“Los finales son lo más duro”, ha dicho Vince Gilligan. Sobre todo en un medio, en una forma de arte (y de negocio) que fundamenta su razón de ser en lo contrario, en su pervivencia semana tras semana, en su capacidad de generar adicción y gratificar al adicto. Todos los finales son duros. Lo fue el de Los Soprano, el de Lost, el de The Wire. Lo ha sido también el de Breaking Bad. Una serie, en cierta medida, sobre varios tipos de adicción. Unas horas antes de ver el capítulo final recogí algunas impresiones generales sobre la penúltima de las grandes teleficciones americanas en recorrer su ciclo completo. Y unas horas después de verlo, qué remedio, había que seguir escribiendo...

[SPOILER ALERT]

Antes del 5.16

Pues ya hemos llegado hasta aquí, hasta el 5.15., el penúltimo capítulo de Breaking Bad. Como es habitual, los guionistas han cocinado esta última temporada (a falta de ver el episodio final) con la inteligencia, inventiva y talento con que Heisenberg ha concinado la droga azul (muchas veces a su pesar) a lo largo de seis años. Nada queda deshilachado, ningún giro narrativo parece caprichoso, aunque en la rocambolesca historia de Walter White haya tantos giros determinados por el azar. Repasando los post que he ido escribiendo sobre la serie en los tres últimos años, a medida que avanzaba, compruebo que en el primero de ellos (Arrodillémonos frente a Breaking Bad. Octubre, 2010, escrito al término de la tercera temporada) ya destacaba esa determinante intervención del azar en constante pugna con el cálculo y la conveniencia –el deux ex machina de la segunda temporada quizá hubiera sido imperdonable en otra serie–, que “permite que todas las piezas encajen sin estruendo”. Resaltaba por entonces otros dos conceptos básicos en Breaking Bad: las fronteras de una serie fronteriza –que fuerza los “límites éticos, límites legales, límites narrativos, límites conyugales y los límites en torno al concepto de lo verosímil”– y las contradicciones de las que se alimenta, empezando por el modus vivendi de Walter White, extensible a un drama que se mueve en un círculo íntimo (una familia) pero alcanza proporciones tan épicas como míticas.

Y claro, a estas alturas, no hay ninguna novedad que pueda decirse de una teleficción –para muchos, la mejor de todos los tiempos– a la que han dedicado ensayos y voluminosos estudios, aquí y sobre todo en el extranjero, cuando ni siquiera había terminado. Tal era la confianza en su trascendencia. Recomiendo el volumen editado por Errata Naturae –Breaking Bad. 530 gramos (de papel) para serieadictos no rehabilitados, coordinado por Sergio Cobo y Víctor Hernández-Santaolalla–, en el que desfilan todo tipo de teorías que entroncan la serie de Vince Gilligan con ámbitos tan diversos como la sociología, la literatura, la filosofía, la política, el periodismo, etc. Y recomiendo también dos volúmenes editados en EEUU, aún sin traducción, que estudian su relevancia en el conjunto de la teleficción norteamericana de principios de siglo, fundando su trascendencia en la atracción que como síntoma de nuestros tiempos ha generado la figura del monstruo, es decir, el héroe villanizado o viceversa: The Revolution Was Televised. The Cops, Crooks, Slingers and Slayers Who Changed TV Drama Forever (Simon & Schuster), de Alan Sepinwall, y Difficult Men. Behind the Scenes of a Creative Revolution: From The Sopranos and The Wire to Mad Men and Breaking Bad (Penguin), de Brett Martin.

