La quinta temporada de Mad Men, que se estrena el 20 de mayo en el Plus, transcurre durante el año 1968. Y ese año ocurrieron muchas cosas, tanto en Estados Unidos como en Europa y en el continente latinoamericano. Del lado de acá y del lado de allá, como diría Cortázar. El mayo francés fue apenas el escaparte visible de unos movimientos sociales que en Estados Unidos tuvieron su equivalencia en las protestas contra la guerra de Vietnam, la liberación sexual, la celebración de las drogas, las conquistas raciales o la explosión creativa desde distintos ámbitos, especialmente el musical. Se respiraba libertad y se soñaban utopías. Un nuevo mundo se abría paso bajo las estructuras dominantes de opresión social. Una serie tan preocupada por hacer historia precisamente glosando la historia de sus conductas sociales no podía mantenerse al margen de los cambios de paradigma que se produjeron por entonces. Hay una desintegración y una reinvención constantes.



Desde su primer capítulo, Mad Men se propone que estas transformaciones se hagan visibles, que el nuevo contexto se manifieste de algún modo en cada uno de los personajes, que las desapariciones del viejo mundo (como una "voluminosa" Betty Draper, que de momento sólo aparece en el segundo capítulo) sean tan "visibles" como las incorporaciones del nuevo mundo (como Megan Draper, que adquiere un enorme protagonismo). Los movimientos sociales del 68, aunque sea de forma tímida, también traen aire fresco a las oficinas de la agencia de publicidad, que por primera vez contrata a una secretaria negra, aparte de sumar un nuevo copy a su plantilla, un tipo excéntrico llamado Ginsberg en homenaje a la generación beat, aparte de dar un mayor protagonismo a la creatividad femenina.



Las mutaciones siempre han sido constantes en la serie de Matthew Weiner, pero nunca como hasta ahora (he visto los primeros siete episodios, es decir, la mitad de la temporada) se han dejado ver con tanta insistencia. El radical punto de giro del final de la cuarta temporada iba en serio. Da la impresión de que un nuevo estado de ánimo se ha apoderado de los hombres de Manhattan, que la América de Roosevelt se despide definitivamente para dar paso a la América post-Kennedy y pre-Carter. Nunca hemos visto a Don Draper tan relajado (¿feliz?) como ahora. Después de todo lo que ha sufrido en temporadas anteriores, se lo merecía. Pero es otro Don Draper. Nos muestra su lado más romántico, más conciliador, más sosesgado y hasta más despreocupado. Incluso pierde protagonismo a favor de otros personajes.



La inteligencia de los guiones y la calidad de la realización no han perdido un ápice de su sofisticación. Mad Men sigue siendo la serie más astuta y genial de cuantas se emiten. Su minimalismo no hace más que perfeccionarse. Necesitan muy poco para decir mucho. Las escenas están tan brillantemente concebidas como eficazmente ejecutadas. El motor que propulsa las ambiciones de la serie sigue siendo el mismo, ser indeleblemente exquisita y brillante. En esta quinta temporada, las apropiaciones formales de ciertos géneros cinematográficos son más transparentes que nunca, alternando los tributos a Alfred Hitchcock, a Richard Lester, a Douglas Sirk o incluso a producciones de terror de serie B, como la secuencia en que Peggy Olsen se queda sola en la oficina trabajando por la noche.





Algunos de los mejores episodios de la serie nos llegan en esta temporada, como aquel en el que Roger Sterling prueba el LSD por primera vez o el que se centra en la visita de los padres canadienses-francófonos de Megan, cuyo padre es un sosias de Jean-Paul Sartre y su discurso anti-consumista y anti-imperialista. Otro capítulo extraordinario dirige la particular crueldad de la serie hacia Pete Campbell, y la fiesta sopresa que Megan prepara a Don en su 50 cumpleaños, con su aire francés, no tiene desperdicio. La serie podría perpetuarse ad infinitum, porque su leit-motiv principal, lo vemos ahora más claro que nunca, no es solo la historia social de América, ni siquiera la vida y milagros de Don Draper o el retrato de un microcosmos tan peculiar como el negocio publicitario en Estados Unidos, sino algo mucho mayor y más ambicioso. Mad Men logra captar con una melancolía casi aterradora, cercano al angst existencial, el temblor y los estragos del paso del tiempo.