La teleficción norteamericana es un organismo en perpetuo diálogo consigo mismo. Unas series se construyen a partir de lo que han conquistado otras, desarrollan líneas narrativas que se completan entre sí, aunque sea de forma inconsciente y tangencial, y da la sensación de que ciertos contenidos envejecen con más rapidez que antes, suplantados rápidamente por otras aproximaciones más profundas, actualizadas o acertadas. Lo mismo ocurre con determinados personajes, o mas bien arquetipos, que parecen variar de una serie a otra sin solución de continuidad.



Es evidente que se ha forjado todo un sistema en red alrededor de las series de calidad en Estados Unidos. Parece que responsables y guionistas de la industria no permanecen aislados respecto al resto de la producción. Unos a otros van siguiendo sus pasos, y desde esta concepción de su oficio como una actividad que forma parte de un fenómeno de autoría colectiva extraordinario, es interesante comprobar la evolución de ciertas series y las resonancias que podemos establecer entre ellas.







La segunda temporada de Boardwalk Empire coincide en el tiempo con el inicio de Boss. La serie de Martin Scorsese y Terrence Winter transcurre a principios del siglo pasado entre Atlantic City, Chicago y Nueva York (y un capítulo en Belfast), mientras que Boss, creada por Farhad Safinia y con Gus Van Sant de productor ejecutivo, de momento (5 capítulos) sólo transcurre en Chicago.



Si bien ambas exhiben gran calidad cuando gestionan el protagonismo colectivo del engranaje político y social que diseccionan, y la evolución de la mayoría de sus múltiples personajes no decae en interés, ambas tienen un personaje central. En Boardwalk Empire es Nucky Thompson (Steve Buscemi), tesorero de Atlantic City; en Boss es Tom Kane (Kelsey Grammer), alcalde de Chicago. Las resonancias entre ambos son múltiples. Tanto el uno como el otro se han convertido de facto en mitad políticos, mitad gángsters, gestionando el liderazgo de sus ciudades con las manos sucias. Ambos también viven en conflicto con sus familias y arrastran graves problemas personales, si bien en su trabajo son unos líderes natos y unos excelentes oradores. Gestionan su autoridad infundiendo respeto y temor a partes iguales, con un rostro para el público y otro para su privacidad. Son dos políticos muy experimentados, entrando en la fase final de sus carreras, y sobre ambos se cierne la amenaza de las nuevas generaciones de mandatarios que quieren ocupar sus puestos. De hecho ambas series desarrollan esta lucha generacional como una de sus tramas maestras: cómo la erótica del poder se transmite de una generación a la siguiente, y cómo las prácticas mafiosas están en el centro de la política.



La amplitud de temas que aborda Boardwalk Empire es mucho mayor que la de Boss (también lleva mucho más tiempo en emisión), si bien en ambas predomina el deseo de representar y dramatizar con extraordinario realismo y detalle (y esto se lo debemos a The Wire, que abrió la caja de Pandora, pero también a El Ala Oeste de la Casa Blanca, de Aron Sorkin, y a The Shield y a Chicago Code, ambas de Shawn Ryan) los mecanismos políticos que acontecen en las bambalinas de los ayuntamientos, juzgados, sindicatos y demás instituciones y poderes sociales, con la participación de senadores, congresistas, jueces, empresarios, etc.



Coincidiendo prácticamente en la misma semana de emisión (S02-E08 de Boardwalk Empire y S01-E05 de Boss), ambas series mostraban dos escenas muy similares construidas sobre las alianzas, pactos y traiciones políticas que los peces gordos de la ciudad se traen entre manos, "documentando" en un escenario de ficción muy verosímil cómo se reparten el pastel. Prácticamente un siglo separa el contexto histórico de ambas secuencias, pero no deja de llamar la atención lo poco que en esencia ha cambiado el modo en que se gestionan políticamente las ciudades, cómo una escogida elite de grandes fortunas, sabuesos y arribistas determinan las vidas de millones de ciudadanos en función de sus intereses particulares y sus ansias de poder. Los comportamientos corruptos se ejercen prácticamente por inercia, con absoluta naturalidad, mientras que el servicio público siempre queda en un tercer plano.







En todo caso, hay una diferencia sustancial entre ambos periodos históricos que tanto The Wire como ahora Boss han tenido el acierto de introducir en sus respectivas tramas. El papel que juegan los medios de comunicación. Mientras en Boardwalk Empire (años veinte), la prensa brilla por su ausencia, y los gerifaltes de Atlantic City, Chicago y Nueva York organizan sus agendas políticas y judiciales, sus pequeños golpes de estado, en paralelo a sus negocios en el tráfico de alcohol, drogas y armas, ejerciendo un control casi absoluto sobre los cuerpos policiales; en Boss, la mayor parte de los movimientos políticos se organizan en función de la agenda de los medios de comunicación, a los que no pueden dar la espalda y con los que mantienen una delicada relación de toma y daca.



Si la última temporada de The Wire se centraba en las malas artes de un periodista ambicioso del Baltimore Sun, dispuesto a cualquier cosa (falsear los hechos) para obtener el Pulitzer, Boss hace emerger en el centro de la trama la investigación de un honesto y vocacional redactor de The Sentinel que representa su contrario. Ejerciendo su rol de contrapoder, su único objetivo es desenmascarar los trapos sucios de la alcaldía. Es sin duda uno de los alicientes que mantienen vivo el interés por una serie tan sorprendente, que ha asumido plenamente su vocación de servicio al ciudadano no sólo en aras del entretenimiento, sino también como ventana crítica del sistema.



Esta vertiente prácticamente antropológica de la clase política, estrechamente ligada al tradicional empleo por parte del audiovisual norteamericano de la libertad de expresión y su poder de denuncia, está completamente ausente en la televisión española. La única excepción sería la serie Crematorio (Canal +), que importando el modelo HBO se ocupó en cierto modo de representar el crisol de la corrupción política de los últimos años en confabulación con la especulación inmobiliaria.



Esta realidad, por una parte, nos obliga a asimilar modelos externos para poder tener una mínima comprensión de cómo se cuecen las habas en el entorno político y judicial (en un sistema democrático tan peculiar como el norteamericano), y por otro debería hacernos reflexionar sobre cómo la ficción televisiva de nuestro país ha claudicado del todo frente a la voracidad del "entretenimiento sin reflexión", y no tiene nada que ofrecer en términos de función democrática. Si en Estados Unidos ha vencido el lema de David Simon -"Fuck the average reader"-, en España seguimos rindiendo pleitesía al modelo Esteso-Pajares. Y así nos va.