La crítica francesa conoce a Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) como "el autor del dolor", pero este escritor de vidas intercambiables -seminarista y Mosso d'Esquadra antes- dice ser un "optimista informado" y se asoma al abismo de todos sus personajes para después regresar a casa cantando bajito, sin demasiada catástrofe. "Todos ellos sufren, pero ninguno se resigna. Saben que quieren vivir, pero no cómo hacerlo". No es Dostoievski, no es Tarantino -aunque bebe de los dos-, no es un novelista policíaco ni un pornógrafo de la violencia: sus obras son un mestizaje de géneros y La víspera de casi todo (Editorial Destino), ganadora del Premio Nadal de este año, no podía ser menos. Aquí un thriller donde explotan retratos psicológicos grotescos y cápsulas de existencialismo. "Todos somos potencialmente psicópatas", sonríe. Y aspira muy pausado uno de sus cigarros vogue.

Su padre ya se lo avisó de crío: "Chaval, vivir es un oficio jodido". Desde entonces va haciendo lo que puede, sorteando su "profundo amor al ser humano"-"aunque sé que esto suena a filósofo de bar"-, sus exilios interiores y su constante pregunta sobre la naturaleza de lo que somos. Del Árbol imprime en su obra una meticulosidad obsesiva por el círculo cerrado, un esfuerzo por la conciencia interna del relato, por hacerlo todo significativo: hay guiños a La montaña mágica de Thomas Mann, al Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán, a Oliveiro Girondo. Hasta a una canción de Serrat. Las señales del libro encuentran sentido en la vida, pero también los personajes están construidos con el hilo fino de sus procedencias, del lugar en el que están y del sitio al que vayan.

Fin del mundo 

Que La víspera de casi todo se desarrolle en Costa da Morte es de un iconismo rayano en la evidencia. Del Árbol aquí es Machado en sus Campos de Castilla: la identificación del ánimo con el paisaje se vuelve un elemento explicativo. Por las nubes bajas y gruesas, por el mar asesino y hermoso a la vez, por esos cormoranes inquietantes y los restos de óxido del faro. "Y por la sensación del fin del mundo; y por el olor; y porque la Costa da Morte no se llama así porque se lo pusiese un poeta del XIX, sino porque hay un terrible índice de muerte aquí", cuenta. Es su "especie de Macondo", lugar para depositar lo que ha dejado su marea mental. "Allí confluyen personajes de Argentina, Portugal, Málaga... esto último es importante, porque la protagonista, Paola, viene de un Mediterráneo más pacificado y busca la bravura de este mar que marca un carácter, que hace una hendidura; un lugar donde la gente no sale de su casa o sólo baja al bar".

En Costa da Morte los protagonistas encuentran un manto de silencio, creen que allí nadie les va a juzgar ni interpelar

¿Cuándo se huye y cuándo se busca? A los personajes de Víctor del Árbol les pasa aquello que a César Vallejo: "Hoy me gusta la vida mucho menos / pero siempre me gusta vivir: ya lo decía". Llevan a cuestas hijos muertos, cargos de conciencia, promiscuidad, drogas, síndromes... uno de ellos abre la boca todos los días, religiosamente, y se coloca dentro el cañón de la pistola. Pero nunca dispara. Porque prefieren vivir aunque la vida ya no sea lo que era. "Todos mis protagonistas necesitan una transfusión de sangre", reflexiona.

"En Costa da Morte encuentran un manto de silencio. Creen que allí nadie les va a juzgar ni interpelar", cuenta Víctor. "Pero al final entienden que escapar es absurdo, igual que lo es cambiar de nombre y de historia. El pasado está cosido al presente y, si uno no es capaz de continuar con la vida a pesar de los traumas, ésta puede convertirse en un constante día de la marmota. Hasta la locura". Y Galicia se vuelve una suerte de retiro para hacerse uno escombros, recogerse y empezar desde el principio. 

El ex policía

El autor ya no se sabe novel: desde 2006 ha publicado seis obras, El peso de los muertos, El abismo de los sueños, La tristeza del samurai, Respirar por la herida, Un millón de gotas y esta última, la mejor premiada. Un millón de gotas también recibió un reconocimiento especial: le valió a Del Árbol el prestigioso Gran Premio de Literatura Policíaca, que hasta entonces sólo habían ganado dos españoles: Manuel Vázquez Montalbán y Pérez Reverte. A pesar de no haber sido un profeta demasiado aclamado en su tierra, el público francés aplaude su trabajo con entusiasmo desde los albores. 

Soy del 68 y en mi casa jamás se habló de política: mi generación es la generación del silencio

Él quiere sacudirse ya la estela esa del funcionariado policial: "Creo que el Nadal es una oportunidad para pasar de ser el policía escritor al escritor que fue policía", sonríe. "Yo mismo he experimentado muchas rupturas vitales... de ahí mi obra, no hay distinciones entre lo que escribo y lo que vivo, como decía Sampedro". No se considera un escritor reivindicativo, pero reconoce que en esta novela ha volcado gran parte de su preocupación por la memoria histórica, aunque sea en forma de símbolos. "Soy del 68 y en mi casa jamás se habló de política, imagínate. Mi generación es la generación del silencio", cuenta.

Mala memoria

"En La víspera de casi todo dibujo a Oliveira, que quiere recuperar los restos de su mujer. Cerrar la memoria, curarla, es fundamental para sanearnos. Observo cierta equidistancia entre la dictadura argentina y la española, pero allí siempre se le ha dado al tema de los desaparecidos mucha más importancia". Dice, con cierta ironía, que nosotros -"bueno, el juez Garzón"- fuimos capaces de juzgar a Pinochet, "pero no somos capaces de juzgarnos a nosotros mismos, a nuestra propia dictadura". Arrastra el escritor una sensación triste, como si esto "se estuviera acabando".

"No paro de preguntarme qué pasará cuando ya no existan testimonios vivos. Es una pena. ¿Qué haremos cuando muera la gente que vivió esa parte crucial de la historia? Con la oralidad todo será relato, y todo será en parte mentira". 

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