Rima interna por Martín López-Vega

Últimos poemas de Yehuda Amijai

1 abril, 2013 02:00

La poesía del israelí Yehuda Amijai (1924-2000) enlaza con el tronco más fecundo de la poesía universal del siglo XX; hondamente reflexivo y experiencial, su capacidad para crear imágenes que nos explican sólo es equiparable a la de Tranströmer o Brodsky. Dice en una entrevista al periódico Yediot Aharonot en 1994, citada por Raquel García Lozano en su introducción a la edición española de Gran tranquilidad: preguntas y respuestas: «Yo escribo sobre mí mismo, sobre mi vida privada, sobre mis amores, mis hijos, mi dolor, la nostalgia de mis padres; y los demás se ven reflejados en ello». Amijai vivió en un país y un tiempo controvertidos, y su poesía no fue ajena a ello: la cuestión palestina, la guerra (en la que tomó parte) aparecen en sus poemas, que nunca dejan der ser un espejo moral colocado ante sí mismo, en el que ve reflejados sus miedos y dudas, sus contradicciones y sus esperanzas. El título de su último libro, Abierto cerrado abierto, aún sin traducir al castellano y del que proceden los poemas cuya versión presento a continuación, hace referencia a un rito del Talmud que explica la entrada en la vida (lo que estaba cerrado, la boca, los ojos, se abre) y el paso a la muerte (cuando ocurre lo contrario).

«Qué es el alma: leer / en un libro de viajes algo sobre una tierra / a la que no irás nunca», escribe Ajimai. Perteneciente a la que se ha llamado «Generación del Estado», surgida en los años 50, nacido en Alemania pero emigrado a Palestina en el 35, luchó en la II Guerra Mundial y en la Guerra de Independencia de Israel. La experiencia de la guerra -la soledad, el horror, la muerte- aparece en sus poemas, como no podría ser otra manera. Claude Roy, otro autor marcado por la experiencia bélica, lo explica así: «Nacido en la guerra, en 1915, la consciencia de ser hombre me vino viendo sucederse las guerras. [...] Durante esos años, mi generación vivió sin el día siguiente». Amijai recuerda la tormenta que en 1944 volcó los furgones de las bibliotecas móviles inglesas, tras la que, revolviendo en la arena, tuvo un encuentro iniciático: una antología de poesía inglesa con Eliot, Auden, Dylan Thomas, que ya le acompañarían siempre y que le incitaron a escribir sus primeros versos.

La religión y la política aparecen, inevitablemente, en los poemas de Yehuda Amijai. Amijai se muestra partidario de la paz e inequívocamente agnóstico -a pesar de sus continuas referencias a los textos sagrados-, la única postura sostenible a finales del siglo XX. Pero ambos temas son marginales dentro de su obra. La soledad, el amor, la muerte, la nostalgia son los paisajes más habituales de la fértil región de su poesía.

Abierto, cerrado, abierto

1,
La vida es el jardinero del cuerpo. El cerebro,
un invernadero herméticamente cerrado
con sus flores y plantas, ajenas y raras
por su sensibilidad, por su temor a extinguirse.
El rostro, un elegante jardín francés de contornos simétricos
y senderos circulares de mármol con estatuas y bancos para descansar,
lugares donde tocar y oler, desde los que mirar, un verde laberinto
en el que perderse, y Prohibido pisar y No arranque las flores.
Lo que queda por encima del ombligo, un parque inglés
pretendidamente libre, sin ángulos, sin caminos de piedra, natural,
humano, a nuestra imagen, según nuestro gusto,
con los brazos unidos y la gran noche alrededor.
Y la parte baja del cuerpo, bajo el ombligo, a veces una reserva natural,
salvaje, espantosa, asombrosa, una reserva mal conservada,
y a veces un jardín japonés, concentrado, lleno de
premeditación. Y el pene y los testículos son rocas tersas
bruñidas rodeadas de negra vegetación,
precisos senderos cargados de sentido
y calmada reflexión. Y las enseñanzas de mi padre
y los consejos de mi madre
son pájaros que pían y cantan. Y la mujer que amo
es las estaciones y el tiempo cambiante, y los niños que juegan
mis hijos. Y la vida es mi vida.

2,
Soy el profeta de lo que ya ha ocurrido. Leo el pasado en la palma
de la mano de la mujer que amo, pronostico la lluvia que ya cayó,
soy un experto en las nieves del año pasado, conjuro los espíritus
de lo que siempre ha ocurrido, preveo los días de antaño,
dibujo los planos de casas que ya se han caído,
profetizo la pequeña habitación con sus pocos muebles
-una toalla puesta a secar sobre la única silla,
el arco de la ventana, curvado como nuestros cuerpos cuando se aman.

