El conflicto entre el talentoso Thomas Heurtel y el inflexible Sarunas Jasikevicius derivó ayer en una decisión miserable que impidió al jugador galo subirse al avión de vuelta tras el partido que los azulgranas perdieron en Estambul frente al Anadolu Efes. Un gesto indigno en tiempos de pandemia, una resolución injustificable, una imprudencia que retrata sin apelación a quienes la tomaron.

El motivo filtrado de la decisión fue el cabreo de los dirigentes barcelonistas al percatarse de que los agentes del jugador -al que el club ha abierto la puerta de salida- no estaban negociando su nuevo contrato con el Fenerbahçe, sino con el Real Madrid. Así que, según la versión del Barça, en la mente de los mandatarios apareció la frustración de saberse engañados. Y, según la de quien esto escribe, se mezcló el desengaño con un ataque de cuernos blancos. Si en lugar de al equipo turco se hubiera ido al Alba Berlín, por poner un ejemplo, la decisión del francés se la hubiera traído al pairo, pero recalar en el equipo madridista es pecado de lesa nación.

Aún así y por muy grave que hubiera sido la afrenta, la humanidad está por encima de cualquier maniobra; que una parte interpretará lícita -pues si no me quieren debo ser libre para elegir mi destino- y la otra castigó más allá de lo legítimo, y está por ver si más allá de su competencia como patrón. Ninguna persona merece un trato de desprecio, ni un castigo moral tan desproporcionado en los tiempos de inseguridad de tránsito entre países y de incertidumbre ante la pandemia. Una canallada que los avergonzará para siempre, salvo que proclamen su contrición.

En el fondo del asunto late el conflicto secular entre el ingenio y la disciplina, entre el jugador al que le incomodan los corsés y el entrenador que no resiste que nadie entre o salga de su plan a voluntad. Que Heurtel es el jugador del Barcelona con más clase y más inconformista con las normas es bien sabido. Que ha aguantado a todo tipo de entrenadores rigurosos -Pesic, incluido- y que los seleccionadores franceses lo han escogido siempre, incluso cuando no seleccionaban a jugadores NBA, también.

Por eso, uno no acaba de entender al entrenador lituano, que pide a los jugadores lo que hacía él cuando era un genio con el balón. En cualquier caso, siempre me ha llamado la atención la escasa determinación y convicción que muestran quienes condicionan la salida de un jugador que desprecian. Una contradicción esencial, una desconfianza íntima –pero expresada- de las capacidades propias, de quienes sienten que lo que no les sirve a ellos les puede derrotar.

El mundo del baloncesto ha reaccionado con presteza ante la actitud mezquina de unas personas ofuscadas que -quiero creer- no representan a una de las entidades más relevantes del deporte. El sindicato español, la ABP, y muchos jugadores de diferentes países han condenado lo acontecido en entrevistas y en las redes sociales. Ojalá nunca más tenga que dedicar mis palabras de esta columna a condenar conductas irrespetuosas que atentan contra la dignidad de las personas. Porque, en las relaciones entre seres humanos, la dignidad es la única frontera que nunca se debe cruzar.