En la opinión de quien esto firma, y salvo alguna excepción evidente, las mejores adaptaciones de las obras de Stephen King son apócrifas; es decir, no proceden de la traslación directa de sus libros a la pantalla -y por tanto no le son atribuibles- sino que asumen las constantes de su estilo, se imbuyen del espíritu de sus novelas y lo insuflan en relatos ‘más o menos’ originales. Sucedía ya en ese clásico insoslayable que es En la boca del miedo (John Carpenter, 1994) y vuelve a suceder aquí y ahora en la interesantísima Misa de medianoche, lo último del prolífico Mike Flanagan para Netflix, estrenado el pasado 24 de septiembre. 

Adaptación bastarda de Regreso a Salem’s Lot, esta miniserie de siete episodios posee esos golpes de genio que provocan el zarandeo de los lectores de King cuando el escritor de Maine está inspirado. Son esas ideas brillantes -por sencillas, por lógicas- que cuando uno las lee o las ve lamenta profundamente que no se le ocurrieran a él porque, ahora que las tiene delante, ¡resultan tan evidentes! Lo que hace aquí Mike Flanagan no es ni más ni menos que reinterpretar la Biblia en clave vampírica, apropiarse de frases como el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final (Juan, 6:54) y darles un nuevo enfoque que parte de una concesión -de una trampa- tan grande como el Cristo de Corcovado: en el universo de Misa de medianoche nadie tiene ni pajolera idea de qué son los vampiros, Bram Stoker jamás escribió Drácula y Murnau no filmó Nosferatu (si no aceptan este planteamiento, le pondrán los clavos al ataúd en el tercer episodio y tirarán la serie al mar)*. 

Para profundizar en esa cuestión, que deriva en la construcción de un discurso sobre el fanatismo (y el populismo) en tiempos de bolsillos entelarañados y zonas depauperadas, conviene detenernos en varios aspectos concernientes a la confección del relato. En lo puramente argumental, nos encontramos en Crockett Island, una extensión de tierra mínima, a 50 kilómetros de la península, en la que viven 127 personas. Con el mar que la circunda gravemente afectado por un vertido petrolífero y con la pesca, el método de sustento principal de los habitantes de la isla, limitada por las autoridades, la vida se ha vuelto dura. En el primer episodio, Riley Flynn (Zach Gilford) regresa a su pueblo natal tras pasar cuatro años en la cárcel. Flanagan, que como es habitual dirige todos los capítulos, nos lo describe como un lugar decrépito, salpicado de casas semiruinosas, con la iglesia como único edificio en buen estado de conservación. Esa estampa decadente viene acompañada por un espiritual alegre como el ‘Soolaimon’ de Neil Diamond que se confronta con las imágenes -no subraya, expresa- y da pábulo a una posible lectura -confirmada a posteriori- que expone que la fe es el último reducto de esperanza para una comunidad empobrecida y desamparada. 

Misa de medianoche | Tráiler oficial | Netflix

En ese ambiente inhóspito donde la prosperidad ha sido erradicada, la iglesia se erige como faro moral -pero también como centro social- de una población eminentemente devota. Las condiciones socioeconómicas descritas en ese episodio primero son fundamentales para entender a una fauna local en la que destacan un sheriff musulmán que solicitó ese destino para huir del racismo y de la criminalización de los árabes tras el 11-S, pobres diablos sin apenas trabajo que pasan el tiempo nadando en alcohol, adolescentes aburridos que tratan de adivinar un futuro que no ven apelando al oráculo de los estupefacientes, pequeñas familias desestructuradas para las que llegar a fin de mes es como subir el Mont Ventoux en silla de ruedas y otro puñado de mujeres y hombres que viven en la isla porque no tienen otro sitio en el que hacerlo: una profesora separada con un bebé en camino, una médico que sigue allí porque debe cuidar de su madre enferma de Alzheimer o el propio Riley, un exconvicto que regresa junto a su familia para tratar de recomponerse. Y como sostén de ese tejido social deshilachado está Beverly Keane (Samantha Sloyan), católica acérrima, escrupulosa sacristana y, a su vez, detentora del poder económico de la ciudad tras una oscura operación inmobiliaria con fondos (e inmuebles) parroquiales de por medio.

