jeffwalls

jeffwalls

Arte

Deseos insatisfechos

¿Qué podemos exigirle al arte de hoy? José Lebrero Stals, director del Museo Picasso de Málaga, reflexiona sobre las "cambiantes éticas del arte" a partir de su visita a la exposición de Jeff Wall

10 septiembre, 2019 06:20

Este verano se ha visto en Nueva York una esperada e inteligente exposición que invita a pensar una vez más en las difíciles relaciones entre arte y compromiso social, ese cóctel algo pasado de moda que, aunque a nadie le sabe igual, sigue gustando. Exponía el prestigioso fotógrafo conceptual canadiense Jeff Wall (Vancouver, 1946) sus habituales grandes formatos en uno de los centros de poder mundial del arte contemporáneo de hoy. La gran caja blanca de la calle 21 de la poderosa galería multinacional Gagosian –18 espacios en tres continentes– acogía por primera vez la obra de un creador cuyo trabajo ha ido evolucionando progresivamente hacia la introspección y el deseo de mostrar recreaciones psicologistas con unas imágenes que, en su caso, siempre han sido el resultado de complejas construcciones a la vez mentales y formales.

Ha llamado la atención en el ámbito profesional que después de haber estado vendiendo su obra durante más de un cuarto de siglo en otro tipo de galería más dura, menos “sexy”, la de la muy influyente, sofisticada y respetada rival Marian Goodman, nuestro artista ofrece ahora sus especulaciones sobre la geografía de los deseos insatisfechos en este entorno comercial creado por el que sea quizás el más poderoso vendedor de arte del mundo. Más allá de la traición o la oportunidad, los artistas tiene derecho a buscar protección para la integridad de su obra. Un deseo, el de salvaguardar lo esencial de su trabajo en la vorágine de la actualidad que, sin embargo, cada vez parece más difícil de asegurar. Porque poco a poco son más las dificultades que tenemos como espectadores del arte contemporáneo de encontrar en la experiencia del mismo la Ilustración –el Aufklärung –, o sea, la verdad. Los significados, los condicionantes añadidos de los contextos de todo tipo, aumentan mermando esta potencialidad que históricamente ha tenido el arte moderno del siglo XX. El arte radical, la expresividad comprometida críticamente con su tiempo, ha ido perdiendo fuerza de resistencia ante una mirada, la del espectador, que se confunde en la maraña de circunstancias que posibilitan poder enfrentarse aquí y ahora a la obra con la frescura de otros tiempos, desorientada en el proceloso laberinto de las verdades excluyentes. Los artistas como Wall han dejado de ser máxima prioridad en los museos, las colecciones, las galerías que imponen los criterios dominantes para indicar quiénes y con qué tipo de formas satisfacen artísticamente nuestra pulsión, nuestro deseo de seguir otorgando al arte valor de expresión de un compromiso ético. Sí, también hay modas cambiantes en las éticas del arte.

El arte radical, la expresividad comprometida críticamente con su tiempo, ha ido perdiendo fuerza de resistencia ante la mirada del espectador


La ansiosa relación entre producción artística y compromiso social está, cómo no, afectada por las leyes de la economía del dinero pero también del deseo. En el sistema del arte que se creó a lo largo del siglo XX y que hemos heredado en el tercer milenio nunca se ha dejado de sentir la necesidad, y por ello la esperanza, de que algunas formulaciones artísticas pudieran llegar a tener la fuerza de cambiar el modo colectivo de mirar el mundo. Se deseaba de ellos, los creadores, que elaboraran el fármaco estético capaz de curar nuestros males sociales aunque como lo recordaba en 2003 en una de sus “frases de oro” la artista española Dora García, “el arte es para todos pero sólo una élite lo sabe”. Revolución pues, pero mucho menos.

