto al viaje en tren de Lenin).

 

Nunca más recitales fugaces,

nunca más tu cabeza inclinada

como una cubierta desde la que despegara tu mente

entre ingenio y risas,

 

nunca más la prisa por ser el primero en el juego de palabras

ni la prisa por dejar atrás

los enredados encabalgamientos que se amontonaban

mientras te superabas,

 

nariz olisqueando el viento, los pies en el suelo,

tu inglés revolucionado como el motor de un coche

que hubieses robado tras asaltar el banco

(tu depósito de reserva siempre fue ruso).

 

La lengua de la que fuiste devoto te falla,

no puede deshacer el daño que el tiempo te ha hecho:

incluso tu fe perentoria en las palabras,

y sólo en ellas, muerde ahora el polvo.

 

El alimento de los muertos consiste aún

-recuerda el Gilgamesh- en pasteles de barro. Sé, pues,

su huésped. Y haz de nuevo lo que decía Auden

que deben hacer los buenos poetas: reparte el pan, y come.