En este año tan raro y trágico, claro que las grandes polémicas culturales han sido las atravesadas por la propia condición pandémica y los nuevos debates que ha generado -y que hasta hace tan poco, ni nos planteábamos-. Por ejemplo: ¿cómo debe reaccionar la cultura ante un desastre de las magnitudes del Covid-19? ¿Debe pararse a reflexionar, debe frenar la maquinaria un poco para sopesar el impacto, o es mejor que sirva de acompañamiento constante a los aturdidos ciudadanos que no sabían ni por dónde les venía el aire allá en marzo?

Lo que sucedió quedó bastante claro: el sector se sumió en una hiperproductividad sin precedentes, como un auténtico hámster en una rueda, y parió canciones exprés, libros escritos en quince días -como el de Paolo Giordano, En tiempos de contagio-, y versiones de Resistiré y de Pongamos que hablo de Madrid. Nos reventó a poemas fast-food, como El vals de los salvavidas, una iniciativa liderada por Benjamín Prado y secundada por Elvira Sastre, Jorge Drexler y Leiva, entre otros.

Se criticó en ese momento el oportunismo, porque la cultura -reflexiva, subversiva, antisistema siempre que no se limita a ser entretenimiento, espectáculo o amarillismo- ha peleado históricamente contra la aceleración. La cultura ha callado ahí donde los tertulianos sentenciaban prematuramente. La cultura se ha detenido para escuchar, para interpretar, para masticar la realidad y devolvérnosla de otra forma. La cultura ha dado un paso atrás para observar las grietas y luego uno adelante para meter el dedo hasta el fondo de la llaga. La cultura es de digestión lenta pero segura.

Aceleración cultural

Filósofos como Santiago Alba Rico alertaron sobre la tentación de caer en dinámicas culturales capitalistas: si el Covid-19 era un golpe al capitalismo, no podíamos responder con sus viejas dinámicas -acumulación obsolescencia, intrascendencia, productos de usar y tirar-. Y si el Covid-19 era un golpe a nuestra soberbia y a nuestro ego, no podíamos responder con más ego, porque en algún momento pareció que muchos individuos del sector cultural nos golpeaban desde sus casas con sus productos para aprovecharse de nuestro aburrimiento y que les prestásemos atención: un delirio.

Se debatió sobre si la ñoñería cultural servía para algo más que para la autoayuda y la mediocridad en plena crisis, se exigió calidad, se exigió reflexión, se dialogó sobre si la labor del artista en ese momento era ofrecer su contenido de forma gratuita o si eso establecía un precedente perverso que acabaría acostumbrando al público y dañando a la industria.

Bad Bunny y el travestismo

A finales de marzo llegó Bad Bunny a insuflarnos alegría con el videoclip de Yo perro sola, donde se disfrazaba de mujer, y se abrió otro debate interesante: ¿era eso misógino o se estaba reafirmando como icono feminista? Mientras que muchos fans alabaron su capacidad de “deconstruirse”, de ser un hombre que no se deja avasallar por su propia “masculinidad” y de usar su poderosa plataforma para reivindicar los derechos de las mujeres, otros no lo han visto tan claro.

Aquí uno de los tuits que se hicieron más virales desde el lanzamiento del vídeo: “Hola, gente, por si todavía no sabían es 2020 y ya deberían saber que ser mujer no es un maldito disfraz hipersexualizado. Las mujeres no somos tetas, cabello largo y maquillaje”, escribía una usuaria. “Un varón dice algo tan básico como que matar mujeres y acosarlas está mal y ustedes ya le tienen como feminist icon. Pero oye, la parte en la que asiste a los premios Pornhub se les olvidó en el camino. Bad Bunny sólo es un hombre misógino más colgándose del feminismo”.

Aquí quedó eso, aunque su disco YHLQMDLG fue uno de los grandes pelotazos de 2020: tanto que Bad Bunny no pudo superarse a sí mismo este último mes, cuando publicó -porque él sí que es productivo- El último tour del mundo, con sonidos más lentos y experimentales, y que decepcionó un poco a sus fans.

Medidas sanitarias en conciertos

¿Qué más sucedió en 2020? Que Willy Bárcenas, de Taburete, lo petó en Marbella en pleno verano, allá en agosto en el Starlite, y en pleno subidón gritó al público: “¡Ni una puta mascarilla!”, como invitando al desenfreno. Ahí se debatió sobre si es la organización quien debe hacerse cargo del cumplimiento de las restricciones o si el artista también tiene un deber ético frente a los asistentes; especialmente cuando todo el sector intentaba demostrar que la cultura podía ser segura.

Algo parecido sucedió cuando en septiembre se suspendió una función de Un ballo in maschera, la ópera de Giuseppe Verdi, después de que “un grupo minoritario” de espectadores situado en la zona del paraíso —el gallinero— protestase dando palmas y patadas al suelo para mostrar su disgusto por no haber butacas de separación entre ellos. La organización aclaró que no hubo sobreaforo ni se incumplieron las medidas de seguridad dictadas por las autoridades sanitarias, pero aun así, para complacer a su público, limitó el aforo al 65% en cada una de sus zonas tras la polémica.

Reverte y el Naval

Llegaba noviembre y vivíamos el enfrentamiento entre Arturo Pérez-Reverte y el almirante Juan Rodríguez Garat, director del Instituto de Historia y Cultura Naval. La polémica giró en torno a la retirada de las paredes del Museo Naval, reabierto a mediados de octubre tras dos años de renovación, del cuadro El último combate del Glorioso, una de las obras más insignes del pintor Augusto Ferrer-Dalmau, y se vio acrecentada por un intercambio de cartas en el que ambos se acusan de incurrir en “pataletas”.

El escritor, que acababa de publicar Línea de fuego (Alfaguara), denunció a través de Twitter que el lienzo de su amigo, un encargo del propio museo y que fue presentado en un acto que contó con la participación del rey Felipe VI, ya no formaba parte del recorrido expositivo. El almirante justificó su decisión amparándose en el nuevo discurso del Museo Naval, en el que se priorizan las victorias de la Armada española a lo largo de la historia y se minimizan las derrotas.

"El Museo Naval no es un museo de arte, tiene la misión de explicar una historia que sea equilibrada y sin complejos y los españoles tienen una imagen de la Armada que se asocia con la derrota de Trafalgar y esos acontecimientos negativos. Eso es un desaire para los héroes que durante dos siglos y medio mantuvieron el dominio del Atlántico", explicó Rodríguez Garat.

Españolismo renovado

Una última cuestión de la que se habló este año: la españolidad renovada en la cultura de mano de C. Tangana con canciones como Demasiadas mujeres o Tú me dejaste de querer. En la primera metió a la banda Rosario de Cádiz y un poquito de techno mientras jugaba con el imaginario de un barrio precario de la Castilla honda; y con mantillas, con duelos y entierros clásicos y sentidos.

Jugó con banderas de España grafiteadas en muros derruidos, pero con corte irónico: “Biba el Rey”. Y llegó la estocada final con los primeros acordes de Campanera, de Joselito. Muchos le acusaron de copiar descaradamente a Califato 3/4. Otros celebraron sus incursiones en las imágenes populares patrias -que ya no nos dan vergüenza porque les hemos sacudido de una vez por todas la caspa franquista que arrastraban-. Júzguenlo ustedes mismos.

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