La Venus del espejo, 1647-1651, cedida por la National Gallery de Londres

El Grand Palais de París, junto al Museo del Louvre, inaugura el próximo miércoles una de las mayores exposiciones de Velázquez. Reúne 53 obras del pintor y otras tantas de sus coetáneos gracias a préstamos de museos como la National Gallery, el Metropolitan y el Museo del Prado, que ha cedido 20 obras, 8 de Velá

París vuelve a poner de actualidad a Diego Velázquez (1599-1660). El Grand Palais, junto al Museo del Louvre, ha organizado una exposición que reúne 53 de sus pinturas, más de la mitad de su producción contando que en total pintó 90 cuadros. Los vemos acompañados de otras 60 obras de sus coetáneos, de Francisco Pacheco a Maíno pasando por Martínez del Mazo, en una muestra firmada por Guillaume Kientz, el conservador de pintura española del Siglo de Oro del Louvre y una de las miradas más jóvenes del museo. Con 35 años, propone una revisión actualizada de la influencia de Velázquez a partir de los últimos estudios sobre el pintor sevillano. Pero, ¿a dónde nos lleva esa investigación? ¿Cómo plantear una lectura de Velázquez en clave contemporánea?



No podemos dar un paso adelante sin mirar atrás. La aparición en el contexto internacional de la figura de Velázquez como uno de los mejores pintores del Barroco se produjo muy tarde, ya que tenemos que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX. Libros como el de Karl Justi, Velázquez y su siglo (1888), o el de Aureliano de Beruete, Velázquez(1898), descubrieron a los europeos la figura del artista. Si el primero lo situó en su contexto histórico y cultural, desde el ambiente sevillano de su niñez y juventud a principios del siglo XVII, el trabajo de Beruete aquilató un primer catálogo del autor, que en el también importante trabajo de Curtis (1883) se había visto exageradamente ampliado. Estos estudios, como hijos de su tiempo, acuñaron esa imagen de un "Velázquez, pintor realista", que ha llegado casi hasta nuestros días.



Esta exposición es polémica por presentar algunas pinturas cuya autoría está sometida a debate

Fue entonces cuando el considerado "precursor de los impresionistas", Diego Velázquez, sustituyó como máximo paradigma pictórico en el gusto del momento al "idealista" Rafael en uno de los mayores virajes estéticos de la historia del gusto sucedidos en los últimos siglos. Un buen ejemplo de lo que decimos es la consideración de la pintura de Velázquez en su mayor templo de culto, como es el Museo del Prado. A pesar de la altísima estima que el artista siempre tuvo en los muros del edificio desde su apertura como museo en 1819, no fue hasta 1899, coincidiendo con el tercer centenario del nacimiento del sevillano, cuando el Prado, remodelado, se convirtió en la actual "Sala Velázquez".



Desde sus primeras obras conocidas, Velázquez se situó en el ámbito de la pintura naturalista que florecía en muchos lugares de Europa desde finales del siglo XVI, y si en los primeros años Velázquez interpretó la realidad desde el naturalismo, a partir de esta fecha hizo intervenir en el análisis a otros componentes imprescindibles en la pintura del XVII de muy diferente calibre.



La fragua de Vulcano, de 1630, una de las 20 obras prestadas por el Museo del Prado al Grand Palais

Nos referimos, sobre todo, a su interpretación del paradigma clásico en cuyos márgenes Velázquez siempre se desenvolvió con gran inteligencia, libertad y soltura, y al tour de force que supone la presentación de la imagen de una (falsa) cotidianidad como alegoría y jeroglífico del propio quehacer pictórico en obras como Las Meninas o La fábula de Palas y Aracne (Las hilanderas).



El catálogo de la obra de Velázquez, un tema siempre abierto a la discusión, llegó a su madurez en los estudios de José López Rey (1963, 1979). Pero ya en 1966 el famoso prólogo de Michel de Foucault a su libro Las palabras y las cosas, analizando filosóficamente Las Meninas como "representación de la representación", comenzó a llevar cierta parte de los trabajos sobre Velázquez a la especulación teórica acerca de los conceptos de "realidad", "realismo", "teatro", "apariencia" o "representación" en los inicios del pensamiento moderno de la primera mitad del siglo XVII. Ya en 1960, cuando José Antonio Maravall publica su Velázquez y los inicios de la modernidad, se había comenzado a "pensar" filosóficamente al artista, en la estela de los magníficos esbozos y fragmentos de José Ortega y Gasset de 1939.



Desde 1925 se sabía, debido a los estudios de Rodríguez Marín y Sánchez Cantón, que Velázquez era un pintor culto, poseedor de una muy significativa biblioteca. Por eso De Tolnay pudo interpretar dos obras como Las Meninas y Las Hilanderas en 1949, como cultas alegorías en defensa del carácter intelectual de la pintura. Así, partiendo de estos estudios y de los de su maestro López-Rey, el americano Jonathan Brown emprendió su larga y renovadora serie de estudios sobre Velázquez, interpretándole como un culto artista de la corte de Felipe IV, intérprete genial de la misma no sólo desde puntos de vista históricos y políticos, sino también de los del gusto artístico de uno de los grandes amantes de la pintura del Barroco como era el rey España. El libro Velázquez, pintor y cortesano (1986) de Brown marca un hito, comparable al de Justi, de unos cien años antes, en los estudios velazqueños.



