Eloy Tizón. Foto: Almudena Sánchez

Lo primero que sorprende de Tizón (Madrid, 1964) es su alegría. Lejos de la imagen del autor sufriente que destila dolor en cada línea, celebra haber sido "muy feliz" con Herido leve (Páginas de espuma). "Igual queda mal decirlo, pero así ha sido. Quizá porque ya contaba con una base amplia de textos, sobre los que he podido darme el gusto de profundizar, extenderme, introducir mejoras. Gracias a eso me he librado de la angustia de la creación". Además, lo que más le cuesta "es el momento de arrancar de la nada" y aquí se ha encontrado directamente en la segunda fase, la de la corrección, "la más placentera".

Seis años después de su último libro de relatos, Técnicas de iluminación, confiesa que para él "todo es creación", que todo "forma parte del mismo universo". Por eso, "Herido leve es un ensayo lleno de páginas en las que he puesto el mismo vértigo que en mis cuentos y novelas. Los géneros no importan. En el fondo, es literatura que habla de literatura".

Indultos necesarios

Pregunta. ¿Qué criterio ha elegido para salvar del olvido unos textos escritos hace 30 años, y no otros?

Respuesta. Un criterio de calidad. He indultado aquellos que para mí se sostienen y en los que todavía me reconozco; y he descartado otros que respondían a intereses más circunstanciales y no resistían la criba del tiempo. He hecho un doble trabajo: por un lado, reescribiendo los textos hasta considerarlos satisfactorios; por otro, encajándolos en una estructura coherente que evitase la aglomeración informe. Esta segunda parte ha sido laboriosa. Me ha llevado tiempo y hacer muchas pruebas, desplazando las piezas de un lugar a otro, hasta que han ido encajando en el lugar adecuado.

P. Si, como usted mismo escribe, cambiar el orden de las palabras cambia el orden del mundo, ¿qué supuso reescribir algunos ensayos de Herido leve?

R. Ha sido un viaje en el tiempo. Me ha permitido sondear al que era y comprobar en qué he cambiado y en qué me he mantenido casi idéntico. Pero no solo yo, a título individual. También ha sido instructivo revisar la memoria social, y repasar las oscilaciones del gusto colectivo, que ha pasado de idolatrar a determinados escritores a olvidarlos en cuestión de pocos años. Esa es toda una lección de humildad. ¿Cuántos autores consagrados hoy sobrevivirán mañana? Es una incógnita perturbadora. Al revisar mis lecturas, me he encontrado con obras maestras, poco o nada valoradas hoy, que merecerían mejor suerte. Si mi libro sirve para que algún lector inquieto se acerque a las páginas magistrales de El puerto de Toledo de Anna Maria Ortese o a La casa Pushkin de Andrei Bítov, mi trabajo estará más que recompensado.

"Este libro es una lección de humildad. ¿Cuántos autores consagrados hoy sobrevivirán mañana? Es perturbador"

P. Herido leve arranca con el recuerdo del lector juvenil que fue. ¿Qué puede enseñarle el escritor que es hoy a aquél?

R. Más que enseñarle nada, preferiría sentarme a su lado, escucharle y aprender de él. De aquel muchacho vicioso con un entusiasmo loco hacia la palabra escrita, su saqueo a las librerías en busca de tesoros, las borracheras solitarias de letra impresa a las que se entregaba a lo largo de tardes enteras. Aquello, con sus ingenuidades y todo, me parece que es la semilla a partir de la cual se va formando un árbol de lecturas, de ramificaciones de autores, de referencias, que uno empieza a relacionar entre sí, porque la cultura ante todo es eso: la capacidad de crear vínculos.

Otro reto narrativo

P. ¿Qué artículos del joven Tizón nos recomienda?

R. Mantengo mi predilección por aquellos en los que, además de ocuparme de los libros, también atiendo la vida de sus autores y su relación con otros escritores. La parte biográfica me ha atraído siempre: Flaubert, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, Yukio Mishima, Schwob... Sintetizar la vida entera de un escritor en unas pinceladas, hacerlo con amenidad y gracia, sin caer en cotilleos sino interesando al lector, no deja de ser otro reto narrativo. No está tan alejado de escribir ficción.

P. ¿Qué cirugía ha aplicado a los textos que lo necesitaban?

R. No me he impuesto ningún límite ni me he autocensurado. He modificado todo lo que me parecía mejorable. Me he propuesto complacer al escritor y lector que soy ahora, sin mirar atrás. Casi nunca he cambiado de opinión con respecto a lo que sostenía hace un par de décadas, pero sí he aprovechado para introducir dos aspectos fundamentales. Por un lado, añadir precisión a los textos (pues la literatura, si es algo, es precisión); por otro, matizar algunas afirmaciones que, leídas al cabo del tiempo, pueden resultar demasiado drásticas. Ganar en precisión y ganar en matices: esa ha sido mi divisa.

P. Recuerda que a Zúñiga, también a los 16 años, se le apareció la literatura rusa. En su caso ¿qué fue antes, Cortázar o Gabo, el cuento o la novela?

R. Pues los dos fueron simultáneos. Leí a ambos durante el mismo verano inolvidable, con dieciséis años, en la sierra madrileña, uno detrás del otro, con pocas semanas de diferencia, y la conmoción fue instantánea y duradera. Esos momentos de deslumbramiento son cruciales. Me daba igual que fuese cuento o novela o poesía. Casi te diría que no importa tanto la calidad del libro del que se trate, sino la experiencia que nos provoca. El libro puede ser casual; la experiencia, definitiva.