Ese ecosistema -acompañado de una detallada descripción de personajes- será el campo de cultivo idóneo para que germine el horror en forma de apocalipsis vampírico, un horror al que se llega utilizando las herramientas del más asentado populismo, interpretando a conveniencia los textos de las sagradas escrituras para adaptarlos a una nueva realidad que conviene a los intereses de unos pocos pero que una población pobre y cautiva irá aceptando sin rechistar. Bajo el disfraz del género -como sucede en los mejores casos – se esconde un lúcido análisis de nuestro presente (aquí tenemos sobrados ejemplos de la tergiversación de la historia para incrementar el rédito político y si no, que se lo pregunten a Clara Campoamor). Desde la óptica del fanatismo y la confusión religiosas, la serie guarda no pocos parecidos con dos clásicos británicos como El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973) -fanatismo- y Brimstone & Treacle (existen dos versiones, la de Barry Davis de 1976 y la de Richard Loncraine del 82), esa barbaridad escrita por Dennis Potter en la que, como aquí, las plegarias de los devotos son escuchadas no por Dios sino por el diablo. 

Volvamos, de nuevo, al argumento. Crockett Island espera el regreso del padre Pruitt, el anciano párroco que sigue extendiendo la palabra de Dios en la isla, de su viaje a Tierra Santa. Sin embargo, a quien el ferry trae de vuelta es al joven cura Paul Hill (Hamish Linklater) que informa al pueblo de la mala salud que afecta a su predecesor, ingresado en un hospital de la península hasta que se mejore y pueda volver a oficiar. A su llegada, empezarán a sucederse hechos extraños: tras la tormenta de la primera noche, decenas de cadáveres de gatos exangües aparecen en la orilla de la playa. Pocos días después, en la misa dominical, Hill logrará que Leeza (Annarah Cymone), una adolescente parapléjica, vuelva a caminar. Su discurso humilde pero vibrante y su talento retórico convierten al padre en el líder de la comunidad y a Beverly Keane en su más fiel seguidora. Una vez obrado el milagro, su palabra será ley y poco a poco irá conduciendo a su rebaño de fieles hacia su verdadero objetivo, revelado en el tercer episodio (‘Confesión’), punto en el que se sitúa el electrizante giro copernicano de esta miniserie. Luego regresaremos a él. 

Misa de medianoche es, también, una teleficción sobre el poder de la narración. En todos sus episodios, de más de una hora de duración cada uno, observamos a los personajes hablar largamente, como si los diálogos se construyeran encadenando extensos monólogos. Flanagan utiliza las conversaciones -o las intervenciones individuales- con un doble propósito. En primer lugar, constata el potencial del relato para cohesionar una sociedad, pero también para manipularla, algo que también se extiende a las relaciones personales. Todo el mundo se está contando historias todo el rato para convencer a los otros o a sí mismo de qué hacer para seguir adelante; a veces la palabra resulta sanadora, en otras solo es el vehículo para asegurarse objetivos espurios. 

En segunda instancia, los diálogos justifican constantemente las acciones de los personajes, unas veces lo hacen de manera coherente, otras no son más que un hábil subterfugio para hacernos comulgar con lo inverosímil (la verbalización de lo absurdo de la conducta de un personaje como coartada de la propia acción que llevará a cabo). Si a Flanagan le funciona esta artimaña es porque los roles están muy bien construidos, lo que impide que nos despeguemos en exceso de la historia. Vayamos con algunos ejemplos: al final del 1.05 (‘Evangelio’), Riley ha decidido llevarse a Erin (Kate Siegel) al mar. Allí le explicará la increíble historia de cómo se convirtió en un monstruo y esperará al amanecer para morir a su lado. El consejo que Riley le da a la mujer de la que ha estado secretamente enamorado toda su vida es que huya, porque sabe que aquello será una masacre y que no hay posibilidad alguna de sobrevivir. Sin embargo, el propio Riley termina diciendo: “Quiero que huyas, pero creo que volverás remando y harás todo lo posible para salvarlos”. Y efectivamente, Erin, contraviniendo las lógicas advertencias de Riley y abjurando del instinto de supervivencia, decide regresar a la isla para auxiliar a cuantos vecinos pueda. Si no mediara una explicación -por inverosímil que esta sea- y viéramos a Erin volver con el bote, empezaríamos a abroncarla (“¿pero tú estás tonta?” nos oiríamos gritarle a la pantalla). Sin embargo, en el 1.06, Flanagan pone en su boca un discurso no menos ilógico –“lo que sé es que Riley lo sacrificó todo porque creyó que yo podía ayudar”- que nos pone sobre aviso de que Erin asume que lo que va a hacer es una temeridad, pero una temeridad noble, lo que termina por ponernos de su lado (pero no os dejéis liar: es una gilipollez nivel sketch de Jackass y, además, Riley le ha dicho que huya, no que regrese a la isla y mucho menos que vaya a misa). 