Ese aspecto Jekyll and Hyde de Walter ‘Heisenberg’ White (un proceso de transformación que Gilligan describe como “Mr. Chips convirtiéndose en Scarface”) ocupaba en cierto modo el centro de atención de otros dos posts que dediqué a la serie. En el segundo –El secreto de Breaking Bad. Octubre, 2011– traté de descifrar el enigma de un plano de la cuarta temporada que se postulaba como radiografía de los mecanismos de la serie y, sobre todo, de la dinámica mental bajo la que opera el protagonista, tan fría y cruenta generalmente, capaz siempre de encontrar una salida por muy difíciles que se pongan las cosas, midiendo las consecuencias y asumiéndolas moralmente. En el tercer post –El verdadero héroe. Septiembre, 2012–, aventuraba en cierto modo la idea (o el deseo) de que los papeles se trastocaran en la última temporada, en la que nos daríamos cuenta de que la historia del héroe clásico estaba contenida en Hank y no en Walt, y que ese sería el periplo dramático con el que finalmente la serie se alinearía moralmente. Previsión que, como casi siempre, erré. No hay asesinato más cruel y estúpido como el que acaba con la vida de Hank. Le concedieron una hermosa despedida pero también una insufrible espera de una semana en la mitad de un tiroteo. Breaking Bad nunca había llegado tan lejos antes en el empleo del cliffhanger –incluido el parón de varios meses tras la escena del revelamiento en el baño–, y a mí, la verdad, me molestó. Me pareció juego sucio.

Y es que entre las justificadas devociones y entusiasmos, también ha dejado huella alguna que otra decepción, como que hemos perdido el lado cómico de Jesse Pinkman durante prácticamente tres temporadas, a medida que la serie se tornaba más y más oscura, más y más arraigada a la química destructiva del poder, más cerca del personaje más repulsivo. La serie ha ido perdiendo parte de lo que la hacía tan especial y exclusiva, tan inimitable, para ir pareciéndose cada vez más a un drama visto con anterioridad y para forzar determinados giros en la trama con soluciones algo rebuscadas (nunca entendí muy bien lo del veneno), pero que de algún modo nos convencían. En cierto modo, la serie no ha podido esquivar un punto de moralina, pero nunca ha quedado del todo claro (a falta de un capítulo) si Gilligan ha empujado a su personaje hacia el Mal para presentárnoslo como un héroe que actúa sin escrúpulos por los motivos adecuados o como un villano tan consumido por el ego que no merece nuestra piedad ni, por tanto, la suya.

Así, entre cortes de respiración y maquinaciones más o menos verosímiles ya hemos llegado hasta aquí, hasta el 5.15., el penúltimo capítulo de Breaking Bad. El progreso hacia un desenlace concluyente ha acentuado su ritmo, progresivamente más rápido en la última temporada, donde Gilligan ya parece trabajar desde la conciencia de que tiene entre manos algo mucho más grande de lo que imaginaba o incluso ambicionaba. El descenso a los infiernos de Walter White ha tomado la caída libre en los últimos ocho episodios, y en el mismo momento en que Heisenberg llegaba a lo más alto, rebotaba sin remisión hacia lo más profundo de su miseria. ¿Será trágico su final, habrá redención (como sugiere el 5.15), abandonaremos la vida de Walt como si fuera el señor White (ese profesor de inteligencia extraordinaria encerrado en una vida gris) o el criminal Heisenberg? ¿Buscarán la despedida lacrimógena, el elogio a la heroicidad o la absoluta falta de compasión?

Ya estamos aquí. A unas horas de ver el 5.16. De asomarnos una vez más al desierto, nuestro desierto.

Después del 5.16.

“Lo hice por mí. Me gustaba. Era bueno haciéndolo. Y estaba vivo”.

Lo compro. Quien habla es Walter White y también es Heisenberg. Le habla a Skyler con honestidad por primera vez en mucho tiempo. Al menos con toda la honestidad que le queda en ese punto sin retorno al que ha llegado. Y nosotros con él. He aquí quizá la más relevante de las múltiples formas de redención que le aguarda a Walt en el prodigioso y ambivalente último capítulo. Esa honestidad nos traslada al vértigo de sentirse vivo que experimentó en las primeras temporadas, antes de que todo se enredara en la oscuridad más irreversible. Nos recuerda que la serie es a su modo un tratado sobre el ego, sobre el orgullo y la dignidad, sobre la imperiosa necesidad de sentir que no ha derrochado su talento, que su vida ha servido de algo. Por eso el catalizador del matrimonio Schwartz es un giro de guión cargado de genio. Lo que siempre ha estado en juego es su reputación, su legado.

