En plan serie por Enric Albero

Liar: mentiras arriesgadas

17 noviembre, 2017 09:33

[caption id="attachment_454" width="560"]

Ioan Gruffudd y Joanne Frogatt en Liar[/caption]

Liar es, probablemente, la serie que mejor se ajusta a una teoría que siempre defendí y que, en ocasiones, la actualidad, enferma de rabia, me obliga a contravenir. Y es que no hubiera sido lo mismo escribir de esta producción de Sundance TV que emite HBO España cuando alcanzó su ecuador (capítulo 3), que una vez finalizada.

Todo empieza con una cita entre la profesora Laura Newell (Joanne Frogatt) y el cirujano, y padre de uno de los alumnos de la docente, Andrew Ellis (Ioan Gruffudd). Tras ese encuentro, que empieza con una cena romántica y termina en casa de ella, la maestra acusará al doctor de haberla violado. La dificultad a la hora de probar la supuesta agresión -la víctima apenas recuerda detalles mínimos debido a una indemostrable ingestión, contra su voluntad, de éxtasis líquido- permite que los guionistas Harry y Jack Williams fabriquen una bomba discursiva cargada de explosivas reflexiones acerca de la presunción de inocencia, la incidencia del uso de las redes sociales sobre los individuos inmiscuidos en un proceso judicial y su capacidad para convertirse en voz (incontrolada) de las víctimas; la complejidad para encontrar la verdad (y probarla), la importancia de la posición social de cara a la opinión pública…

En esos tres primeros episodios, Liar apunta alto (muy alto). Como en The Affair (Hagai Levi, 2014-?) su juego con el punto de vista (ahora el de él, ahora el de ella) nos obliga a no dar nada por sentado, nos condena a la zozobra permanente, a la inseguridad de no saber si estamos frente a un depredador sexual o frente a una mujer confusa. Es como si en Sospecha (Alfred Hitchcock, 1941) esa ambigüedad que desprende Johnnie Aysgarth (Cary Grant) afectara a los dos personajes protagonistas por igual; como si, al mismo tiempo, ese cirujano de éxito pudiera ser el médico amable y atento que aparenta y el violador que intuimos, pero también como si la profesora recién divorciada pudiera ser la víctima de un depravado y/o que también estuviera afectada por una crisis existencial frente a la que decide ajustar cuentas culpabilizando a esa suerte de protohombre que encarna Gruffudd.

Y hasta alcanzar su mitad, con la audiencia atrapada por el desconcierto de no saber a quién creer, Liar es adictiva. Genera necesidad de conocimiento, la cámara se pega a los personajes y logra transmitir su desesperación e incluso el plano elegido por los directores Samuel Donovan y James Strong como leitmotiv (una zona pantanosa llena de recovecos) funciona como metáfora del enrevesado devenir de los acontecimientos.

Sin embargo, superada su mitad, la serie decide desnivelar la balanza, abandonar esa jugosa indeterminación y aclarar la verdad sobre Laura y Andrew. Y todo se viene abajo como un castillo de naipes en mitad de un vendaval. Es como pasar de Instinto Básico (Paul Verhoeven, 1992) a Durmiendo con su enemigo (Joseph Ruben, 1991). De la sutilidad más perversa al desenlace tosco. En los tres últimos episodios se suceden encuentros imposibles entre dos protagonistas que, bajo ningún concepto, deberían buscarse (y mucho menos encontrarse). Las decisiones que toma un personaje tan calculador como el que interpreta Gruffudd contradicen su propia psicología. Las tramas secundarias carecen de fuerza o arrancan tarde por la imperiosa necesidad que tienen los guionistas de solucionar el caso. Al final, todo se desinfla como un sondeo electoral cuando llega el escrutinio.

Y es una pena, porque Liar se había brindado a sí misma la posibilidad de reflexionar sobre un tema cuya actualidad no debería ocultar que lleva reproduciéndose desde que el mundo es mundo. Los casos de Harvey Weinstein, Kevin Spacey o Louis C.K. vienen a decirnos que su estatus, su asiento en lo más alto de la pirámide del poder (industrial, creativo, etc.), les permite ejercer como depredadores sexuales con total impunidad. Por eso hubiera sido importante que, en lugar de optar por una solución propia de un mal thriller noventero, Liar aprovechara la posición social de su protagonista para ahondar en esa permisividad malsana que esta sociedad maleducada en feminismo (y que entiende de forma muy preocupante la masculinidad) otorga a acosadores y violadores en función de su clase.

