La cara ha perdido la exclusividad en el reflejo del alma. Ahora, es la nevera el mejor espejo. La acumulación de imanes es nuestro yo más parecido, la nevera es el testamento más fiel: todo lo que soy es esto, ahí os lo dejo. No hace falta que os lo diga, pero el souvenir dice más del turista que del lugar al que ha viajado. La nevera es el hall of fame de una vida cualquiera, tan banal y tan kitsch como un souvenir. En la intimidad adoramos lo vulgar y hortera, pero en público lo criticamos porque se parece demasiado a nuestra existencia. No somos nada sin banalidad. Sin banalidad somos banales. Los imanes nos pegan a la banalidad.

El imán perfecto es el perro semihundido de Goya. Parece hecho para las dimensiones del prototipo, además es claro e irónico, mira al que mira y es lo suficientemente misterioso y enigmático como para que no se agote nunca. A la pintura le pasa como a los grupos pop, que caducan en pocos años y dejan de ser adorables para ser irritantes. Los Beatles y los impresionistas sufren en silencio el ostracismo. Las Pinturas negras de Goya son otra cosa. Nunca se consumen, con perdón.

No podía faltar: una carcasa para Iphone 4, por 12,50 euros, en El Prado.

Las Pinturas negras son uno de los primeros souvenires de la Historia del Arte hechos por su autor para decorar su casa. No eran un encargo, eran un capricho. Frescos pintados en los salones de su casa para disfrutar de ellos. Eran su mejor versión, la más libre, su herencia más fiel. El reflejo de su alma, con permiso de la leyenda: oscura, arrebatadora, violenta, irracional, monstruosa, grotesca, imperfecta, independiente, descarada, impropia, inesperada, retorcida, antisistema.

Goya compra la Quinta a orillas del río Manzanares por 60.000 reales, a finales de febrero de 1819. La reforma, la amplía. En 1824 huye a Burdeos y cuatro años después muere. En 1873, la finca es propiedad del barón Frédéric Emile d'Erlanger, que da la orden de arrancar las pinturas de los muros y trasladarlas a lienzos. La operación del restaurador del Prado, Salvador Martínez Cubells, acaba en desastre: lo que vemos hoy poco tiene que ver con los originales. El barón muestra las pinturas en la Exposición de París de 1878, pero no interesan tanto como su dueño esperaba. Así que las dona en 1881 al Estado español y entran en el Prado, afortunadamente.

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Nuestro siglo le ha dado a estas obras un valor muy superior al que le condenó el XIX: ha pasado el corte de la nevera. Pero, ¿qué es el perro? Lo que ha llegado es suficiente para declararle adoración eterna, porque está por encima de las modas y bajo un talud de tierra que parece asfixiarle (o no). Mira arriba y ve la nada, un cielo dorado. En las fotografías que Laurent hace en 1874 a las pinturas originales se ven dos pájaros.

La sobriedad convierte a la pintura en la más moderna de todas, en un sorpasso pictórico que llega a nuestros días. Una pintura tan visual con tan poco, una parquedad tan exclamativa. Es un grito mudo ensordecedor de un perro sin atributos, de un cualquiera a la espera de las migajas. Goya retiró el pincel a tiempo: la angustia sin definir es mucho más asfixiante que el lamento descarado.

Como decoración hoy sólo entraría en casa en miniatura y adherida a la nevera. No somos tan valientes, pero queremos un mundo en el que ese perro sea un referente. El souvenir ya no responde a la construcción de la cultura local que se visita, sino a la construcción ideal de una cultura propia. El mundo que le representa a uno cabe en la nevera. Ese es el lugar paradisíaco al que le cantaban los Talking Heads. Si tuviera que contratar a alguien pasaría de su currículo, pediría una foto de su nevera.

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