"Cuando uno se acerca a la escritura ya está en el borde del precipicio: aproximarse al folio en blanco es hacerlo al miedo"

P. Si la literatura es una cadena de entusiasmos: ¿quiénes son sus imprescindibles?

R. Uf, qué difícil elegir. A estas alturas me resultaría peliagudo renunciar al trato cotidiano con Djuna Barnes, Cheever, Walser, Tsvietáieva, César Vallejo, Beckett, Juarroz… Y muchos otros. La impresión, inevitable, es que son ellos quienes te leen y te conocen mejor de lo que te conoces a ti mismo.

Las narradoras últimas

P. En el libro se echan de menos más autoras españolas contemporáneas: ¿es una ausencia deliberada? ¿No le hubiese gustado añadir un puñado de narradoras de nuestros días?

R. Claro que me habría gustado; y no, no es una ausencia deliberada. Pero ten en cuenta que muchos de estos artículos nacen de encargos. Justo ahora acabo de escribir una reseña sobre La isla de los conejos de Elvira Navarro, que me parece una escritora magnífica. Si no aparece incluida en mi libro, ha sido por una mera cuestión de tiempo: llegó tarde. No solo no recelo de las narradoras últimas, sino que las leo, las admiro, las presento e incluso las edito en Relee. En el apartado sobre el postcuento menciono a bastantes de ellas. Es cierto que muchas, por su calidad, merecen un espacio mayor; lo admito.

P. ¿Qué le hace sentirse un escritor al borde del precipicio, tipo Lispector?

R. Ah, la gran Lispector. Me alegra mucho que ella sí esté en mi libro. Es una escritora única, viral. Un ejemplo de perseverancia a la hora de cómo mirar con extrañeza el mundo, y mantenerse firme en esa posición incómoda. Lo que nos plantea Lispector es si no será el borde del precipicio el lugar natural del escritor, nuestro hogar (o anti-hogar), en el que debemos acostumbrarnos a estar, en mala postura, sin quejarnos. Ella lo hizo. Cuando uno se acerca a la escritura, ya está en el borde del precipicio: aproximarse al folio o a la pantalla en blanco implica aproximarse al miedo. Esa blancura me impone.

P. Escribe que toda biblioteca es un trabajo de amor: ¿qué dice de usted la suya, de qué títulos no prescindiría jamás?

R. Mi biblioteca no es demasiado extensa, abarca unos tres mil volúmenes, sobre todo de narrativa, ensayo y poesía. Aunque no creo ser demasiado fetichista, dejando aparte a los clásicos intocables de infancia y madurez -Verne, Proust-, no me desprendería de los libros dedicados por amigos, por razones obvias de cariño, ni de dos pequeñas joyas: Contrapunto firmado por Don DeLillo, con quien tuve ocasión de hablar brevemente durante su estancia en Madrid; y Octubre, noviembre, diciembre, firmado por Ana Blandiana (otra de mis autoras de cabecera), gracias a la generosidad de una buena amiga, que me lo regaló. Igual, pensándolo mejor, un poco fetichista sí soy.

"A un cuento le pido que me descoloque, sin trucos de feria. Que me haga dudar. Que me emocione. Que se parezca a la música"

P. ¿De qué autor con falso prestigio reniega?

R. Aunque queda feo dar nombres, no acabo de comprender la repercusión de Karl Ove Knausgård, empeñado en contarnos su vida, minucia tras minucia, con una meticulosidad que quizá sea digna de mejor causa.

P. Si los libros eligen a sus lectores, ¿cómo son los lectores de Eloy Tizón?

R. Mis lectores son lo mejor que tengo. Los quiero mucho. No son una muchedumbre, pero sí un círculo de fieles que aguarda pacientemente hasta que me decido a publicar. Me los imagino un poco como yo mismo, enfermos de literatura, soñadores, cinéfilos, con parecidos intereses y una sensibilidad afín.

El cuento secreto

P. ¿Qué debe tener un cuento para interesarle?

R. A un cuento le pido que me descoloque, sin emplear trucos fáciles de barraca de feria. Que juegue limpio conmigo. Que no me cuente lo que ya sé. Que me haga dudar sobre si lo que leo es un cuento o alguna otra criatura distinta para la que aún no dispongo de categoría zoológica. Que no reafirme mis etiquetas y convicciones sobre qué es la literatura, sino que las ponga en entredicho o directamente las dinamite. Que me haga dudar. Que me emocione. Que me provoque risa o incomodidad. Que no me de la razón. Que se parezca a la música. La música me gusta porque me lleva la contraria.

P. ¿Cuál es el último gran libro que ha leído y que nos recomendaría?

R. Gracias a mi amiga Inma Luna, recientemente he descubierto a un autor desconocido y que merece la pena reivindicar: César Martín Ortiz. Es un escritor casi secreto, murió pronto, a los 52 años, sin haber publicado apenas nada por voluntad propia. Toda su obra, que está rescatando ahora Baile del Sol, es inédita. El libro Cien centavos reúne una selección amplia de su obra breve. Hay cuentos, como "Mayo disperso", "La novela", "Se te había olvidado" u "Otro pueblo" que me habría gustado escribir.

@nmazancot