3,
Creo, con una fe inquebrantable, en la resurrección de los muertos.
Sólo el hombre que desea regresar a un lugar amado
se deja un libro, una maleta, una fotografía, sus gafas,
a la espera, pues ha de volver: por eso los muertos dejan
las cosas que tuvieron en vida, porque volverán.
Una vez llegué, entre la niebla de un largo otoño,
a un cementerio judío abandonado -por los vivos, no por los muertos.
El guardián era un experto en flores y en las estaciones del año,
pero no en tumbas judías. Y también él dijo: noche tras noche
se entrenan para la resurrección, los muertos.

4,
Mi madre era profeta, y yo no lo sabía.
No como Miriam, la profetisa que danzaba con platillos y tambores,
no como Deborah, que se sentó bajo un árbol para juzgar a la gente,
no como Hulda que adivinó el futuro que vendría,
sino mi profeta particular, silenciosa y tenaz.
Estoy condenado a que me ocurra cuanto predijo,
y ya estoy al final de mi vida.
Mi madre fue profeta cuando me dijo
el hazlo y el no lo hagas de cada día, refranes
para un sólo uso: serás perdonado,
quedarás exhausto, eso te hará bueno, te sentirás
una persona nueva, te gustará, no
serás capaz, no te gustaría, no debes intentar
cerrarlo, sabía que no lo recordarías, no te olvides
de descansar, sí, tú puedes.
Y cuando mi madre murió, todas sus pequeñas predicciones
vinieron juntas en forma de una gran profeía que aguarda para cumplirse
la visión del final de los días.

5,
En las salas de espera del olvido
los paisajes de las paredes se vuelven lentamente
retratos, ojos y nariz, frente y mentón,
y los retratos se convierten en paisajes,
montaña, valle, bosque, campo.

6,
Recuerdo un problema en un libro de matemáticas
sobre un tren que sale de un lugar A y otro tren
que sale de un lugar B. ¿Dónde se encontrarán?
Nadie preguntaba nunca qué ocurriría entonces:
¿se detendrían, se cruzarían, chocarían?
Ningún problema hablaba de un hombre que sale de A
y una mujer que sale de B. ¿Dónde se encontrarán,
se encontrarán realmente, y durante cuánto tiempo?
Como en aquel libro de matemáticas: por fin he llegado
a las páginas finales que incluyen las respuestas.
Ahí donde estaba prohibido mirar.
Ahora por fin puedo hacerlo. Ahora compruebo
en qué acerté y en qué estaba equivocado,
y sé lo que hice bien, lo que hice mal,
cuanto ya no podré arreglar.

7,
La casa de Hulda supo mucho en su día, y olvidó mucho.
Al este, la central eléctrica, ahora sin luz,
sus motores quietos como personas, y al sur
el convento de monjas silenciosas
no muy lejos de las vías del ferrocarril.
Una vez al día aún pasa un tren, como un espíritu conjurado.

8,
Vivimos en muchas casas y dejamos retazos de memoria
en cada una de ellas: un periódico, un libro marcado, un mapa arrugado
de alguna ciudad lejana, un cepillo de dientes olvidado haciendo guardia
en un vaso
-que es también, a su manera, una vela memorial, una luz eterna.

9,
Layla, noche, la más femenina de todas las cosas, es masculino
en hebreo, pero también el nombre de una mujer.
Sol es masculino y puesta de sol, femenino,
la memoria del masculino en el femenino, y el deseo
de una mujer en un hombre. Es para decir: los dos, es para decir: nosotros.
¿Y por qué Elohim, Dios, es plural? Porque todos Ellos
están sentados a la sombra de un emparrado en Akko,
jugando a las cartas. Y nosotros estábamos sentados en una mesa cercana
y yo cogía tu mano y tú cogías la mía en lugar de las cartas, y también
nosotros éramos masculino y femenino, plural y singular,
y bebíamos té árabe con almendras tostadas, dos sabores
que no se conocían y se convirtieron en uno singular en nuestras bocas.
Y tras la puerta del café, cerca del cielo, alguien dijo:
“No nos hacemos responsables de objetos olvidados o perdidos”.

10,
Los amantes dejan sus huellas en el cuerpo del otro,
llenas de evidencias físicas, palabras inacabadas, testimonios, un arrugado
par de jadeos, un periódico con la fecha exacta, y dos relojes, el de él y el de ella.
Cada mañana marcan los contornos del otro
igual que la policía marca la posición del cuerpo en la carretera
con tiza. Los amantes se rinden el uno al otro,
se reservan el derecho a permanecer en silencio.
Si se separan,
dibujan un retrato robot y lo señalan con el dedo
gritando: ¡Es él! ¡Es ella!

Image: Barnes y la lógica del suicidio

Barnes y la lógica del suicidio

Anterior
Image: El Perú negro, rumbo a Cartagena

El Perú negro, rumbo a Cartagena

Siguiente