“Humillada, maltratada y esquilmada se siente Toledo–escribe Lorenzo Silva sobre la primavera de 1520-, una ciudad que acoge apenas treinta mil almas entre sus murallas, pero es capaz de irradiar desde ella un furor que va a incendiar Castilla”. Medio siglo después aquella llama aún prende, aunque en otros fuegos, en un día soleado. También en una novela histórica. Bajo el reivindicativo título de Castellano (Destino), el autor de La flaqueza del bolchevique o la serie de Bevilacqua y Chamorro nos reúne alrededor de la Plaza Zocodover de Toledo para presentar su último libro sobre la revuelta de los comuneros, de la que acaban de cumplir quinientos años. Aquí, nos cuenta, se dio su primer baño de multitudes el obispo Acuña cuando trató de hacerse con la ciudad, pero fue una mujer, María Pacheco, la que se ganó el favor de los ciudadanos.

Como el paseo junto a su autor, Castellano es una novela histórica pero también un viaje personal y colectivo, un viaje en el tiempo y en el espacio. “He querido marcar la diferencia con una novela histórica convencional, que al final te confina a ese momento –explica–. Con la apuesta estructural que le doy puedo ir y venir en el tiempo. Ir a los orígenes de Castilla y venirme al siglo XXI para ver que queda de los comuneros o bajar al siglo XIX para ver cómo lo leyeron los liberales. Esa estructura más libre me permite buscar esos ecos que tiene esta novela antes y después”.

Los buenos reyes de Castilla

El monasterio de San Juan de los Reyes es el punto de partida de esta historia que Lorenzo Silva sitúa, en parte, en la primavera de 1520. “Llevo diez años detrás de ella y diez años da tiempo para pensar en el cómo abordarla literariamente –comparte–. Cuanto más leía me daba cuenta de que muchas de las piezas de la historia interesantes para mí no eran conocidas. Ni si quiera se sabe bien quiénes eran Padilla, Bravo y Maldonado, que eran tres personajes completamente diferentes”.

Quería, continúa, una historia lo más sintética posible, que llegara al mayor número de personas pero de manera integral, apuntando hacia las claves de este movimiento. “Decidí empezar aquí, en la primavera de 1520, porque aquí estaba documentado que predicaba un franciscano contra el emperador. Este era el lugar que tenía que haber sido la tumba de los Reyes Católicos y, en cierto modo, este es el templo que recuerda a los buenos reyes de Castilla. La revolución de las comunidades es en parte una revolución contra un mal rey de Castilla recordando a los buenos. Así que me pareció que era un buen lugar simbólico para situar su arranque”.

La implicación de Garcilaso y Pedro Laso de la Vega

Sin turistas, Toledo se siente distinta. Más mágica. Es, como su novela, una máquina en el tiempo. Entre sus calles pasea el escritor como si fueran los decorados de la Historia hasta llegar a la iglesia de San Román, la parroquia a la que pertenecía Juan de Padilla. “Las parroquias no solamente eran templos –esgrime, eran asambleas. Eran los lugares donde se reunían las gentes de los barrios y donde se tomaban las decisiones políticas durante toda la revolución”.

Al otro lado, la estatua de Garcilaso de la Vega le sirve al escritor para recordar la dura represión de Carlos V con los participantes en la revuelta comunera una vez que su lucha había fracasado. Hijo de un noble toledano, también su hermano, Pedro Laso de la Vega se vio implicado en la revuelta hasta que desertó y traicionó a las comunidades, posicionándose del lado del monarca. “Cosa que por cierto él no le agradece de ninguna manera, los virreyes le prometen clemencia y el rey dice que no, que le corten la cabeza. El mensaje que recibieron los castellanos era que el emperador estaba más dispuesto a degollar que a gratificar o perdonar”.

La dura represión de Carlos V

Tampoco tuvo clemencia con el poeta. A pesar de que combatió desde el principio junto al rey, Carlos V lo desterró y lo castigó tras acudir a la boda de su sobrina. La represión, señala el escritor, no tuvo misericordia. “No solo se decapitó en el acto a los tres capitanes, no solo se ejecutó a prácticamente todos los procuradores sino que del perdón que se dio, hubo a 300 personas que se les perdonó la vida, pero se les confiscaron todos los bienes. Es decir, que la represión no fue una masacre, las condenas a muerte al final fueron veintitantas pero hubo 300 personas a las que poco menos que se les condenó a muerte civil. Igual que a las ciudades rebeldes que se les impusieron impuestos muy gravosos y tan duros que las dejó arruinadas. Hay quien dice que el emperador fue clemente pero masacró a bastantes y sobre todo dejó bien claro que la idea de los comuneros era algo a extirpar”.

