Hans Holbein: Sir Thomas Wyatt el joven, 1540-42

Una exposición convertida en cuento. La isla del tesoro de la Fundación Juan March de Madrid convertida en otra isla: la de las intuiciones, las ideas fantásticas, las distancias cero. La de Agustín Fernández Mallo. El escritor recorre cinco siglos de arte británico, unas 180 obras, en busca de tesoros, de Holbein a Hockney pasando por Turner. El ruido de fondo lo pone otro grupo inglés: Radiohead.

Vivo en una isla llamada Mallorca, de modo que sé sobradamente que toda isla es una Isla del Tesoro. ¿Cuál es el tesoro? Su indivisibilidad. Una isla brilla como una pieza única, no puede separarse en sus partes. ¿Así Gran Bretaña? No sé. ¿Así el arte británico? Eso sí. El collage de una isla tan solo es aparente. Yo, impedido de manera natural para apreciar el así llamado arte de la escultura -hay algo en la escultura que me impide ver el infinito encerrado en un marco finito que sí veo en la pintura, pero esto es una tara personal, algo que sólo atañe a las relaciones entre mi cuerpo y mi cerebro-, asumida esa tara, decía, una mañana de octubre dirigí mis pasos a la Fundación Juan March, sede de Madrid, a fin de ver la expo La isla del tesoro. Arte británico de Holbein a Hockney. Concretamente, las piezas que involucran retratos.



Estoy muy interesado en el retrato. Quiero ahora detenerme en esto. El rostro estático es, quizá, lo que más se presta a la emersión de lo monstruoso. Hay algo totalmente misterioso en los retratos porque alguien nos mira desde un lienzo -o una fotografía, da igual-, y parece que lo que nos propone es un eterno retorno a su mirada, una fijación del tipo: "mira, este fui, soy y seré". Pero no creo que sea tan sencillo. Lo que en realidad propone el retrato es una continua reinterpretación de la mirada del retratado. El retrato, como las traducciones de un idioma a otro en una obra literaria, cada 15 o 20 años hay que revisarlo, cambia. Es una masa de panadero, o mejor, un merengue que un pastelero va batiendo, y sube y baja en una tempestad para la mirada. Algo así como lo que Artaud dejó dicho: "El rostro humano es una fuerza vacía, un espacio de muerte [...], esto significa que el semblante humano no ha hallado aún su cara [...], es cierto que el rostro humano habla y respira desde hace miles de años, pero nos sigue dando la impresión de que aún no ha empezado a decir lo que es y lo que sabe".



Con ese talante fui viendo las salas, especialmente atento a las obras de Holbein y de Hockney; no en vano, la expo las presenta como extremos de un arco temporal y conceptual, dos polos igualmente magnéticos. La obra elegida de Holbein es Sir Thomas Wyatt el joven, pintada entre los años 1540-1542, en la que el retratado aparece de estricto perfil, una imagen sumamente pulcra, de intenciones realistas, atravesada por una de esas barbas lampiñas que me dan mucha grima, de varón a medio hacer, inacabado. Nunca había visto esa obra. La de Hockney no puede ser más opuesta, Retrato de Nick Wilder, del año 1966. Ésta sí la conocía. Nick Wilder posa en la piscina, el agua a la altura del pecho, como si estuviera siendo tragado por un desagüe que no vemos. Al fondo, una casa pragmática, de esas como californianas. Ya poco antes de irme, en la última sala, me di cuenta de que el número de retratos comisariados era más o menos el mismo que el de escenas de carácter paisajístico. Cosas de los ingleses: perversiones bajo aparentes equilibrios.



David Hockney: Retrato de Nicholas Wilder, 1966

Salí del recinto, no me apetecía coger un taxi, así que tomé a pié el camino a mi hotel, en la Gran Vía. Atardecía, es cierto, pero un cielo gris crema sobre La Castellana le daba a todo un aspecto de objeto diluido. Comenzó a soplar un viento fresco. Apuré el paso; parecía que iba comenzar a llover. Vi a lo lejos a un tipo que creí reconocer, pero no estaba seguro, de modo que no me detuve. Lo gracioso es que después vi a otro, y tampoco me detuve. Casi llegando a Cibeles, una valla publicitaria anunciaba un concierto de Radiohead en Londres -no en Madrid, esto no lo entendí-. El cantante, Thom Yorke, posaba con gafas de sol. Me paré a unos 20 metros de la valla, miré detenidamente la imagen. Desde 1994 he visto cientos de fotografías de Thom Yorke y, sin embargo, en aquella no le reconocí; me pareció estremecedor, por no decir que imposible.



