Hay algo muy turbador en oír a un muchacho de Madrid hablar en inglés a sus hijos, como si lo vieras llevando una máscara. Creo que no soy el único para el que cada vez es más habitual, al bajar al parque con mis hijas, escuchar a otros padres hablándoles en inglés a los suyos. Y no es que en Madrid haya cada vez más ingleses: se trata de padres españoles que se vuelven angloparlantes circunstancialmente, al hablar con sus hijos. ¿Qué hay detrás de la decisión de hablar en inglés a los hijos? ¿Por qué esta decisión al realizarse produce una escena inquietante? ¿A qué responde la sensación de “máscara” que genera?

Es evidente que esos padres aman a sus hijos y hablarles en inglés forma parte del deseo de educarlos lo mejor posible. En cierta medida este deseo atraviesa a toda la sociedad: todos o casi todos los padres queremos que nuestros hijos aprendan inglés. Por eso los colegios privados ingleses suelen tener listas de espera para conseguir plaza y por eso los programas de bilingüismo en los colegios públicos, por mal que funcionen, son siempre un reclamo electoral efectivo.

Padre rico vs padre pobre

La decisión de hablarle al hijo en una lengua ajena por su propio bien tiene una declinación en la clase alta y otra en la clase baja. La legitimación del padre rico que le habla a su hijo en inglés puede ser cierto cosmopolitismo, la idea de que si sabe inglés desde bebé, podrá vivir en donde quiera, comunicarse con todo el mundo, será "libre". La motivación del padre pobre que le habla a su hijo en inglés es el anhelo de ascenso social: si aprende inglés desde el principio tendrá más oportunidades laborales, estará mejor preparado para salir adelante y moverse con agilidad en la jungla del mercado.

La motivación del padre pobre que le habla a su hijo en inglés es el anhelo de ascenso social: si aprende inglés desde el principio tendrá más oportunidades laborales

Pero lo que llama la atención en ambos casos no es que un padre quiera que su hijo sepa inglés, sino aquello que está dispuesto a hacer para lograrlo: resignar la comunicación espontánea en su lengua habitual con tal de hacer mejor al hijo. Lo inquietante en esa forma de educar es la relevancia suprema que adquiere el ideal de “hacer mejores” a los hijos. La fantasía misma de estar “haciéndolos”, “fabricándolos” con más o menos prestaciones. Es la idea del hijo como obra la que rige en el padre que decide no hablar al hijo en su lengua (la que usa con todo el mundo, en el trabajo, en la calle, en la mesa y en la cama), sino aprovechar todo el tiempo que pueda para “agregarle” otra.

Las pequeñas virtudes

La escritora italiana Natalia Ginzburg recomendaba orientar la educación de los hijos para llegar enseñarles no las “pequeñas virtudes”, sino las grandes, “no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y saber…”. El angloparlante de parque infantil está obnubilado por las pequeñas virtudes: elige la forja del hijo por encima de la relación con el hijo. Elige lo intencionado, lo voluntario, lo pensado sobre lo espontáneo, lo tierno, lo afectivo. Transmite el deseo de éxito y no el deseo de ser y saber.

Según Ginzburg, a los hijos hay que enseñarles "no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y saber…"

Es la máscara de la paternidad como emprendedorismo lo que nos turba en el angloparlante de parque infantil. La lógica de la utilidad poniendo bajo su dominio incluso el nivel más básico de la educación, el escenario mismo de toda crianza: la lengua materna.

La pensadora Hannah Arendt tuvo que huir de su Alemania natal en 1933 debido a su origen judío. Se exilió primero en Francia y más adelante en Estados Unidos. Cuando ya en los años 60’ le preguntaban qué había quedado vivo para ella de la Europa anterior a Hitler, Arendt respondía: “Lo que queda es la lengua materna”.

Llegó a hablar muy bien el francés y se ganaba la vida escribiendo libros y dando clases en inglés, pero se negó siempre, de manera consciente, a perder el alemán. “Hay una diferencia abismal entre tu lengua materna y todas las demás”. El totalitarismo le había quitado su casa, su barrio, su ciudad, su trabajo, su familia y sus amigos; pero frente a toda esa pérdida le quedaba siempre el hogar infinito de la lengua materna. ¿De verdad vale la pena vaciar el hogar de nuestra lengua para hacer más competentes a los niños?

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