Lorenzo Silva en Toledo junto a la estatua de Juan de Padilla. Foto: Carlos Ruiz

Con la revolución aplastada, sí hubo quién le pidió clemencia al rey, y le advirtió de que no se podía gobernar solo con el terror. “El que tiene el poder experimenta la gran tentación de imponerse y además valerse, si no de ese temor que debió inspirar el monarca, sí de ese encogimiento, ese apocamiento que uno siente frente al poder. Quien se siente en posesión del poder, ve empequeñecerse a los demás y a veces eso le genera una ilusión óptica que le permite creer que puede hacer lo que quiera, pasar por encima de la voluntad de quienes son más humildes. La lección es que eso es muy peligroso. Carlos V salió bien pero estuvo a punto de perder su reino”, recuerda Silva.

El carácter libertador del movimiento comunero

Continuamos por las estrechas calles de Toledo, hasta llegar a la Plaza de Padilla, uno de los lugares centrales de esta historia. Aquí estaban la casa del general y su mujer María Pacheco. Derribadas hasta los cimientos, según cuentan los cronistas de la época, araron con sal el solar para que no volviera a crecer hierba.

En medio de la plaza, la estatua de Padilla data de 2015. “Eso quiere decir que Juan de Padilla estuvo 494 años sin tener ninguna memoria en la ciudad que le dio la vida”, remarca Silva que en este particular recorrido vuelve a darle vida a una estatua. La del militar, al menos, en la que sostiene unos grilletes abiertos y un documento, le sirve de nuevo para interpretar el carácter libertador de los comuneros. “Era un movimiento libertador de la opresión señorial del emperador y de la gran nobleza. Era la libertad frente a unos impuestos abusivos que recaudaba el monarca para financiar su afrenta personal, algo que era recibido por los castellanos como una negación de sus libertades”, reflexiona.

El documento, continúa, puede interpretarse también como que es una revolución que invoca a las libertades y lo hace a través del derecho. “Aquello que dice Cicerón de que para ser libre hay que ser esclavo de las leyes”. Y la de los comuneros es una revuelta que “invoca permanentemente las leyes de Castilla, las leyes del reino, la tradición de las cortes castellanas, que entronca además con las cortes de León, que son las cortes más antiguas de Europa".

Primera revolución moderna

La revuelta de Castilla contra el abuso de poder de Carlos V es, de hecho, considerada por muchos como la primera revolución moderna. “Lo sostiene José Antonio Maravall antes que yo, y antes también lo viene a decir Manuel Azaña. Hay una pequeña capa de la nobleza urbana dirigiendo el movimiento pero también hay burgueses, funcionarios, artesanos, gente de la clases populares. Por otra parte en las revueltas medievales impera el alzamiento medieval, local. En la revolución castellana se revuelve todo el reino. Todas las ciudades se juntan en una asamblea con la pretensión de representar reinar y establecer leyes que regulen todo el conjunto del reino. Eso no pasa en ninguno de los movimientos coetáneos de Europa”, defiende Lorenzo Silva.

Otro dato importante sobre los comuneros, aporta el escritor, es que para ellos el interés del reino está por encima del interés personal del monarca. “Estamos hablando de 1521. Faltan años para la revolución francesa. Y estamos hablando de algo que es la piedra sobre la que se edifica la Constitución de Cádiz”. Así que, concluye, “perdieron la guerra, perdieron la revolución y perdieron la historia, pero no se ha apagado del todo. Algo quedó”.

La huída de María Pacheco

Junto al propio Padilla, la otra gran protagonista fue sin duda María Pacheco. La noble también vivió en esta plaza donde además asentó su cuartel general. “Hay un momento en que le piden que entreguen las armas y esa es la señal que interpreta María Pacheco para colocar un cañón en su casa”, cuenta como curiosidad Silva.

“Es una idea que está en la revolución. Puedes tener fundamentos ideológicos, teológicos o juristas, pero al final necesitas la fuerza militar. Y por eso Padilla se convierte en el gran personaje. Un personaje, por cierto, que acabó siendo casi idolatrado. Cuentan los cronistas que cuando llegó la noticia de su muerte a Toledo la gente lloraba por las calles”.

De imagen físicamente débil pero con un fuerte carácter capaz de gobernar a los toledanos, Silva confiesa que Pacheco despertó su interés desde el principio. No en vano, su personaje ha generado mucha literatura. “Tal vez por ser una mujer y una mujer que gobierna con bastante personalidad una ciudad en el siglo XVI”. A pesar de que algunas visiones románticas la definen como una mujer muy visceral, capaz de manipular a su marido y muy intransigente, cuenta el escritor que él ha intentado dar una documentada y coherente con su formación. “Ella después de la derrota de Villalar comprende que la revolución está perdida pero ve también la dureza con la que se está reprimiendo al vencido y trata de negociar una rendición que no sea tan humillante, para que la responsabilidad se limite a unos pocos”.

