Aprovechando que el próximo fin de semana la Cineteca madrileña programará la continuación de P'Tit Quinquin (mejor ‘película’ del año 2014 para Cahiers du Cinéma) dentro del foco que le dedica al cineasta francés, Bruno Dumont, hoy hablaremos de esta inclasificable secuela que, hasta el momento, solo había sido vista en algunos festivales españoles (San Sebastián, D’A).

En su nueva creación, el realizador de Bailleul recupera el paisaje y a los personajes de P'tit Quinquin y los introduce en una nueva trama aún más rocambolesca que la urdida cuatro años antes: en la pequeña población rural situada en la Costa del Ópalo en la que todo sucede empiezan a aparecer charcos formados por un magma oscuro, manchurrones oleaginosos que pese a lo que pueda parecer no proceden de las entrañas de la tierra, sino que caen, literal y directamente, del cielo. El heterodoxo comandante Van Der Weyden (Bernard Pruvost) y su fiel ayudante Carpentier (Philipe Jore) inician una investigación sobre tan extraños fenómenos cuyo origen es, según la policía científica, extraterrestre.

Si uno piensa en la filmografía del director de Hors Satan (2011), quizá los diálogos incluidos en sus películas no sean la parte más notoria. Sin embargo, en esta ocasión, nos servirán de brújula para tratar de explicar porque Coincoin et les z'inhumans (Coincoin en adelante) es una teleserie importante.

1. “No me sorprende el desorden, sino el orden”

Trailer de Coincoin et les z’inhumains — CoinCoin and the Extra-humans subtitulado en inglés (HD)

En Coincoin, como también en Twin Peaks (2017), hay una tensión perpetua. Si en la serie creada por David Lynch y Mark Frost existía un choque continuado entre dos modelos audiovisuales aparentemente incompatibles que aquí casaban a la perfección sin dejar de interpelarse, en esta producción del canal Arte la colisión se produce entre un argumento caótico y una puesta en escena cartesiana. La gran mayoría de los planos concebidos por Dumont podrían pasar por cuadros inscritos en una tradición figurativa de corte clásico: el uso del scope y de la profundidad de campo le permite no solo captar la belleza del paisaje de la zona del Nord-Pas de Calais sino utilizarlo como decorado para colocar a unos personajes a los que les entrega, siempre, el centro del encuadre. Cada plano es un ejemplo perfecto de simetría independientemente de la escala utilizada: si es un plano general que muestra a los personajes andando por un camino, observaremos claramente todo el espacio en el que sucede la acción, y la senda estará situada en medio del plano, dejando el mismo espacio vacío a ambos lados; si es un primer plano, el personaje encuadrado jamás se situará en los bordes sino en la mitad, dejando la misma cantidad de aire a su izquierda y a su derecha. Esa idea matriz de composición se opone frontalmente a la historia que se nos cuenta, marcada por su caótico desarrollo, la ausencia de causalidad y los bucles narrativos. De ahí que la frase que pronuncia el agente Carpentier en el segundo episodio ('Les z'inhumans') funcione como aclaración autorreferencial y nos invite a iniciar una investigación sobre las consecuencias de esa fractura entre imágenes y narración. ¿Qué hay detrás del orden establecido por la puesta en escena?

En Terciopelo Azul (1986), David Lynch quebraba la idílica atmósfera con que arrancaba su película escarbando el subsuelo de una urbanización prototípica, corrompiendo así una cierta idea de Norteamérica: bajo el césped, el mal. En Coincoin, Bruno Dumont ensucia su colección de postales bucólicas introduciendo varios elementos disonantes. A saber: los personajes (y los actores), el sentido del humor y lo sobrenatural. A nadie que haya frecuentado la obra del autor de Camille Claudel 1915 (2013) le pueden extrañar ni la elección de actores con deformidades, tics o discapacidades ni que estos se comporten de manera insólita: los personajes/intérpretes abren una herida en el paisaje, desestabilizan las imágenes tanto por su fisonomía como por lo grotesco de su gestualidad y de sus acciones. Si en plano visual todo esta ordenado, en el dramático no hay regla alguna: los personajes deambulan por un espacio perfectamente acotado en el que, sin embargo, se sienten perdidos, se buscan constantemente -los cruces fortuitos se suceden- para ver si encuentran una solución al enigma planteado.

El particularísimo humor que Dumont instauró en P’Tit Quinquin y que aquí halla continuidad, provoca que, por un parte, se genere una suerte de bizarra empatía con los protagonistas -a los que jamás se mira con displicencia- y, por otra, ayude a enrarecer más un escenario a priori hermoso. El autor de La humanidad (acuérdense del detective que la protagonizaba) maneja varios tipos de comicidad que van desde el slapstick representado por la secuencia inaugural (‘Noir ch’est noir’) hasta el surrealismo, con la aparición de elementos aparentemente descontextualizados (los cabezudos), pasando por el chiste irreverente (hay, oh là là, bromas racistas, homófobas o anticlericales) o el empleo constante del absurdo, ejemplificado por esas conversaciones repetitivas. La serie asume (y reflexiona) sobre su propia construcción en forma de loop: en el tercer episodio, el comandante Van der Weyden le recrimina a su ayudante que circule con el coche a dos ruedas, “una o dos veces es gracioso, seis ya no”. Esa autoconsciencia de la repetición es, a su vez, otro recurso cómico, puesto que cada vez que se montan en el coche patrulla, el espectador ya espera que el piloto kamikaze haga de las suyas (lo mismo sucede con la colocación de sirenas o con los trompos).

