Dos películas realizadas hace dos años llegan hoy a salas españolas. Dos películas de sendos cineastas franceses. Uno, legendario, Phillipe Garrel. El otro, una debutante más que prometedora, Valerie Massadian. Sus títulos, Un verano ardiente y Nana. Las dos películas están atravesadas por esa clase de misterio y de energía creativa que elevan el arte del cine a cotas inalcanzables para la mayoría de los cineastas. No es solo una cuestión de talento, sino de coraje, de atreverse a proponer tono, modulaciones y ritmos infrecuentes en el cine de consumo mayoritario, que nos invitan a mirar el cine con ojos despiertos y expectantes, con una mirada renovada y libre de prejuicios.





Escena de Un verano ardiente de Phillipe Garrel



1. Lamentablemente, Phillipe Garrel aún sigue necesitando presentación en España. Debutó en los años sesenta, ha realizado una treintena de películas, es poseedor de un universo propio perfectamente reconocible y probablemente sea el más digno heredero de las conquistas creativas de la Nouvelle Vague, un artista de la estirpe de Jean Eustache o Maurice Pialat. Pero Un verano ardiente es la primera de sus películas que se estrena comercialmente en nuestro país. Otras, las últimas de su filmografía, las ha editado en DVD Intermedio: El nacimiento del amor (1993), El corazón fantasma (1995), El viento de la noche (1999), Salvaje inocencia (2001), Los amantes regulares (2004)… ¿Por qué se estrena? Porque una de sus protagonistas es Monica Belluci. En el que sea probablemente el mejor papel de su vida.



En Garrel, resulta imposible separar su cine de su vida, casi hasta el punto de que sus películas podrían conformar un diario íntimo. En ellas ha rememorado cómo vivió los acontecimiento de mayo del 68 o los fantasmas de su destructiva relación con Nico, y hay una serie de temas a las que vuelve una y otra vez de forma obsesiva: el amor, el suicidio, la ruptura, la política, el cine... Un verano ardiente se inspira en la relación de Garrel con un viejo amigo, el pintor Frédéric Pardo (ahijado de Jean-Paul Sartre y retratista oficial de François Miterrand), y la actriz americana Tina Aumont (co-protagonista de Partner., de Bertolucci), mediante el recuerdo de un verano que pasaron juntos en Italia.



De algún modo, cualquier filme de Garrel está tocado por la belleza. El amor y el arte, y la erosión que el tiempo ejerce sobre ambos, se retroalimentan en sus fotogramas, teñidos de una poderosa melancolía. Filma a sus personajes navegando por los días como naúfragos que buscan un trozo de madera al que agarrarse en el corazón de la tempestad. Su forma de retratar las emociones profundas de las relaciones de pareja -casi todas sus películas son piezas de cámara, dramas de seres siempre en busca de sí mismos a través de amores destructivos- es cruda y directa, y gran parte de la belleza de su cine procede del poder de revelación de los actores, de la capacidad del cineasta para extraer una amplia gama de sentimientos a partir de sus rostros, sus miradas y sus cuerpos. Con tomas largas y nutridos diálogos, en los que los personajes expresan sus pasiones y sus ideas del mundo, y un rigor estético en el que las formas siempre se congracian con los fondos, Garrel hace confluir en su cine los legados de los grandes maestros del cine europeo, al tiempo que se desnuda en la pantalla con la honestidad de alguien que verdaderamente ama el cine, y que haciéndolo, nos invita a que nosotros también lo amemos.





Kelyna Lecomte en Nana de Valerie Massadian



2. La ópera prima de Valerie Massadian, Nana, es una joya, un pequeño milagro no solo por la singularidad de la propuesta, sino porque haya logrado colarse entre los estrenos comerciales de la esclerótica cartelera española. Pertenece a esa clase de películas inescrutables, que adquieren una vida propia más allá de la superficie de la pantalla, capaces de reformular conceptos y creencias en torno a lo que representa un documental o una ficción, pues las fronteras entre un registro y otro quedan por completo diluidas en el modo en que Massadian, una fotógrafa que ha trabajado durante años junto a Nan Goldin, se adentra en el corazón de la campiña francesa para extraer un retrato sobre la infancia, para exhortar a la belleza y la crueldad de un mundo en extinción.



El centro gravitatorio de la película es Nana (encarnada por Kelyna Lecomte), una pequeña y adorable niña de cuatro años que vive en el campo junto a su madre y su abuelo. A mitad de metraje, cuando Nana regresa del colegio, encuentra la casa vacía. El filme nos invita a compartir la soledad de la niña, sus juegos y ocurrencias, su forma de descubrir el mundo, a ser testigos de cómo la pequeña criatura va adquiriendo conciencia de su individualidad. La película en ningún momento siente la necesidad de explicarnos lo que está ocurriendo, de ofrecernos un contexto dramático, de señalar un camino o una historia. Nana opera bajo la obsesión de marcar un tempo de vida y revelar la fugacidad de los instantes. Desde su intención observacional, la cámara persigue la distancia justa desde la que filmar esos pedazos de vida (tranches de vie, al decir de Renoir), rechazando cualquier impuslo de nostalgia o de sentimentalismo.



En verdad, Massadian nos invita a percibir el mundo rural como si habitáramos de nuevo la infancia, desde su fragmentación y su audacia, con la mirada limpia de un ser que se adueña de su propio mundo (acaso como el espectador debe ir apropiándose también de lo que ve) y que aún no distingue entre las nociones quizá no tan antagónicas que conjura el filme: la naturaleza y el artificio, lo animal y lo humano, el esplendor y la decadencia, la vida y la muerte. Al contrario de la inmensa mayoría de las historias que nos cuenta el cine, Massadian cree en la libertad de pensamiento del espectador, permite que, como en la vida misma, las emociones las añadamos nosotros, sin proponer efectos de causalidad o estrategias que impongan una solo lectura a aquello de lo que somos testigos. El filme nunca nos indica qué debemos sentir frente a una escena, como ese momento entre mágico y perturbador en el que Nana descubre en el bosque un conejo muerto, lo arrastra hasta la casa y lo envía a la hoguera.