El Cultural

Maestros del sexo (II)

23 enero, 2014 15:12

Decíamos en la entrega anterior que el debate en torno al sexo en la teleficción es viejo. Hay que remontarse al menos a 2007, cuando se emitió el piloto de Californication, serie creada por Tom Kapinos. Su arranque es memorable. El escritor Hank (David Duchovny) sueña que entra en una iglesia y una monja le hace una felación (fuera de campo) bajo la mirada del Cristo crucificado. Un crítico del diario australiano Herald Sun, preocupado por los supuestos límites que la telefición había cruzado en el tratamiento del sexo, escribió que esa escena era pornografía. “¿Hasta dónde vamos a llegar?”, se preguntaba en el título. Hordas de cristianos indignados exigieron el boicot  y medio centenar de anunciantes retiraron sus spots del canal. La serie de Showtime sin embargo ha continuado hasta hoy, que acaba de anunciar su final con el desenlace de la séptima temporada. El sexo casual y el desenfreno de la libido ha sido el leitmotiv más visible de la serie, pero en verdad Californication asumió desde el inicio el camuflaje de la provocación consciente, y altamente diseñada, para acabar entregando una convencional búsqueda romántica.

 

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La necesidad de provocar, de hacer pasar por transgresor aquello que realmente no lo es, de que la superficie de la imagen no coincida con el fondo de lo que se nos narra, es probablemente el método más habitual que encuentran la mayoría de la series para canalizar sus dosis de sexo. Especialmente en la cadena Showtime, para la que el sexo es esencialmente nihilista: una obligación de mercado (la verdadera religión) sin convicción filosófica. Otro de sus pilotos que jugaba al impacto inicial y al maquillaje de la subversión fue el de House of Lies, serie creada por Matthew Carnahan en 2012 y cuya tercera temporada acaba de arrancar con la intención de tomarle el relevo, precisamente, a Californication. Su protagonista, intepretado por Don Cheadle, es un consultor de gran éxito dispuesto a emplear cualquier treta para obtener la información que precisa de sus clientes. El sexo es el arma principal. La asociación entre estatus social, triunfo profesional y dominación sexual es casi tan obscena como retrógrada.

 

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Frente al sexo higiénico y extasiado de estas series, abrillantado y pulido para que la presunta subversión sea fácilmente consumible, se postula la serie de Lena Dunham, Girls. El entramado narrativo del sexo es una de las grandes conquistas (también estéticas) de esta versión cruda y neurótica de Sexo en Nueva York. En el lado opuesto de los cánones de belleza que se estilan, la ególatra sin remedio que es Dunham exhibe su prietas carnes con realismo grotesco y desacomplejado, más determinado a incomodar que a excitar. La serie producida por Judd Apatow hace cuestión de que el compartamiento sexual de los personajes se imponga como prescriptor psicológico de sus acciones. Los resultados son magníficos, incluso novedosos en el formato televisivo. Van aquí dos muestras que nos hablan no solo de la obsesión de Dunham con el doggy style, sino de cómo el sexo, y su forma de entenderlo (y de hablar sobre él mientras se practica), define realmente a los personajes en la serie.

 

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El primer vídeo pertenece al piloto, mientras que el segundo es un fragmento del episodio 9 de la segunda temporada, que ha terminado con tres magníficos capítulos. Ambas piezas nos muestran cómo la obsesión compulsiva del personaje Adam Driver (Adam Sackler) en lo referente a su apetito sexual se ha mantenido constante, y que la actitud de dominación que busca con sus parejas en la cama es finalmente la que ha pautado sus imposibles relaciones románticas a lo largo de las dos temporadas.

Si somos nuestros cuerpos, parece decirnos Girls, el sexo es en verdad el último conocimiento posible. De hecho, en la mayor parte de las series (The Americans, House of Cards, Homeland, Scandal…), los juegos sexuales ya no llevan por objetivo canalizar los placeres del personaje/espectador, sino como estrategia para obtener beneficios personales. ¿Era esta motivación de la que hablaba el New York Times para negarle la esencia al sexo de las series? Un ejemplo claro es Boss, donde Gus Van Sant (productor y director del piloto) consideró imprescindible filmar el orgasmo para que el vicio y el adulterio quedaran asociados a la corrupción política. En esta escena, modélicamente planificada y ejecutada, vemos al joven candidato a la alcaldía de Chicago Ben Zajac (Jeff Hephner) despedirse momentáneamente de su familia para acto seguido liberar su tensión sexual con la morbosa Kitty (Kathleen Robertson), analista política que trabaja para el alcalde, y reunirse después con su mujer e hijos como si no hubiera pasado nada. El morbo está servido, pero sobre todo la ética y la banalidad del sexo.

 

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