Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Centro de congresos Harpa en Reikiavik

El 29 de abril se hicieron públicos los últimos premios Mies van der Rohe. Los ganadores son el auditorio Harpa de Reikiavik y Langarita-Navarro, con mención especial como arquitectos emergentes. Un dictamen que obliga a interrogarse sobre la identidad de la arquitectura europea.

Los premios existen, esencialmente, para generar mosqueos, recordar quién ha quedado fuera y que el jurado ha hecho mal su trabajo: tragedias. La reciente concesión del premio Mies van der Rohe, en su decimotercera edición, ha encendido debates sobre si el ganador, el auditorio Harpa de Reikiavik, de Henning Larsen Architects, con Batteríid Architects y Studio Olafur Eliasson, es el Gran Edificio que ha de reconquistarnos "para la causa de la arquitectura" o si la mención especial de Langarita-Navarro, vinculada a su propuesta para la Red Bull Academy en Madrid es merecida, al ser su eventual sede una de las naves rehabilitadas del espacio Matadero; un proyecto, por tanto, esencialmente interior. Lo indiscutible, si eso existe, es estéril, y al echar cuentas debería consignarse lo aprendido. Puede que, entonces, encontremos a los galardones utilidad real, más allá de la palmada en la espalda, figurada o monetaria. Fuera de urgencias, surgen preguntas.



¿Qué puede aprenderse de la experiencia islandesa? Si nos quedamos en la piel (en la fachada, obra de la oficina del artista danés Olafur Eliasson), concluiremos según la ortodoxia que Harpa tiene algo de cultura globalizante, legible desde el epitelio. Algo así como la transnacional erógena. Cuesta encontrar imágenes del edificio más allá de su envolvente. Un paradójico juego de trasparencias que vela un proyecto menos brillante de lo que debiera, pero profesional -qué menos-. Parece haberse valorado especialmente su incidencia social, su condición simbólica como corona de la ciudad, de arquitectura estandarte de un pueblo resistente, el islandés. Se trata de una visión hermosa, pero naif: ¿qué diría de nosotros como sociedad el Metropol Parasol sevillano, presente entre los finalistas?



Más preguntas. ¿Existe esa cosa convergente e idílica denominada "arquitectura europea"? El galardón subraya, en todo caso, cierta querencia en su historia por los auditorios (o museos) como arquitectura premiable, caso de los previamente laureados Kursaal, de Rafael Moneo, y la Ópera nacional de Oslo, de Snøhetta. Y es comprensible: tienen el tentador tamaño de lo significativo. La duda, razonable, es si la arquitectura puede permitirse aún proyectar una visión tan alejada de lo cotidiano. ¿Pretende el Mies tender esos puentes? Ni idea ¿Debe hacerlo? Sin duda. ¿Es posible? Puede que no.



Nave de Música de Matadero Madrid

En cuanto a Langarita-Navarro, ya se ha reseñado en estas páginas su ascenso innegable. El enunciado del premio es confuso, pues divide la atención entre obra y autor. El autor es tan indiscutible como puede serlo todo aquel que reciba un reconocimiento de este tipo. En esto los Mies sí han cumplido, señalando a una oficina titular, pese a su juventud, de una trayectoria coherente. En cuanto a la obra, tampoco caben dudas. Resulta gratificante el enunciado de dos palabras aparentemente prohibidas en estos pagos: efímero (como el carácter de la intervención) e interior (para reivindicar un terreno frecuentemente abandonado), presa la arquitectura de la obsesión exteriorista (véase el mismo Harpa).



¿Mantienen estas convocatorias un espíritu de excelencia capaz de permear más allá del mundo propio de los arquitectos? Estos Mies parecen haberse contagiado de los tiempos. La crisis islandesa (en el caso del auditorio) y la catástrofe de Fukushima (causa de la urgente realización de la Red Bull Academy en Madrid, tras desechar su prevista localización nipona) han acabado teniendo su refrendo en el acta a través de los proyectos ganadores, como si se hubiese decidido premiar la resistencia sobre la arquitectura y unir con un hilo invisible, pero áspero, los temores globales en una edición de tránsito.