Pero, como en cada pliegue emocional de Breaking Bad, hay un doble fondo, una doble intención. ¿No es en realidad esta escena de confesión una variante más humanizada de la llamada de teléfono del capítulo 5.14, en la que Walt expone una enfurecida pero muy calculada retahíla de medias verdades para manipular a los que le persiguen y exculpar a Skyler? Cada mentira y cada muerte acaba ahí, en la imagen que dejará de sí mismo. “Lo hice por mí”. Esta ambivalencia en el personaje es la que determina la ambivalencia del plano final (ha muerto como un héroe redimido, pero también engañando al mundo sobre un legado de cristal que, esta vez, no ha cocinado él), de la serie y quizá del propio creador. La escena con Skyler es crucial por su eficacia para contentar a los dos tipos de fan de Breaking Bad, el que quiere escuchar por fin una confesión redentora, humilde y creíble de Walt (porque reconoce que es un monstruo) y el que quiere ver de nuevo al maquiavélico Heisenberg diciéndole a Skyler lo que ella necesita oír para lograr una vez más su objetivo: el imposible camino a la redención.?

La cronista de The New Yorker Emily Nussbaum habló en un post sobre el fenómeno de los ‘bad fan’ de Breaking Bad (aunque los ha habido en muchas otras series), aquellos que malinterpretan, seguramente por exceso de admiración y/o afecto, al personaje y por tanto la serie. Comenta con astucia que el personaje de Todd sería un prototipo de ‘bad fan’ de Walter White, y por lo tanto un comentario desde dentro del propio Vince Gilligan a este fenómeno. El ‘good fan’ vendría a ser por tanto el que se ha reconocido en la naturaleza oscura del personaje y, en lugar de alinearse con él, lo ha rechazado. Considero que precisamente lo que deja claro el 'ambivalente' desenlace de la serie –y al mismo tiempo tan satisfactorio y tan concluyente–, es que no tiene sentido marcar una distinción entre malos y buenos fans, que todos los adictos a Breaking Bad son ‘bad fans’ y ‘good fans’ al mismo tiempo, que por eso un drama tan sencillo ha entregado tanta complejidad, y que por eso nos ha fascinado.

La serie no ha cesado de resolver con virtuosismo las dos preguntas básicas de toda narración: ¿hacia dónde se encamina el personaje? y ¿qué pasá después? El arranque del último episodio, Walt en el interior de un coche helado como metáfora visual del hombre encerrado en una jaula de cristal azul, ilustra modélicamente estas premisas. Desde un piloto que diagnostica una enfermedad terminal, Braking Bad ha lidiado en todo momento con la noción narrativa de describir un proceso: cómo enriquecerse rápidamente, cómo cocinar cristal, cómo venderlo y distribuirlo, cómo llevar una doble vida, cómo se forma un monstruo. La firma de estilo de la serie, que al menos se empleaba una vez por episodio, era ese ojo de pez colocado en cualquier lugar improbable –una probeta, un retrete, una bolsa o un maletero–, fijando nuestra mirada en la poética de los detalles, en los engranajes de un mecanismo o de un plan superior. Pero el proceso global, el que parecía estar fuera de campo pero siempre estaba ahí, era la metástasis, el proceso de destrucción del cáncer. El personaje se encaminaba a su muerte, lo sabíamos desde el piloto, y la cuestión que nos plantea el final es si ha merecido la pena engañar a la enfermedad para morir con una bala en el hígado.

[En una serie de 62 capítulos propulsados por la química, en cuyo corazón habita la tabla periódica, no ha pasado desaparecibido –así lo destacaban varios tweets– que el elemento 62 de esa tabla sea el 'samario', medicamento que se emplea para matar las celulosas canceroses]

Al término del periplo de Walt, la pregunta no varía: ¿cuál es su legado? ¿Y cuál es el legado de Breaking Bad? El tiempo lo irá revelando.