Se me apareció entonces una gran idea, una idea luminosa, que espero poder explicar de modo que se entienda: en la época en la que Holbein pintara aquel retrato, los retratos no eran retratos, sino paisajes. En efecto, esos rostros tienen el aire y la intención de revelar toda una "verdadera naturaleza", un reino natural al completo, son retratos-jardín, retratos-bosque, retratos-lago, retratos-merienda, retratos-posición social. El cuadro, Sir Thomas Wyatt el joven, llega al colmo de esta idea al presentársenos de perfil, no nos mira, de modo que es imposible reconocer en él lo único que caracteriza a un ser humano, la mirada, como si su rostro equivaliera a un mapa, una región, una isla, un objeto, como todas esas personas que te miran con gafas de sol y que durante unos instantes dejan de parecer humanos. Por el contrario, en la época en la Hockney pinta Retrato de Nick Wilder, los retratos sí son ya retratos y los paisajes, paisajes, la mezcla de ambas naturalezas ya se ha extinguido. La dilución, deshecha, hace que cada cosa regrese a su natural polo. Entiendo que ese proceso pueda parecer más bien frío o racionalista, pero todo lo contrario, una vez se piensa con verdadera penetración resulta tremendamente bello y sugerente.



Joseph Mallord William Turner:Sunset (?Sunrise), 1840

Di entonces media vuelta y comencé a caminar con intención de regresar a la exposición, comprobar si aquella idea tenía base real o si, por el contrario, respondía a esa manera en que algunas exposiciones te obligan a pergeñar ideas fantásticas, visiones, pura espectroscopia. Unas cuantas gotas mojaron el pavimento. Uno de los tipos con los que antes me había cruzado seguía en la misma esquina; me reconoció. Yo también a él. Hizo ademán de decirme algo pero lo evité; llevaba unas espantosas gafas de sol, de esas Carrera. Comenzó a llover con más fuerza, caminé pegado a las fachadas. Naturalmente, no sabía en qué punto de la Historia de la pintura la fusión entre el retrato y el paisaje se había roto o separado, pero desde luego -me dije-, si tuviera que señalar una obra concreta diría, Sunset (?Sunrise), acuarela de críptico título que Turner pintara en 1840. Hacía menos de una hora que la había visto allí expuesta. Me hago cargo del dislate que puede suponer afirmar que Turner efectuó tal paso hacia cierto realismo, pero siempre he pensado que la indefinición de sus paisajes, lejos de ir encaminada a confundir, diluir, fusionar unas cosas con otras, lo que hace es captar la naturaleza en el momento en que, habiendo estado ésta confundida, se separa, da marcha atrás a fin de que las cosas se pongan en su sitio, como una fotografía que pudiera invertir su proceso de su emulsión para retroceder en el tiempo: a un lado el modelo, al otro lado el papel en blanco. Turner es el punto de cruce, la inflexión, en efecto.



Llegué a la puerta empapado hasta los huesos; casi estaban cerrando. Me dijeron que era mejor no entrar, no tendría más de 10 minutos. Repliqué que me daba igual, que ya la había visto, sólo quería comprobar un par de detalles. El tipo se atusó el bigote y en tono de desconfianza espetó: "anda, entra". Tomé como método empezar por el cuadro de Holbein, a continuación pasar ante todos los demás, en orden cronológico y, con rapidez, sin analizar demasiado, guiado por intuiciones meramente oculares, terminar en el de Hockney; como si fueran fotogramas de una película. Y así lo hice. Cuando llegué a éste último me paralizó darme cuenta de que el hombre retratado por Holbein y el retratado por Hockney son, de frente y perfil, la misma persona.