Castilla y León

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Sociedad

La financiera salmantina que cambió el éxito en Londres por ser cooperante en África

6 marzo, 2021 17:14

Javier A. Muñiz 


¿Quién no ha pensado alguna vez en dejarlo todo y marcharse lejos? Una seductora idea que puede aparecer de forma repentina para combatir el estrés del día a día. Si se suma una súbita pulsión por ayudar a los demás, podría tratarse de la historia de María Carpio-Pérez, una salmantina que decidió poner fin a su lucrativa vida como agente financiera en Londres y viajar a África para, en su lugar, lucrar su alma. Allí trabaja, de la mano de la fundación a la que da nombre, por la educación de las mujeres y los niños.

Especialmente de las viudas masái, que quedan desamparadas cuando falta su marido. No tienen ningún derecho. Salvo, eso sí, los que María y su gente consiguen para ellos. Durante una entrevista con la Agencia Ical, Carpio-Pérez explica su experiencia y alerta de las nuevas corrientes que promueven el sometimiento de las mujeres.


¿Qué es la Fundación Carpio-Pérez?

Es una ONG de desarrollo, fundada en 2009, que trabaja en Tanzania con el colectivo Masái. Especialmente, con las mujeres y los niños. Está centrada en proyectos de educación, aunque también lucha contra la violencia de género. De una forma particular, trabaja con las viudas masái que se ven a menudo abandonadas. Las mujeres allí nunca poseen nada. Todo siempre pertenece al hombre. Y al enviudar, los bienes vuelven a pasar a la familia del marido. Por lo tanto, esa viuda, o esas viudas, porque es una tribu polígama, se quedan a merced de la caridad. Por eso, uno de los primero proyectos que nosotros impulsamos fueron las campañas de compra de cabras y burros para que las mujeres pudieran tener algo propio y nadie se lo pudiera quitar. Les estábamos dando un comienzo.

¿Cómo encajó el comienzo de esa labor, hostil con sus costumbres, en el seno de la tribu?


Siempre ha habido de todo. Lo bueno, en nuestro caso, es que mi marido ya había empezado a hablar con las mujeres de allí desde hacía tiempo. Y a unirlas entre sí, porque siempre han tenido miedo del poder del hombre. Necesitan permiso para todo.

Poco a poco han ido perdiendo ese temor y se han reunido en pequeñas cooperativas con sus propias jerarquías y representantes. Esos grupos han ido creciendo y haciéndose fuertes. En algunos lugares tienen cierto poder, y se las respeta, y en otros, por supuesto, se las ha rechazado. De unas aldeas a otras el tema es muy dispar. En las más cercanas a las carreteras y a los núcleos principales es mucho más fácil que en las zonas remotas.

De hecho, ahora vamos a comenzar en uno de esos lugares la construcción de una guardería y será mucho más costoso, porque el tema de la educación es algo que muchos padres aún no comprenden. En cuanto a los hombres, los hay que no entienden nuestra labor y hay otros, que al principio eran reacios y, poco a poco, lo han ido respetando y aceptando. Hay de todo un poco.

¿Cuáles son los principales proyectos que la Fundación ha culminado?


Empezamos a educar a niñas de 12 años debajo de un árbol. Entonces éramos mi marido y yo solos. Con el paso de los años conseguimos una pequeña aula prestada que nos servía de guardería y, después, nos dimos cuenta de que el futuro, realmente, era la educación. Lo demás era parchear. Para poder cambiar la situación había que educar a las nuevas generaciones e intentar que los niños crecieran en igualdad. Nuestro sueño siempre fue crear un colegio y nos pusimos a ello.

Logramos construir la 'Escuela Eretore', después de muchos años, gracias a la ayuda de padrinos, socios, donaciones y de nuestros propios ahorros. Ya está registrada como colegio y cuanta con dos guarderías y siete aulas de Primaria. Allí impartimos educación gratuita a niños. La mayoría, hijos de viudas masái que no tienen nada. Reciben una comida y agua potable. Muchos es la única comida que tienen al día porque vienen de familias paupérrimas, aunque mucho también están apadrinados por familias españolas.

Como queremos seguir ayudando, vamos empezar desde el principio en otras zonas. Nos han cedido una iglesia que está casi en ruinas y tenemos unos 20 niños pequeños. Otro proyecto que hemos empezado hace poco, y creemos que puede ser muy importante, es una concesión de becas a niñas que huyen de sus familias para evitar el matrimonio forzoso. Tienen que escapar de sus casas porque sus padres las quieren casar. Así que las llevamos internas a colegios donde pueden continuar con sus estudios de Secundaria.

¿Cómo es conseguir los fondos necesarios para desarrollar proyectos así?