La respuesta a este desiderátum no es otra que la de: “pues haber escrito tú la serie”. Y seguramente sería la correcta, pero no dejo de ver en la teleserie de Sundance TV una oportunidad perdida, una bala malgastada, disparada al aire en lugar de a la cabeza. Por eso creo que procede reivindicar esa obra cumbre de la contemporaneidad televisiva que es el episodio ‘American Bitch’, el tercero de la sexta y última temporada de Girls (2012-2017). Ahí sí, Lena Dunham alerta del repetido (y tolerado) comportamiento perpetrado por escritores, actores, productores, ejecutivos y demás aspirantes al título de campeón de la liga del éxito, que no necesitan emplear métodos propios de un asesino en serie para abusar sexualmente de cuantas mujeres les venga en gana. Al transformarse en thriller, Liar prefiere la clausura feliz del relato a la reflexión profunda sobre un modelo de conducta que está lejos de ser erradicado. Y si no lo creen, busquen a qué se ha dedicado Bryan Singer en las últimas semanas.

El TEA en las series

[caption id="attachment_455" width="560"]

Shaun Murphy interpretando a Shaun Murphy en The Good Doctor[/caption]

Después de ver un par de capítulos de The Good Doctor, que aquí emite AXN, me ha venido a la cabeza un asunto sobre el que mi mente va y vuelve desde hace un tiempo. No se trata de analizar la serie de David Shore, un producto tan impecable como intrascendente -da la sensación de que el showrunner canadiense puede fabricar con solvencia un capítulo mientras medita en el baño-, sino de reparar en su protagonista, Shaun Murphy (Freddie Highmore), un joven galeno con síndrome del sabio (busquen en Wikipedia o piensen en el Dustin Hoffman de Rain Man).

Y viendo al doctor Murphy uno piensa en su antecedente, el Doctor House (Hugh Laurie), e inmediatamente en la inspiración evolucionada de aquel, el Sherlock Holmes (Benedict Cumberbatch) de Mark Gatiss y Steven Moffat que, sin dejar las series criminales, tiene mucho en común con la Saga Norén (Sofia Helin) de Bron/Broen (Henrik Georgsson, 2011-?). Póngalos a todos en una mesa y a Sheldon Cooper (Jim Parsons) presidiéndola. No sé si esa sería la última cena para alguno de ellos, lo que si sé es que encargarían comida para llevar (con el consecuente peligro para la vida del pobre repartidor).

El psicólogo, orientador y crítico Javier Rueda, señala que todos estos personajes comparten ciertos rasgos propios de los Trastornos del Espectro Autista (TEA): “la sintomatología es que el cerebro piensa en imágenes en lugar de letras; que existe una literalidad en la interpretación del lenguaje y un déficit empático en la interacción social; cursando esta sintomatología con un alto funcionamiento intelectual”. Las teleficciones contemporáneas parecen fascinadas por unos roles que se alejan de la normalidad, capaces de ser vistos a la vez como seres intelectualmente superiores y como freaks en el sentido browningiano del término. Las propias ficciones los presentan como héroes y como marginados, como tipos instrumentalizados para resolver problemas relacionados con su área de conocimiento para luego, bien ser ridiculizados (Sheldon), bien excluidos a causa de su inadaptación. Si nos detenemos un poco, sus características tampoco están tan alejadas de las de algunos superhéroes, aunque puede que se parezcan más a outsiders del estilo de Los guardianes de la galaxia o Hulk, que a modelos de éxito como Tony Stark/Iron Man o incluso Bruce Wayne/Batman.

Habría (o habrá) que investigar a qué motivaciones o tensiones sociales puede responder la querencia por este tipo de roles cada vez más frecuentes en la producción televisiva actual. ¿Su aparición responde a la visibilización de un trastorno relativamente común que hasta ahora permanecía oculto y va camino de normalizarse? Dadas sus características, ¿funcionan como un resorte narrativo, sin más? ¿Existe una banalización de esta condición asociada a una alteración profunda de diferentes funciones del sistema nervioso central? Como casi siempre, carezco de respuesta alguna -se trataba solo de señalar una cierta tendencia de la ficción televisiva contemporánea- por lo que habrá que seguir buscándolas para próximos spots. Así que ya saben: stay tuned.

Más en opinión

Blog del Suscriptor
Image: El espíritu de la Ilustración (literaria)

El espíritu de la Ilustración (literaria)

Anterior

Missing o cómo hablan los cuerpos

Siguiente