Otras veces, ante actuaciones similares, la escritura de Flanagan -y de su equipo, formado por Theresa Sutherland, Joyce Sherrí, James Flanagan, Elan Gale, Jeff Howard y Dani Parker– es más fina. Verbigracia, la secuencia del episodio final en la que Annie Flynn (Kristin Lehman), en lugar de escapar con el resto de supervivientes, decide enfrentarse con la villana de la función. A priori, estamos ante otra decisión absurda, ¿para qué pelear (¡contra dos vampiros!) si puedes huir? Sin embargo, si nos ponemos en la piel de Annie, alguien que ha perdido a su hijo mayor y, minutos antes, a su marido, su decisión es perfectamente lógica: ponerse como barrera entre Keane y los huidos es la única manera de darle algo de tiempo a su hijo menor, el único que queda de su familia, para que logre escapar. Para terminar con los diálogos, Misa de medianoche es una serie eminentemente hablada pero no sobreexplicada, porque la mayoría de esas largas charlas están destinadas a la reflexión en voz alta sobre cuestiones de orden filosófico y moral (la muerte, la culpa, la redención). 

A nivel de escritura, el autor de La maldición de Hill House (2018) no le teme al riesgo. La primera secuencia -que arranca con la estilizada toma en continuidad del accidente causado por Riley- es un teaser encubierto porque pone como protagonista a alguien que desaparecerá en el punto álgido de la serie, pero también porque narra unos hechos que podrían suprimirse (¿qué pasaría si la historia comenzara con la llegada de Riley a la isla? ¿Acaso no se podría explicar en un par de líneas de diálogo que regresa de la cárcel y ahorrarnos así varios minutos de metraje, aligerando también el presupuesto?). Ahora bien, a nivel conceptual ese prólogo es más importante de lo que parece, porque nos habla de la permanencia de la chica fallecida en el accidente, de cómo sigue habitando la mente de Riley. Si ponemos en relación ese bloque inicial, previo a la presentación del mundo de Crockett Island, con el discurso final de Erin veremos rápidamente la correlación. El teaser -esa breve presentación de lo que sucederá en una serie o en un episodio, ese que nos resume de qué va la vaina- es aquí conceptual y no argumental. 

Desde un punto de vista estructural, la miniserie de Netflix narra en presente los hechos que ocurren en la isla de Crockett, pero altera la temporalidad cuando le interesa. En ese sentido, el mejor ejemplo lo constituye el tercer capítulo (ya estamos aquí), con la autoconfesión del padre Paul/Pruitt como leitmotiv y la introducción de diversos flashbacks que explican lo que le sucedió en Jerusalén, alternándose con el presente. Flanagan utiliza con cierta libertad ese tipo de recursos -como el intercalado de sueños y/o recuerdos- pero siempre es fiel a una cosa: todos los episodios terminan en alto, con un cliffhanger del tamaño del K-2. Repasemos: el 1.01 acaba con una alfombra de gatos muertos a orillas de la playa; el 1.02 con el milagro de Leeze; el 1.03 con la revelación de que el padre Paul y el reverendo Pruitt son la misma persona (con guiño a El resplandor incluido… No olvidemos que Flanagan dirigió la secuela Doctor Sueño), el 1.04 con el ataque del ‘ángel’ a Riley; el 1.05 con la muerte de Riley y el 1.06 con la concelebración de la misa de Pascua y la aparición del supuesto nuevo apóstol del Señor. 

Para terminar con el apartado escritural, no está de más comentar que el episodio final -aquí titulado ‘Apocalipsis’, aunque el original sea ‘Revelation’- está plagado de sorpresivas apariciones que solo se sustentan en virtud del vértigo final que domina la función, de esa lucha por la vida y contra el reloj que el pequeño grupo de supervivientes entabla contra el cada vez más numeroso ejército de no-muertos. Subidos en la montaña rusa del clímax final puede que no nos preguntemos cómo logra Sarah Gunning (Annabeth Gish) colarse en la iglesia para prenderle fuego o porqué el sheriff Hassan (Rahul Kholi) se pone a echarle gasolina al centro recreacional en el que dormirán los elegidos cuando amanezca, ¿acaso espera que no le vean cuando sabe que están justo delante del edificio? Cualquier argumento que se busque para justificar este tipo de acciones -que está dándole tiempo a Erin, quien al mismo tiempo está empapando de combustible el interior- es fácilmente rebatible (pues, hijo mío, ve por detrás y que no te vean, que no saben que estáis allí, que con todo el diésel que habéis echado allí dentro da para ir en coche a Toronto y volver, que la casa va a arder sí o sí). Faltas de este estilo las pueden encontrar por doquier - ¿o acaso no resulta muy forzado que Sarah Gunning, su madre y el padre no coincidan nunca -salvo en una secuencia inicial- en el mismo espacio para que no se revele el secreto que los une? ¿o que, a medida que la señora Gunning (Alex Essoe) rejuvenece, no le diga a su hija quién es en realidad el padre Paul, al que ha reconocido incluso cuando tenía pérdidas de memoria? - pero en el último episodio se acumulan unas cuantas. 