Empecé con mis propios ahorros y con la ayuda de mis padres. Nadie nos conocía. Éramos cuatro amigos. Y después fue el 'boca a boca'. Yo soy una persona a la que le cuesta mucho pedir. Por eso me gusta que la gente crea en la transparencia que nosotros ofrecemos. Que sepan que todo llega a su destino. La gente que veía lo que nosotros hacíamos, luego podía verificar que todo el dinero se invertía en cada ladrillo y cada saco de cemento. Así que nos financiamos principalmente con la ayuda de socios. Además hay quien hace donaciones puntuales, como comprar una cabra o un burro a una familia determinada. Luego, por ejemplo, en Navidad hacemos calendarios con fotos de los proyectos que la gente puede comprar. También nos presentamos siempre a las convocatorias de la Fundación Renta 4, que puede ser un dinero extra, hacemos mercadillos allí y todo lo que va saliendo.

¿Y las administraciones?

Tampoco lo pedimos. Nosotros somos muy pequeños y creemos que hay demasiado donde repartir. Y, ahora mismo, ni me lo plantearía con la situación que hay en España. Ni se me ocurriría.

Existe otro mantra, ciertamente extendido, que cuestiona las razones por las que alguien se va a África a ayudar a los demás y no se queda para hacerlo en su lugar de origen. 

¿Se lo dicen mucho?

Sí, es algo que me preguntan habitualmente. Aún recuerdo a la primera persona que me lo dijo. Le miré y le pregunté: “¿Y tú a quién ayudas?” Nunca olvidaré su cara. Cuando doy charlas a gente joven siempre les digo que yo decidí irme a África, pero les insisto en que no hace falta irse tan lejos. Y tampoco es necesario dar dinero, porque no todo es eso. Hay muchísimas formas de ayudar. Les digo que pueden ayudar al compañero de al lado, que a lo mejor está sufriendo 'bulling'. Ayudar es practicar la solidaridad y hay mil formas de demostrarla.

Tampoco se trata de irse a África a hacerse cuatro fotos con los 'negritos' porque es lo que se lleva ahora y es 'cool'. Ni hace falta que un papá pague un pastizal para que un chaval vaya a África y luego se olvide de todo. La solidaridad se demuestra de otra manera y se lleva en el corazón. Hay muchos padres que me llaman diciéndome que sus hijos, con 16 años, quieren irse África de voluntariado. Y yo les digo que mejor se acerquen a Cáritas o Cruz Roja, porque se puede hacer voluntariado en Salamanca. La gente que pregunta eso es porque no tiene ninguna intención de ayudar.

¿Cómo gestionan, entonces, el voluntariado desde su Fundación?

Nosotros vivimos en el medio de la nada sin acceso a agua corriente ni saneamientos. La comida es un poquito de arroz o alubias hervidas. Esas son las condiciones de vida. Y no mucha gente está preparada para eso. No son las vacaciones tan bonitas que la gente piensa. No es lo que se quiere pintar en las cuatro fotos que enseñan. Se trata de una vida muy dura. Por eso, la gente que viene con nosotros tiene que tener cierta edad, tener claras sus motivaciones y lo que puede aportar. Y saber hablar inglés. Normalmente tenemos personal sanitario, profesores, arquitectos o incluso pintores, que nos ayudan a decorar las aulas. 

Suelen ser personas con ganas de ayudar y con capacidad de trabajo, que saben que van a pasar hambre y que pueden pasar sin ducharse una semana bajo un sol que te achicharra. No es un cuento de hadas, y hay muchas personas que al conocer todo esto entienden que no están preparadas.

Y a una salmantina que trabajaba en el sector financiero de Londres, ¿qué le impulsó a dejarlo todo e irse a África?

Obviamente, si mi vida hubiera sido perfecta, igual no me hubiera ido. Esto me gusta dejarlo claro, porque yo no soy Teresa de Calcuta. Tenía una vida acomodada, pero siempre había tenido dentro de mí esas ganas de irme a África. En Londres era un poco complicado, pero también hacía acciones solidarias. Y a pesar de aquello yo notaba que mi vida allí no estaba completa. Me faltaba algo. El destino quiso que me fuera a escalar el monte Kilimanjaro, precisamente con una ONG para recaudar fondos contra del cáncer. Y fue allí donde sentí ese 'click' y supe que era el momento y la hora de hacer un cambio en mi vida.

Volví a Londres y lo dejé todo. Luego vine a España y afronté lo más duro de todo aquello, que fue decírselo a mis padres. Me marché sola a África con cinco maletas llenas de medicinas. Fue una primera etapa muy dura porque se aprovecharon de mí. Me di de bruces contra una realidad que no espera encontrar. Y cuando estaba a punto de tirar la toalla, conocí a la persona que después fue mi marido y junto a él empecé un proyecto muy bonito que dura hasta hoy. Hemos hecho juntos muchas cosas y hemos ayudado a mucha gente, a pesar de que los comienzos fueron muy duros.

¿Se centró entonces en proyectos con los masái porque su marido pertenece a esta tribu?