Y queda por último el elemento sobrenatural. Coincoin es una versión enloquecida de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956). De las manchas negras que van tachonando el pueblo emerge un haz de luz que posee a los habitantes. Una vez convertidos en huéspedes, se les hincha la barriga como si los embarazaran con un bombín y en apenas unos segundos paren un doble idéntico a ellos mismos que surge de su cuerpo como si fuera una ventosidad. Así, las precipitaciones de chapapote y la progresiva duplicación de la población residente se convierten en otra alteración que contamina la limpidez visual impuesta por Dumont.

Así pues, si en la secuencia inicial de Terciopelo Azul ya se nos indicaba que detrás de esa imagen de marca de Estados Unidos representada por la famosa white fence con la que se abre el filme, existía un submundo terrorífico, en Coincon el mal insondable -el apocalipsis- llega desde el cielo para subvertir el locus amoenus retratado por Dumont.

2. “Los recursos del hombre son infinitos. ¡Qué esperanza!”

Quién así se expresa, mientras observa como Carpentier conduce su coche patrulla a dos ruedas, es el párroco del pueblo. El asombro se le borra de los ojos cuando el Citroën policial vuelca y queda destrozado sin consecuencias para los ocupantes. El cine de Dumont no es, precisamente, esperanzador. Aquí, frente a unos hechos inexplicables, se crean tres grupos de personajes: los activos (la pareja de policías que debe resolver el entuerto, pero también el resto de las autoridades que aparecen), los pasivos (el grupo de adolescentes encabezados por Coincoin -Alane Delhaye- que no es otro que el Quinquin de la 1T) y los dobles. Los primeros no tienen ni la más remota idea de qué está sucediendo, mientras que los segundos (las nuevas generaciones), asisten atónitos a veces, despreocupados otras, a lo que pasa ante sus ojos como si observaran un espectáculo. Los terceros van a su bola. Conclusión: todo el mundo está perdido y nadie es capaz de poner remedio a esa situación. Es curioso ver como esos personajes que, por su manera de conducirse, están tan alejados de lo que entendemos por normalidad, tienen las mismas dificultades para enfrentarse a una realidad descontrolada que la llamada ‘gente normal’ (a lo que no tengo el placer de conocer): para quien esto firma la lucidez de Dumont radica en tratar a todas sus criaturas por igual y en lograr, casi a contrapelo, que surja la empatía. Es un genio de la transfiguración.

3. “El progreso no es inevitable”

En ese ambiente de deriva que empapa la serie, existen no pocos apuntes políticos. Los adolescentes representados por el grupo de Quinquin colaboran con el Bloc, un partido de corte ultraderechista que se presenta a unas elecciones que se celebrarán en breve. En el municipio hay, además, un grupo de inmigrantes que vive en un poblado de chabolas y que carece de trabajo. Los residentes blancos de clase media los tratan con desprecio y muestran comportamientos abiertamente racistas (el comandante Van Der Weyden especialmente). La clonación demográfica provocada por los dobles, sumada a la inmigración es vista como el inicio de un apocalipsis ineluctable que debería llegar en el último episodio… pero que no llega.

Como en las buenas películas de zombis -los clones, además, despiertan a los muertos- la dimensión política no puede quedar al margen. Pese a la sensación de desnorte que ya desprendía P’Tit Quinquin y que aquí persiste, Dumont introduce un sorprendente cambio en la última secuencia. Nos encontramos, como siempre en sus ficciones, ante una situación límite. En pocas palabras: el mundo se va a la mierda y eso es inevitable. Sin embargo, el director de Jeanne (2019), aboga por un hundimiento en comunión: cuando la pareja policial está a punto de iniciar un tiroteo contra el pequeño ejército de clones al que se enfrentan, la entrada en escena de los inmigrantes subsaharianos modificará el desenlace. Iniciarán un canto al que, repentinamente, se sumará la banda municipal -los gigantes y cabezudos que nos parecían fuera de lugar no estaban sino preparando un desfile- y, acto seguido, todos los presentes. Mediante ese exorcismo musical que establece un vínculo entre los diferentes grupos -en un contexto en el que la ultraderecha crece- se pone pausa al Armagedón. A la afirmación de Van Der Weyden que encabeza este apartado - “el progreso no es inevitable”- la serie opone una clausura fraternal que pasa por asumir las consecuencias de ese progreso no siempre beneficioso y a veces mal entendido en aras de la convivencia. Todo ese tramo final recuerda, como bien apunta el crítico Carlos Losilla, a una síntesis de la pintura de Brueghel tanto en lo estético -colocación de la cámara, tratamiento del grupo- como en lo temático: una humanidad condenada por sus defectos afronta la inminencia del apocalipsis improvisando una fiesta en un entorno rural (todas las etapas del pintor flamenco en uno). Si llega el fin del mundo, que va a llegar, al menos que nos pille bailando. C'est dingue!

@EnricAlbero