Imagen de las salinas de Poza de la Sal, en Burgos, y del cuadro 'La familia de Carlos IV', de Francisco de Goya y Lucientes.

Imagen de las salinas de Poza de la Sal, en Burgos, y del cuadro 'La familia de Carlos IV', de Francisco de Goya y Lucientes. ICAL

Burgos

Domingo García Fernández: un químico burgalés en la Corte

Fue un importante castellano, con cargos como el de adelantado y notario mayor del reino de León, además de miembro del Consejo Real

16 julio, 2023 07:00

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A Domingo, nacido en Belorado (Burgos) en 1759, le venía de familia la profesión. Su tío Bartolomé fue boticario mayor de Isabel de Farnesio y poseía un establecimiento en Madrid, que Domingo heredó después. Allí aprendió lo básico, y en 1780, con veintiún años, marchó a París para seguir con sus estudios en la Facultad de Medicina y el Colegio de Farmacia de la capital gala.

Tres años después, consiguió una beca del gobierno español para extender dichos conocimientos al ámbito de la química, y así estudiar, entre otras cosas, las técnicas francesas de fabricación y utilización de tinturas, principalmente en la manufactura de Gobelins. El interés de Domingo residía sobre todo en la química que se aplicaba a las artes, es decir en el saber químico en sí mismo, como ciencia, al contrario que otros colegas de profesión que enfocaban más su aprendizaje hacia aspectos de la minería, la cirugía o la medicina.

En 1787, Domingo ya pertenecía a la Junta General de Comercio y Moneda de España, en calidad de encargado de asuntos químicos, y le fue delegada la misión de regresar a Francia para emplearse en proyectos que sirvieran después para crear una escuela de Química en Madrid y una cátedra de Química Aplicada a las Artes. En el país vecino esta vez visitó las Casas de la Moneda de Burdeos y París donde aprendería las técnicas de fundir y afinar, y recabó información sobre planos y modelos de hornos, maquinaria, utensilios e instrumentos de precisión, que luego trasladaría a España. Era una especie de “espía industrial consentido”.

A su vuelta, en los años sucesivos, fue nombrado inspector general de las Reales Casas de la Moneda, vicepresidente de la Real Academia Nacional de Medicina, y director de las Reales Fábricas de Salitre, Pólvora y Azufre, para las cuales publicó un Reglamento en 1808. Del mismo modo, obtuvo beca en química aplicada a las artes plásticas y fábricas del reino, fue miembro no numerario del Jardín Botánico de Madrid, y también socio numerario de la Real Sociedad Económica. Dirigió además el Real Laboratorio de Madrid, subvencionado por los Ministerios de Estado y Hacienda, donde aportó estudios sobre técnicas de teñido, sobre salitre y sobre pólvora.

El “Método de la nomenclatura química”, que es la base de la moderna nomenclatura química, y que fue concebido por Antoine Lavoisier, entre otros autores, fue la concreción de todas las tentativas dieciochescas de modificar los términos químicos, y basa su afán reformador en dar un nombre simple y único a los elementos químicos. Los compuestos serían ahora definidos con palabras que aludieran a su composición, desapareciendo cualquier mención a sus características físicas de sabor o color, al modo de prepararlos, o a sus propiedades curativas.

Así, tras la obra de Lavoisier, lo que antes era “aceite de vitriolo”, ahora sería “ácido sulfúrico”, lo cual ya indicaba que había azufre en su estructura. Pero claro, Lavoisier era francés, y por tanto su método se ceñía a este idioma, dejando un difícil proceso de adaptación de los términos para las restantes lenguas. El inglés, el portugués o el italiano tomaron préstamos del francés o del latín, pero ¿y el español?

La nomenclatura química se trató de traducir al castellano en 1788, principalmente para ser usada en los cursos impartidos por Pedro Gutiérrez Bueno en el Laboratorio Químico de Madrid. Este químico extremeño afirmaba que, al tratarse de nuevos léxicos, utilizados casi siempre por los coautores del “Método” de Lavoisier, resultaba imposible buscar expresiones castellanas que tuvieran significado entendible y que fueran aceptables para los diccionarios en español. Por eso, en su traducción decidió dejar las expresiones francesas como estaban, sin apenas modificarlas, con el fin de crear un lenguaje químico común a todos los países y facilitar la labor de sus usuarios, docentes o estudiantes.

El debate sobre la adaptación de los términos a la escritura castellana estaba servido. La controversia entre autores españoles también, y el principal crítico de la obra de Gutiérrez Bueno fue Domingo García que elaboró ciertas “versiones propias” de la nomenclatura química, primero en 1793 para traducir los “Elementos de Farmacia teórica y práctica” publicados treinta años antes por el farmacéutico francés Antoine Baumé, y luego en 1795, en su traducción de los “Elementos del arte de la tintura”, de Claude Louis Berthollet, incluyendo al final una nueva traducción del “Método” de Lavoisier. Domingo señalaba que su traducción adoptaba sufijos afines a la idiosincrasia del castellano como lengua, pero sin perder la intención de los autores franceses, y prefería decir “óxido” en vez de “oxide”.

En 1799 funda, junto a Herrgen, Proust y Cavanilles la primera revista científica española, “Anales de Historia Natural”, en la que aporta distintos artículos que hacen patente su buena relación con Louis Proust, con quien intercambiaba resultados de sus experimentos. Durante estos años consiguió llevar a cabo hasta siete publicaciones sobre química y mineralogía, no solo en España sino también en revistas extranjeras como Annales de Chimie, Journal of Natural Philosophy: Chemistry and the Arts, Philosophical Magazine y Allgemeines Journal der Chemie.

Al igual que pasaba con muchos otros científicos españoles de cierta relevancia en esa época, las inclinaciones afrancesadas de Domingo, de claro cariz ilustrado, y su cooperación con el gobierno de José Bonaparte, le obligaron a exiliarse a Francia al acabar el conflicto de invasión francesa en 1813. Pero en diciembre de ese mismo año, Fernando VII firmó con Bonaparte el Tratado de Valençay, por el que, entre otras cláusulas, se prometía el perdón a todos los afines a los ideales franceses, y el científico burgalés pudo regresar a España.

Aun así, fue relevado de todos sus cargos oficiales durante al menos cinco años, hasta que en 1818 se le encomendó dirigir la fábrica de latón y zinc de San Juan de Alcaraz, en Albacete, y, posteriormente las salinas de La Poza, en Burgos. En 1822 también fue nombrado director de las minas de Almadén, las cuales mejoró manifiestamente, y donde debió de trabajar hasta el final de su vida en 1829.