En febrero de 1522, una noche María Pacheco escapa junto a una sirvienta por la actual cuesta de Santa Leocardia hasta llegar a la Puerta del Cambron. Desde allí abandona Toledo y escapa a Portugal donde muere diez años después.

La identidad castellana

Castellano es una historia también sobre la identidad y en particular del propio escritor. “Castellano nací y castellano he de morirme -reivindica Lorenzo Silva entre las páginas de su novela-, conforme y contento de serlo y sin necesidad de restregárselo a nadie, porque es el de Castilla un pueblo que supo morder el polvo, en la más total e irreversible de las derrotas, al tiempo que ganaba el alma de cuantos viven y sueñan en la lengua que le regaló al mundo”.

Sobrios, austeros, cabales, rígidos e intransigentes, son algunos de los adjetivos que suenan al definirles. “Eso no pasa de ser una construcción tradicional y literaria”, señala Silva que en su novela se distancia de este prototipo y trata de transmitir una identidad distinta. “La Castilla tradicional se ha deshecho. A partir de perder la revolución nada volvió a ser igual. No volvió a contar. La identidad si nos la planteamos como una herencia o un legado cultural de valores y procuramos heredar los valores y vigilar las taras, pues está bastante bien. Pero si se convierte en un garrote me parece una realidad terrorífica”, advierte.

Lamenta además el escritor que hoy “parece haber cierto complejo y no orgullo” y que la identidad de Castilla “se ha quedado un poco como la identidad residual española” después de haber sido objeto del empobrecimiento y despoblamiento en los últimos 500 años. “He intentado reducir mi legado, mi herencia castellana, a dos cosas que creo que además son universales: en el epílogo se reivindica Castilla como la creadora del castellano, del idioma, del español, de la lengua en la que está escrito el libro. Y por otro lado ese mensaje de la revolución de las comunidades de aversión al vasallaje por una dominación injusta”, concluye.

Regreso al presente

La historia está ahí, en las calles y en nuestro pasado, pero también en el presente. “Algo en lo que he pensado mucho escribiendo esta novela es en las lecturas contemporáneas que tiene esta revuelta. Capas de una sociedad descontenta con el poder que siente cómo este no les permite desarrollar su potencial y al final se acaba revolviendo contra él. Esto nos suena a muchas cosas que tenemos y hemos visto en la última década. Y a lo mejor nos suena también con las cosas que hemos visto en la última semana. Cuando se produce esta confrontación de visiones entre el poder y población, se pueden provocar movimientos sísmicos”, analiza.

Ya en el presente más inmediato, transportados por un momento lejos de las calles de Toledo, Lorenzo Silva hace una reflexión sobre los últimos acontecimientos políticos del país. “Hemos cerrado un círculo en lo que es la política contemporánea española que también fue representativa y precursora. El 15 M fue precursor. Ahí surgió un cambio de la política española que en cierto modo ha encontrado una imagen simbólica de colapso el pasado 4 de mayo, porque Ciudadanos ha desaparecido y el líder de la fuerza política que lideraba aquel otro movimiento ha dimitido. Y podemos ver tanto en aquel movimiento del 15 M como en este que Madrid es el catalizador. Todos los madrileños han ido a votar para construir eso”.

La libertad hoy

“Yo pensaba en estos días que Madrid fue ciudad comunera. Y en cierto modo el 15 M es a través de Madrid una explosión de capas de la sociedad española descontentas frente al sistema –continúa–. Ese movimiento desde la población provoca un viraje en la política española y curiosamente este nuevo viraje también se imprime en Madrid ahora y también se hace contra el poder. Yo no voy a entrar a decir si esa rebelión contra el poder, ni la de entonces ni la de ahora, es más o menos justa. Sí puedo decir que no he votado por Isabel Díaz Ayuso y no lo haría nunca. Pero el pueblo de Madrid sí lo ha hecho, contra una forma de ser gobernado que no le ha gustado. Hay un cierto voto de castigo al poder que provoca un movimiento sísmico”.

¿Se estará desfigurando el concepto de la palabra libertad?, le preguntan entonces al escritor. "El problema de la palabra libertad es que es demasiada amplia. En cierto sentido los comuneros hablaban de la libertad frente a un tributo que era abusivo. Yo creo que la libertad de la que hablaban no coinciden exactamente con las de esta campaña entre otras cosas porque han pasado muchas años desde entonces", tercia.

@mailouti