Flanagan, autor

La manera de escribir que tiene Mike Flanagan ya denota una voluntad de estilo marcada por una serie de rasgos definitorios que se trasladan, también, a su puesta en escena. Flanagan escribe largo, muy a la contra de las tendencias actuales, donde predominan las secuencias cortas y el continuo encadenado de situaciones. Esa manera de contar, con largos bloques secuenciales en los que los personajes, principalmente, hablan, impone una cadencia y una duración claramente opuestas a las tendencias dominantes. Ese tipo de escritura encuentra su mejor traslación en imágenes cuando el director de Hush (2016) rueda largo, es decir, cuando utiliza el plano secuencia y deja que los actores pronuncien sus textos del tirón. Uno percibe cierta organicidad en el uso de ese recurso, que se emplea invariablemente en todos los walks & talks de la serie pero que no se utiliza cuando los personajes intercambian impresiones estando quietos. El mejor ejemplo del uso expresivo del plano secuencia lo encontramos en el arranque de ‘Salmos’ (1.02), cuando un grupo de habitantes de Crockett Island se acerca a la orilla del mar para ver qué ha sucedido con las decenas de gatos muertos que decoran la costa. Flanagan se sirve del vuelo de las gaviotas -que orbitan sobre los cadáveres en busca de alimento- para jugar con el travelling circular alrededor de los personajes, un movimiento que, sumado al continuo griterío de los pájaros y a su propio vuelo, crea una sensación mareante, similar a la que experimentan unos confusos ciudadanos que desconocen las causas de la muerte de los animales. 

Dado que, como ya hemos apuntado, Flanagan escribe largo, para evitar que las conversaciones ‘de parado’ resulten monótonas, desde la realización se opta por cortarlas en exceso, por cambiar de plano para evitar que el espectador desconecte -y esto es una intuición- en lugar de por motivos puramente dramáticos. Sin movernos del segundo episodio, fijémonos en la primera e improvisada reunión de alcohólicos anónimos que el padre Paul monta para ayudar a Riley a sobrellevar su día a día (y así evitar que salga de la isla, claro), una secuencia de puritito diálogo de ¡8 minutos! Está filmada casi de forma especular, de modo que los mismos planos que se le conceden a Riley (posición de cámara, angulación, situación del personaje en el plano) se le dan también al padre Paul (desglosarla sería muy largo y no es necesario para lo que pretendemos). La mayoría de esos cambios de plano no están justificados por el texto, e incluso pueden detectarse contradicciones gramaticales, como pasar de un plano general con Riley en una esquina del cuadro a otro medio, de perfil, con Riley centrado. Mientras que la primera composición tiene sentido, pues está reconociendo que atropelló y mató a una joven -cosa que lo perturba y lo ‘descentra’-, la segunda, equilibrada, no lo tiene porque el tema no ha variado. Con todo, la manera en la que está montada la secuencia la dota de una visible intención rítmica y, lo más importante, al ser (casi) idéntica para los dos personajes, los iguala, nos dice que el uno y el otro son (casi) lo mismo. De ese modo, y aunque ahí Paul y Riley no pueden ser más distintos, Flanagan nos avanza que terminarán siendo la misma cosa.

Otro de los tropos estilísticos a los que el director nacido en Salem (!) recurre con asiduidad es el montaje paralelo con acompañamiento musical. Normalmente lo hace para repasar el estado de las relaciones entre los personajes (especialmente memorable es el del tercer capítulo, en el que se evalúa la evolución de distintas parejas, no solo sentimentales, al son del ‘Holly Holy’ de Neil Diamond), pero también para tejer asociaciones de ideas, como forzar las similitudes entre una misa y una reunión de alcohólicos anónimos (1.02).

