Robert-de-Montesquiou

Robert-de-Montesquiou

Arte

Robert de Montesquiou, el arte de aparentar

16 enero, 2000 01:00

En el Musée d´Orsay de París, hasta el 23 de enero del 2000, se exhibe una curiosa exposición, Robert de Montesquiou on l'art de paraître, que pivota sobre un personaje que emblematizó por entero el pasado fin de siglo y que pasó de la gloria y la sofisticación al borde del ridículo (por sus excesos modernistas) y después al más absoluto olvido: Robert de Montesquiou-Fezensac, perteneciente a una muy linajuda familia francesa, y conde él mismo, que había nacido en París en 1855 y murió en Menton en 1921.

Rico, extravagante y absolutamente enamorado de la Belleza (para él con mayúscula, por supuesto) Montesquiou era ya un personaje más que famoso, un diletante exquisito del gran mundo, antes de haber publicado ningún libro. Alto, delgado, de estilizado perfil de mosquetero adamado, Robert se hacía amigo de escritores y pintores y los llevaba a ese mundo aristocrático que era el suyo, y que por entonces, incluso en la republicana Francia, daba sus últimos verdaderos resplandores, permitiendo el esnobismo. Barbey d´Aurevilly y Judith Gautier fueron los primeros en la larga serie de amigos poetas.

Montesquiou, en efecto, hacía lo que ellos no se atrevían o no podían hacer: vivir el arte. Comportarse como un genuino esteta. Sus casas decoradas con gusto refinadísimo, barroco e insólito, sus fiestas de disfraces y sus maneras personales, con homosexualidad y droga incluidas, despertaban un interés curioso y apasionado. Era la imagen misma del Fin de Siglo. Se vestía de japonés, tenía distintas habitaciones para distintos estados de ánimo (incluida una que era un trineo en la estepa rusa), fumaba opio e hizo poner un caparazón de piedras preciosas sobre una tortuga, como objeto estético móvil. Las anécdotas que nutrirían la vida y lo operetesco y gestual de este caballero, que comenzó siendo un dandi esbelto y joven, fueron infinitas y probablemente no todas auténticas. J.K. Huysmans (aunque solo lo conoció de oídas) se inspiró en Montesquiou y en su casa de Passy para crear el personaje Des Esseintes en su celebérrima novela A Rebours de 1884. En Londres se hizo amigo de Henry James y del pintor Whistler que lo retrató, según muchos críticos poniendo en el lienzo todo el dandismo al que el propio James Whistler aspiraba. Solo enumerando a los pintores que retrataron a Montesquiou nos daríamos cuenta de lo atrayente de su fama: Whistler, Paul Helleu, Giovanni Boldini, Jacques-Emile Blanche, Philippe de Laszlo, Antonio de la Gándara...

El conde era la estética. Y se decidió a publicar. Su primer libro de poemas, Les Chauves-souris (Los murciélagos) es de 1892. Justo un año antes de que Madeleine Lemaire se lo presentara a un joven admirador, Marcel Proust. Autor luego de críticas de arte y semblanzas recogidas en volúmenes, sus títulos poéticos se harían más suntuosos: Perlas rojas (1895) Las hortensias azules (1896) -hay que recordar que las hortensias habituales son rosas- o Le Chef des odeurs suaves, El Patrón de los suaves aromas, terminando por Les Paons (Los Pavos reales) de 1901. Por supuesto la poesía de Robert de Montesquiou tiene todos los excesos del art noveau, pero no le faltan virtudes antologables. Proust alabó -en un artículo de 1905, El profesor de Belleza- sus minuciosos escritos de crítica de arte, y el propio Verlaine lo celebró antes como poeta; pero el personaje se tragó al autor. Si sus íntimos de la mundanidad sofisticada le llamaban familiarmente Quiou-quiou, sus enemigos (y los que envidiaban su opulencia) lo llamaron Grotesquiou, entre otras gracias.

Pareja de un argentino, Gabriel d´Yturri (con el que vivió hasta la muerte de éste, en 1905) no parece que la homosexualidad de Montesquiou fuera promiscua y maldita, sino más bien esteticista y con una vaga tendencia a la castidad, pero su leyenda -verídica en otras cosas- le hizo también el protagonista de la más célebre novela de Jean Lorrain, Monsieur de Phocas (1901), antes de que Proust -a quien le unió una larga relación de respeto y enfados- lo hiciera uno de los modelos de su Charlus en A la Recherche du temps perdu. ¿Fue solo Montesquiou algo así como una Sarah Bernhardt de la poesía y la literatura? ¿Solo un histrión en busca de lo sublime, el soberano de las cosas transitorias, como le escribió en una foto a Proust? Un librito recién salido en Francia, Professeur de Beauté (Editions La Bibliothèque) reúne textos que cimentan y aclaran su relación con Marcel, para sugerir que no. Montesquiou habría sido un poeta digno, un notable crítico de arte -Altezas serenísimas, de 1907, es uno de los varios libros en que reunió tales escritos- y un prosista nada desdeñable, porque a su erudición no le faltaron ideas. Sí, Montesquiou fue probablemente más que un decorado, como ya dijera su primer gran rescatador, Philippe Jullian, en su hermosa biografía: Robert de Montesquiou, un Prince 1900 (1965). Más que un decorado sí. Pero también alguien -más insólito todavía- que no solo hizo poemas, sino que fue poema. Al fin, igual de difícil. La exquisitez hasta el delirio.