Avisaba ya Franco Battiato desde hacía más de un lustro de que se andaba preparando para la muerte: eso es lo que les sucede a los visionarios, que van amasando las certezas que son de todos mucho antes de que el resto las tengamos -nosotros, como los niños, aún no queremos creer del todo que se haya ido-. Se recluyó el genio en Milo, una diminuta localidad siciliana a los pies del Etna y echó a pensar en su vida larguísima y prolífica, en su vida promiscua artísticamente, bebiendo de esta filosofía y de aquella, de este estímulo y del otro, pendiente siempre de la belleza, haciéndose cada vez más sabio, más lúcido, más fuerte. Más inmortal.

Quería que su paso hacia la muerte estuviese “bien calculado”, como contó en una entrevista para JotDown. ¿Cómo hubiera titulado Battiato su tránsito hacia donde fuese, hacia el otro mar, hacia quién sabe dónde? Lo sabemos gracias a que bautizó un documental sobre la muerte como Atravesando el Bardo -que para los budistas significa “estado intermedio”, “estado de transición”-. Algo así, algo así. Todo el rato estuvo Franco pendiendo levísimamente entre el presente y el futuro, como un milagro asequible. Había elegido la vía mística, dijo, y sabía “lo que sucedía después”.

Como los tibetanos, Battiato creía que “cuando uno muere, la tierra se disuelve en el agua, el agua se disuelve en el fuego, el fuego en el aire, el aire en el espacio y en el espacio llega la consciencia, nuestra consciencia”. La muerte es la tierra que comienza a irse, apuntaba, y ese momento “a menudo va acompañado de la plegaria”. Había picoteado en todas las religiones y al final todas le parecían casi la misma, básicamente amor. Meditaba todos los días desde el año setenta. Le gustaba polemizar con los obispos y cardenales y chincharles hablando de la reencarnación. Decía que en sus conciertos se creaba “un silencio religioso que ya le gustaría al Papa”.

Un dandy moderno

Era una especie de dandy moderno, Battiato, con su cráneo despejado por el tiempo pero aún con la raya al lado -cómo iba a creer un icono como él en ningún tipo de cirugía estética-, con sus enormes gafas de pasta oscura, con su nariz prominente y auténtica, con su gesto afable y sus zapatillas de deporte combinadas con trajes oscuros de terciopelo, camisas blancas y pañuelos gruesos anudados al cuello, como una soga perenne que aprieta algo pero no ahoga. Pensaba que la patria era una chapuza, un invento para tontos: que el mundo, en toda su complejidad, no podía regirse por memeces como las fronteras o los sentimientos nacionales. Que a él no le influía aquella vaina en absoluto. 

Hoy dirían que Franco era un crédulo, quizás un cursi, porque este mundo raudo apenas entiende ya sensibilidades como la suya. Las sensibilidades de lo lento. Era un hombre contra lo superficial, un hombre contra las lógicas crueles de lo numérico, de las imposiciones del público, de los datos, las fechas, las citas, el dinero. El puto dinero que movía la tierra. Con todo, era un optimista y veía siempre “la taza medio llena”, como contó en una charla con El País. “Amo la vida como un valor sagrado. Y vivo más ligado a la naturaleza. Me gustan las flores, los árboles, el cielo. Las nubes. Esas cosas”.

“Circulan aún más despacio los trenes de Tozeur. En iglesias vacías hoy construyen los refugios de las astronaves interplanetarias”, escribió en una de sus coplillas más célebres. “Por un instante remonta mi anhelo de vivir a distinta velocidad”. Él siempre llevó su propio ritmo, consciente de que el cuerpo “es sólo una carcasa”, un “coche que te conduce de un sitio a otro”: “En realidad la vida está en el interior del hombre o de la mujer. Lo hemos olvidado, pero tenemos vidas anteriores a esta en las que hemos sido a veces hombre, otras veces mujer y, otras veces, animales. Cuando se hace algo erróneo, se retrocede”, reflexionaba en voz alta.

Humanista desencantado

Era un tipo un poco desencantado, Battiato, seguramente a su pesar, un poco revenío’ de la Torre de Babel, según sus palabras, en la que se había convertido el mundo: creía que todos hablábamos el mismo idioma pero estábamos condenados a no entendernos, creía que esa era “la gran pena del hombre contemporáneo, su gran castigo moderno”. Prefería vernos danzar "como los cíngaros del desierto". Prefería usar otros lenguajes más profundos y simbólicos, como el de la música, como el de la poesía, como el del hechizo del arte. 

Era un humanista paradójico, diríamos, porque creía en el ser humano pero detestaba el sistema, un sistema que nos lleva a la putrefacción, a la mentira, a la trampa, a la discordia constante. Por eso cantaba tan emblemáticamente: “Estoy buscando un centro de gravedad permanente / que nunca cambie de opinión respecto a las personas”. Estaba buscando una gran verdad, pero, eso sí, sin abandonar jamás la ironía: “Prefiero la ensalada antes que a Beethoven y Sinatra / antes que Vivaldi, prefiero la uva pasa, que me da más calorías”.

Político y filósofo

Battiato vivió su filosofía hasta el final: vegetariano, lector incansable, sorprendente cineasta, tonteando con la música nuevo-romántica, con la música de vanguardia, con la música experimental, con la música ligera, con la música étnica, con la música culta, con el rock progresivo y hasta con la música clásica y la ópera. Nada se le ha resistido jamás. Llegó a ser desde eurovisivo a consejero de Cultura, y de allá de la política salió montando polvareda: le echaron después de una intervención suya en el Parlamento Europeo en la que se refería a la política italiana como “un burdel de putas”, una cosa “inaceptable”.

Le tacharon de machista y se lo cargaron, pero en el fondo era una venganza porque no podían con él. Porque no cedía a ningún chanchullo. Porque no se rindió a la infamia. Se enfrentó a los poderosos, protegió a los débiles, defendió la cultura, la alegría y la paz con su propia vida. Único, genuino, incorruptible. Gracias, Battiato, porque hiciste del planeta un lugar más habitable.