Pero, si uno hubiera de quedarse con un gesto fílmico de Misa de medianoche ese sería, sin duda, el de la ‘sustitución’ totémica que Flanagan pone de manifiesto desde el principio: la colocación del vampiro en el mismísimo lugar del Cristo (¿alguien dijo herejía?). Y es que el creador de La maldición de Bly Manor (2020) anticipa, a lo largo de los dos primeros capítulos, todo lo que sucederá antes de que la serie dé un vuelco en ‘Proverbios’ (1.03): el vino consagrado que ha sido preparado antes de que los monaguillos procedan a hacerlo, planos subjetivos de ‘algo’ que vuela, la anciana madre de Sarah ‘confundiendo’ al padre Paul con el reverendo Pruitt, la misma señora diciéndole a su hija que ha visto a un ser horrible en la ventana de su habitación (ingenioso guiño, que funciona por elisión, a la estupenda versión de Regreso Salem’s Lot de Tobe Hooper) y un largo etcétera de avances (por cierto, ¿el encuentro entre Pruitt y el vampiro en esa cueva oscura, que remite al pasaje bíblico de la conversión de Saul/Pablo de Tarso, no les recordó al arranque de El exorcista?).

Con todo, lo que nos interesa es cómo Flanagan presenta al padre Paul Hill. La primera vez que lo vemos está integrado dentro de un plano general. Acaba de llegar en el ferry y está descargando un gran baúl, en un claro homenaje al Drácula de Bram Stoker y su viaje transoceánico desde Transilvania a Londres. Es una pequeña figura en el paisaje y apenas reparamos en él, de hecho, no se le presenta, sino que forma parte de la introducción de otros personajes: la cuadrilla de adolescentes encabezada por Warren Flynn (Igby Rigney). Después lo veremos, de espaldas, entrando con el pesado cofre a una casita, secuencia que sigue con un cenital (Dios ha llegado, pero ¿qué Dios?)) y un primer plano de una mano abriendo un candado (su rostro no lo vemos). Tercera aparición: apenas un perfil oscuro en el umbral de una puerta interior de su casa cuando Bev Keane va a darle la bienvenida. Seguimos sin verle la cara y sin haberle oído pronunciar palabra.

Y por último LA presentación: entrada a la iglesia por la puerta de la sacristía (esta fuera de foco, un plano fugaz); paseo hacia el altar, detrás de los monaguillos (de nuevo, desenfocado; las caras de los feligreses reaccionando con sorpresa a su paso); plano general elevado, lo vemos arrodillarse frente al altar (él dándonos la espalda, Cristo frente a nuestros ojos); camina hacia el altar, se arrodilla (seguimos sin verle la cara) y justo cuando se incorpora, Flanagan cambia de plano para mostrarnos su espalda y a los parroquianos en otro plano general. En este punto, en ese momento en el que padre se eleva, la cámara traza un ligero movimiento ascendente y ¿dónde se coloca? ¿Qué espacio ocupa? Efectivamente, el de Jesús (ver foto 1), figura simbólica que, desde ese momento, queda suplida por otra** que, luego lo sabremos, no es sino la del vampiro del que Paul/Pruitt es el apóstol: en el 1.06, cuando el nuevo Dios, vestido con casulla, se sitúe ante el altar, el ligero contrapicado con el que se le encuadra impide que se vea la talla de Cristo en la cruz (es ahí donde la sustitución se completa). Tras ese plano crucial, verdadero resumen del espíritu que vibra tras las imágenes de Misa de medianoche, y por corte directo, veremos por primera vez -con claridad y de frente- al padre Paul Hill que se presenta diciendo aquello de “sé que no soy la persona a la que estabais esperando”. 

A fe mía que no lo esperaban, padre. 

*Nota: Esta premisa, sin la cual la serie se descuajeringa, puede impugnarse desde el piloto, cuando en una estantería vemos asomar tímidamente el lomo del libro de King al que hacíamos referencia, novela que, si el señor que la tiene en su casa ha leído, invalida el supuesto desconocimiento de la existencia de los herederos de Carmilla, así como de los mecanismos para combatirlos, etcétera, etcétera, etcétera. 

** Nota: esa posición de cámara también podría interpretarse como un plano subjetivo de Jesús -de hecho, esa toma ‘imposible’ que responde exactamente al punto de vista de la talla del Cristo, se tornará recurrente- quien, en el fondo, sigue velando por sus fieles y está al tanto de todo lo que sucede (de ahí el final ‘positivo’ de la serie). Sin embargo, el movimiento de cámara anterior -el padre Paul se levanta y el objetivo con él-, sumado al plano del 1.06 en el que el vampiro oculta (suplanta) al hijo de Dios y, todo ello, puesto en relación con el argumento de la serie, nos invita a decantarnos en favor de la usurpación (aunque reconozco que, dada mi escasa inclinación en la fe, sigo albergando dudas).

@EnricAlbero