Mi prioridad siempre fue ayudar a las mujeres. Y las mujeres masái son un colectivo muy castigado. Conocer su sufrimiento, por pertenecer él a este colectivo, sin duda me ayudó a poder ayudarlas a ellas.

¿Mira a su 'yo' del pasado con cierto recelo por la vida que llevaba antes o nunca ha tenido ese conflicto?

La verdad es que nunca me había parado a pensarlo. No, no tengo ningún tipo de conflicto. Tuve la gran suerte de haber nacido en este lado del mundo y haber tenido las oportunidades que disfruté. Mis padres me las dieron. Como estudiar y trabajar donde quise. Estoy convencida, como cristiana que soy, de que si hago lo que hago, y la Fundación existe, es porque todos tenemos que devolver algo de aquello que hemos recibido. Creo que es una obligación moral. Los que hemos nacido aquí somos unos privilegiados. He visto el mundo que quise ver y decidí que ya no quería ese mundo más. Y no lo echo de menos. Aunque sí reconozco que ese mundo ha hecho que yo sea la persona que soy ahora.


¿Cómo ha cambiado para usted la percepción del entorno en el que se crio?

Los primeros años me costaba muchísimo asimilar la vuelta a España. Entonces vivía en una aldea sin comodidades y cuando regresaba, en realidad, las personas me daban pena. Me parecía un mundo triste y superficial. Y me lo sigue pareciendo. Ahora, desde que tengo una hija, intento vivir algo mejor. Por ella, para que pueda disfrutar.

Cuando veo a los jóvenes de hoy en día, a menudo siento el impulso de decirles algo. Pero no puedo, porque ellos no han vivido lo que yo. Me encantaría que pudieran ver, abrirles los ojos. Un viaje de un mes a Tanzania conmigo les cambiaría mucho la perspectiva de la vida. El consumismo me da mucha pena. No poder disfrutar de una puesta de sol o un amanecer. No disfrutar de la familia, de lo que realmente importa. Cuando estás allí y no tienes esto te das cuenta. Parece que aquí lo damos por supuesto y lo devaluamos. La vida podría ser tan fácil... Pero aquí ya no hay valores, y eso sí que me da pena. ¿En qué nos hemos convertido?

¿Y qué les contaría a esos jóvenes que no conocen otras realidades para que les sirviera de impacto? 

Aunque fuera en piel ajena...

Que la justicia allí no existe. Que el dinero prima. He visto cómo gente inocente iba a la cárcel porque el culpable pagaba a los policías. El dinero manda y el pobre no tiene derecho a nada. Esto es algo que me duele muchísimo y me supone una impotencia que me supera. También que casan a una niña de 13 años con un anciano de 70, y no pueden luchar contra ello. Me resulta incomprensible. Espero que dentro de dos o tres generaciones podamos ver alguna mejoría en esos aspectos.

Una de las cosas que más me impactó fue ver a un niño hacer pis en el suelo y comerse la tierra mojada para llenar algo el estómago. O ver a unos niños abalanzarse a rebuscar en un vómito, repleto de moscas, para ver si podían rascar restos de comida. Recuerdo también ver a un hombre en los huesos arrastrando un carro de madera lleno de ladrillos por 30 céntimos. Y a otro hombre, rico, pitándole para hacerle parar y pasar él. Hay mucha falta de humanidad entre el rico y el pobre. Y mucha falta de solidaridad.

Algo que me enseñó mi padre que también he visto, y que impacta aunque en otro sentido, es cómo al sonreír a alguien pobre, que está sufriendo, puedes notar cómo se alegra porque te has fijado en él, y no es invisible. Son situaciones que hacen que llegue a casa machada por tanto dolor y tanta injusticia.


Después de haber conocido las realidades de tantas mujeres sometidas en Tanzania, ¿cuál es su mensaje a pocas horas del 8M?

En Occidente se ha luchado mucho y se ha conseguido mucho. Y queda mucho recorrido. Pero creo que ahora se está lanzando un mensaje equivocado. Estoy leyendo ciertas cosas que, en el fondo, me ofenden como mujer. Se está mezclando mucho la política con nuestros derechos y considero que esto es un error. No deberían politizarse. Las mujeres valemos mucho y lo hemos demostrado a través de los siglos, especialmente en los últimos años. Hemos conseguido mucho desde los 70 hasta hoy, pero debemos seguir luchando para conseguir la igualdad.

Yo lucho por conseguir los derechos de aquellas mujeres no tienen absolutamente ninguno. Cuando ellas me ven, ven a una mujer libre y ni siquiera lo entienden. No conciben los derechos que yo tengo. Ellas no pueden ni salir de su casa sin pedir permiso al hombre. Tenemos que seguir avanzando, pero sin dar marcha atrás, porque lo que ahora vuelvo a ver mujeres jóvenes que están bastante sometidas, siguiendo ciertas corrientes actuales. Y esto es un retroceso.