Ya está superada la imagen de Velázquez como precursor del impresionismo
La estabilización del catálogo de la obra velazqueña, sin embargo, continúa siendo objeto de intensas discusiones, y aun esta exposición en el Grand Palais no dejará de ser polémica al respecto, al presentar como obras del maestro pinturas sometidas a debate. Ni siquiera los pujantes estudios de tipo técnico a los que se ha sometido la obra de Velázquez, con aportaciones muy importantes de Carmen Garrido, McKim Smith y el propio Brown, tranquilizan el panorama, lo que no deja de ser estimulante.



La mulata, de 1617-1618, una de las obras que llegan de The Art Institute de Chicago

Un nuevo velázquez

Aunque lo más interesante en torno a Velázquez no debemos buscarlo en las polémicas sobre la autoría o atribuciones, muchas veces viciadas por el mercado del arte, sino en las nuevas maneras de interpretar al pintor. Su figura se nos presenta hoy de muy diversa manera, una vez superada, desde hace tiempo, la visión de Velázquez como testigo y casi notario de la realidad, o la imagen del artista como precursor del impresionismo, es decir, la idea de él que nos legó uno de sus grandes descubridores como fue el pintor decimonónico Edouard Manet, su figura se nos presenta hoy de muy diversa manera.



Sabemos que Velázquez no copiaba, sino que más bien "interpretaba" la realidad. Lo hacía, además, utilizando los medios formales de la propia pintura y no una transposición literal de lo que veía como si fuera una cámara fotográfica, y que había aprendido en sus dos grandes maestros, Tiziano del siglo XVI y Rubens, su contemporáneo, a los que rinde homenaje en sus dos obras Las Meninas y Las Hilanderas. Velázquez no fue sólo retratista, aunque en este género alcanzó en muchas ocasiones la perfección. Desde su juventud, el artista se enfrentó al que la época consideraba el máximo género de la pintura, es decir, el narrativo, el que cuenta historias del pasado, como La fábula de Palas y Aracné (Las hilanderas), o del presente, como La Rendición de Breda. Y lo hizo recurriendo a todos los medios que le proporcionaba la cultura visual de su tiempo: desde las pinturas de "cocina" que practicó en su juventud, como La vieja friendo huevos, a las reflexiones sobre la escultura clásica de La Fragua de Vulcano y La túnica de José, y a ese "clasicismo" realista y tan poco veneciano a pesar de las apariencias de La Venus del espejo, cedida ahora por la National Gallery para esta exposición. A este respecto una exposición como Fábulas de Velázquez, que hace pocos años comisarió en el museo del Prado Javier Portús, el mejor estudioso de las nuevas maneras de ver a Velázquez, resultó ejemplar.



Desde nuestro punto de vista, la situación es clara. Sin que neguemos la importancia de aquilatar el catálogo del sevillano (¡ojo! no de agrandar a tontas y a locas y, a veces, interesadamente), la figura señera de Velázquez debe ser un estímulo para seguir comprendiendo cada vez mejor cómo se formó y se inició la cultura visual de la modernidad, el ojo de su tiempo, el ojo de nuestro tiempo.

Manchas distantes

Por Jonathan Brown



Velázquez se fue abriendo paso por los vericuetos de la vida de la corte con la meta de reinventarse a sí mismo como un artista que era, además, un caballero. Desde sus modestos comienzos en Sevilla había logrado ascender a la buena sociedad, tener un excelente cargo en la corte y vivir como los miembros de las clases altas. Dadas sus ambiciones sociales y económicas, es comprensible que llegara fríamente a la conclusión de que le convenía más dedicar su tiempo a la persona del rey que a pintar el retrato de su majestad. Se entiende así que pintara mucho menos a partir de 1640. Para algunos miembros de la nobleza, el arte de la pintura era una forma de trabajo manual que a Velázquez ya no le podía dar mucho más en términos de riqueza y gloria y, en aquellas circunstancias, podía ser un obstáculo para alcanzar sus objetivos.



El Velázquez que podríamos llamar privado es, en efecto, muy privado. Al no contar con textos suyos de tipo personal, desconocemos casi al completo los aspectos de su carácter o la forma en que se relacionó con sus familiares y amigos. Fuera de los límites de la corte, Velázquez se mezcló con escritores, poetas y dramaturgos, reproduciendo las actividades del grupo de intelectuales que había promovido Pacheco en Sevilla. Las interacciones con ese círculo de amistades en Madrid las ha sacado a la luz Javier Portús en una serie de trabajos publicados a lo largo de los últimos 20 años. El más defensor del arte de Velázquez y del arte de la pintura en general es tal vez Francisco Quevedo. En sus silvas, probablemente escritas en 1629 pero no publicadas hasta 1670, se revela como un pionero en la valoración de la innovadora técnica de Velázquez: "Y por ti el gran Velázquez ha podido/ diestro, quanto ingenioso/ Ansí animar lo hermoso/ Ansí dar a lo mórbido sentido/ Con las manchas distantes,/ Que son verdad en él, no semejantes,/ Si los afectos pinta:/Y, de la tabla leve/ Huye bulto la tinta, desmentido/ De la mano el releive".