Los diarios ofrecen al escritor una gran ventaja y un terrible inconveniente. Cualquiera tiene una vida sobre la que juntar palabras, pero hacerlo -si no se domina el género- puede alumbrar un fracaso estrepitoso. Francisco Umbral, repreguntado mil y una veces por su único género, el autobiográfico, respondió: “Escribo sobre mí mismo porque soy el hombre que tengo más a mano”.

De ahí que cuando nacen unos diarios que valen la pena convenga mencionarlos. Asistimos, en esos casos, a la epopeya de un autor que ha logrado entretenernos con su existencia dejando a un lado la egolatría, la vanidad y la impostura.

Así se confiesa Eduardo Laporte (Pamplona, 1979) en el último tomo de los suyos: “Se refieren a Itzea como la residencia sentimental de Baroja. Uno de los grandes aciertos fue hacerse con esa casona del alma. Apenas tenía mi idead cuando la compró, en 1912”.

Esa autoestocada encapsula buena parte del sentido de este libro, Tiempo ordinario (Pápeles mínimos, 2021). En la era de la seguridad, en la era en la que nadie apuesta por la literatura como modo de vida, el autor dedica a ella gran parte de su tiempo y los trabajos “ganapanes” son siempre secundarios.

Suele suceder al revés. El escritor es, en realidad, un ingeniero, un oficinista, un periodista, un historiador, un profesor, ¡lo que sea!, que en su tiempo libre se entrega a la literatura. Laporte, a contracorriente como los salmones que cantaba Calamaro, se lanza a la literatura y, cuando se ve amenazado por las facturas, encadena distintos curros. Ese viaje romántico, que ya no existe, palpita a lo largo de estas páginas.

Parafraseando a Bauman, Laporte habla de las “clases líquidas”, tan proliferantes en las grandes ciudades, donde “los taxistas ganan más que los periodistas y los cajeros más que los interioristas”. No lo dice con despecho. Él, periodista de formación, puso su cuerpo al servicio de Uber; y, como hacía Bukowski, se valió más de la experiencia para escribir que para comer.

La virtud de un buen diario -por lo menos la principal- consiste en que la vida contada sea, en el fondo, la vida de todos. Una existencia anodina que, de tanto en cuando, arroja una casualidad novelesca. Veamos:

“Amanecí el primero de enero en Sevilla, junto a una mujer morena de ojos grandes a la que podría haber querido. La busqué días más tarde en Facebook: teníamos un amigo en común, el poeta Nacho Montoto, al que sólo conocía de nombre. Una noticia dice que hoy ha muerto de un infarto agudo de miocardio. No sé qué significa esto. Probablemente nada. Ya no tenemos amigos en común. También tenía 37 años. La cara oscura de la vida. Un día antes de su muerte, Montoto subió un selfi a Instagram en el que decía: ‘Estamos vivos porque nos duele el corazón’”.

Escenas así -incide Laporte- nos obligan a “domesticar la idea de la muerte”. ¿Qué es la vida si no “una noche de fiesta en la que, de pronto, amigos y conocidos comienzan a desaparecer”?

Existen diarios de distinto tipo: sexo, gastronomía, viajes… Para definir Tiempo ordinario, acudimos a esta frase del propio libro que el autor lanza a modo de cábala, y no para bautizar su trabajo: “Muere el último habitante de las islas Cíes. Vivía abrazado a una bandera pirata y acogía de buena gana a quien recalara en su refugio de O Faro. La idea de un nuevo género periodístico, el periodismo poético”.

Conviene, por cierto, no perder de vista Papeles mínimos, la editorial de Imanol Bértolo, que siempre publica con elegancia: el tono del papel, su gramaje, la originalidad de las portadas, el juego con los colores...

A lo largo de estas páginas, no buscamos nada, pero de vez en cuando se asoma el todo con reflexiones como esta: “Empiezo, a mis casi cuarenta, a aprender a nadar de verdad. Logro, por fin, cierta templanza en el crol (…) Fuera del agua empiezo a experimentar algo parecido. Aprender a vivir”.

Portada de "Tiempo ordinario", editado por 'Papeles mínimos'. Cedida por la editorial

La trascendencia

La trascendencia, el miedo al folio en blanco, que también es el miedo a la muerte, está presente de un modo más luminoso que oscuro. Laporte va a misa como un periodista. Como un investigador, más que como un correligionario. Va a misa y lo escribe con naturalidad. Con lo que eso supone en una sociedad en la que celebrar la eucaristía parece participar en una logia.

“La cultura como una invitación sutil a la trascendencia, a Dios, tan clara que ni nos dimos cuenta (…) Vuelvo a misa. Dos veces en la misma semana. Me insufla un nuevo amor por la vida, un camino de ebriedad en la sobriedad”.

En una iglesia, precisamente, se le ocurrió a Laporte el título para este libro, “Tiempo ordinario”, “esa época del calendario que se sitúa fuera de las celebraciones cristianas de más fulgor”: “Valoro cada vez más el tiempo ordinario. Un periodo de felicidad tranquila, mesetaria, en el que aflora el silencio y por tanto la vida”.

No es una fe ciega, sino una fe a ratos dudosa, si se puede conjugar ese oxímoron. Porque Laporte sale de misa, entra en una librería y piensa al ver la sección de religión: “Si existe ese Dios todopoderoso de barbas que nos controla sentado en su mullida nube, ¿cómo permite esa minúscula y humillante representación?”.

En este libro, a ese presunto Dios de barbas, no le ha quedado más remedio que sentarse al lado de la sensualidad y las mujeres. Laporte, se deduce de estas páginas, es un soltero al que no le va mal. Pero en las tardes de “solitude” -su padre era francés-, piensa, utópicamente, en el matrimonio.

Otro amigo escritor, Iñaki Ezquerra, le dice que para escribir una buena novela debe casarse: “Las relaciones cortas dan para relatos cortos”. Acto seguido, se descubre: “Quiero presentarte a mi sobrina”.

Laporte escribe de las mujeres como un modisto, porque su padre lo fue: “Me acuerdo de él, de aquella luz de noviembre de hace justo veinte años. Se dedicó a vestir mujeres, a rodearlas de belleza. No se me ocurre mejor homenaje que vestir mujeres con palabras”.

Concluye así el viaje: “Uno se sienta a escribir para sentirse escritor y en ese acto repetido de intentar saberse escritor hay alguna probabilidad de que, en efecto, se sea escritor, al menos por un rato”.

La escritura, concebida de manera absoluta como Laporte, da miedo, pero él rebate: “Si es tu guerra, no tienes miedo”. Y en la trinchera de su libro triunfa la literatura.

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