Jeff Wall: 'Summer Afternoons', 2013

Como cuenta el historiador británico Geoffrey Hosking en Una muy breve historia de Rusia, a principios del siglo XX los desafíos de los artistas rusos a las formas y géneros tradicionales fueron extremadamente radicales debido probablemente a que el reto de la urbanización e industrialización que se planteaba a la sociedad era extremadamente brusco y desafiante. Así por ejemplo, el pintor revolucionario Kazimir Malévich concibe en 1915 su Cuadrado negro, una pintura religiosa en la que el lugar donde debería estar la representación del icono se había convertido en una mancha negra, vaciado pues de figura para ganar en potencialidad: “he conquistado el firmamento …! Navego fuera. El libre abismo blanco…”, exclamaría exaltado ante sus dípticos que confrontaban el vacío al lleno. Fue entonces cuando se depositó culturalmente la esperanza en la abstracción como remedio visual que ayudaría a liberarnos de la creencia en los dioses invisibles. Viendo cómo varias generaciones de artistas firmaban su compromiso con aquellas fórmulas, representaciones que apuntaban a procesos de empobrecimiento, a quitar cosas, se fortalecía el deseo común de que, a pesar de tantos horrores, guerras y desgracias de todo tipo, el compromiso conduciría a un mundo mejor. Acabado este capítulo y llegados a un grado cero, cristaliza alrededor de los años sesenta del siglo pasado una nueva modalidad de compromiso por el cual se pide al arte ahora ejecutar un severo ejercicio forense de todo tipo de imagen y representación. Con ello se estimula, otra vez, el deseo de poseer la obra de arte para conseguir evitar que la perversidad de la imagen hecha producto nos posea a nosotros como sociedad. Y aquí llegamos a los sólidos cuarenta años de estudio y trabajo de Jeff Wall y su última exposición neoyorquina.

Diríamos que en este conjunto de dípticos y trípticos cinemáticos hemos visto más al narrador que centra la atención en los juegos de nuestros deseos como individuos que al relator de nuestras fantasías colectivas como ciudadanos deseosos de justicia social. ¿Qué esta pasando? Desde importantes atalayas hegemónicas del mundo del arte se está fijando la atención y el discurso de los museos tomando en cuenta a otros enclaves creativos. Las adquisiciones, las presentaciones de las colecciones, las justificaciones curatoriales están mutando forzadas por la avalancha de una poderosa migración cultural, política o económica. Grada Kilomba (Lisboa, 1968), creadora germano-portuguesa que ahonda en las problemáticas de la memoria, el trauma, la raza, el género o la descolonización, lo plantea con cuestiones de hondo calado como: “¿quién puede hablar?” ¿de qué podemos hablar? ¿qué sucede cuando hablamos? La antropología, la sociología, la restitución de los derechos históricamente no atendidos, la reformulación de las identidades o, en definitiva, la revolución que hace estallar convencionales relaciones de amo y esclavo marcan y marcarán los rumbos del compromiso.

Aún así, inevitable el avance caótico del tiempo del “homo deus”, nos quedan estas tardes veraniegas de cachaza. De su parsimoniosa lentitud aflora una emergencia profunda que yo creo remite también a ese deseo de exigirle al arte no solo un compromiso para cambiar lo de todos sino talento para curarnos de nuestros problemas personales de soledad, vaciamiento o añoranza. Así pasa con la ficción rebosante de agria y profunda poesía que Wall ofrece en el díptico que acompaña estas palabras, Summer Afternoons (2013). Los caminos del señor de las imágenes que sigue siendo este culto fotógrafo canadiense conducen de la doble imagen de desnudos espejados posando en gran formato fotográfico a la adaptación de la novela francesa La mujer y el pelele que lleva a las pantallas en 1977 Luis Buñuel titulando a su película Ese oscuro objeto del deseo. Un hombre, el espectador, nosotros, quiere acostarse con una mujer y no lo logra. Ella, la obra de arte, lo que le ofrece es su resistencia al compromiso. El director aragonés buscaba expresar una sensualidad profunda, devoradora. Tan terrible, y por lo tanto tan humana, como el voraz deseo de poseer intelectualmente la obra para hacernos con su indomable alteridad. Las representaciones de los afectos que no somos capaces de dominar –como esta construcción fotográfica que Wall propone– son claros exponentes de una estética de la trasgresión para la que el compromiso reside en aceptar el fracaso.