La alameda de la Fuencisla con vista al alcázar de Segovia
Castillos vivos: viaje al interior de la historia entre murallas medievales
Recorrido por las fortalezas que aún guardan la memoria de Castilla y León, donde cada torre y cada piedra siguen latiendo con la fuerza de siglos de historia.
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Hay paisajes que se leen como un libro abierto. Castilla y León es uno de ellos: una tierra donde la piedra habla, donde cada torre o muralla narra el paso de las civilizaciones. Viajar por su territorio es emprender un regreso al origen, una inmersión en la historia que aún palpita entre almenas y fosos. Aquí, los castillos no son ruinas: son organismos vivos, guardianes de la memoria colectiva que se resisten a desaparecer.
La red de yacimientos arqueológicos y fortificaciones de la comunidad permite recorrer más de dos milenios de presencia humana: desde los castros prerromanos hasta los recintos amurallados que definieron la Edad Media. En ellos se concentra la esencia de Castilla y León: la defensa, la frontera, la fe, el poder y el silencio.
Cada visitante que asciende hasta una torre o recorre un adarve se convierte, por unas horas, en heredero de esa historia. Caminar entre murallas medievales es, en realidad, un viaje interior: hacia la raíz de lo que somos.
León: las torres del Bierzo y la muralla de los siglos
La provincia de León conserva algunos de los castillos más evocadores de la península. En el corazón del Bierzo, el de Balboa emerge entre montes y castaños, con su torre recortada sobre un paisaje que parece detenido en el tiempo. Fue baluarte fronterizo y, siglos después, símbolo de identidad para un valle que aún respira historia.
Más al norte, el castillo de Sarracín, en Vega de Valcarce, vigila desde su altura el camino natural hacia Galicia. Sus muros medio derruidos conservan el espíritu de una fortaleza de frontera, testigo de enfrentamientos y alianzas entre reinos.
En la capital leonesa, la muralla romana y medieval encierra el casco antiguo como un abrazo de piedra. Pasear junto a sus torres, sentir la rugosidad de los sillares y escuchar el rumor de las calles, es caminar por diecisiete siglos condensados en un mismo perímetro.
Zamora: ciudad de murallas que miran al Duero
Zamora no necesita presentación: su silueta, recortada sobre el río, es un poema de piedra. El castillo de Zamora, construido en el siglo XI, es una de las fortalezas románicas mejor conservadas de España. Desde su torre del homenaje se domina la ciudad entera y el cauce del Duero, que durante siglos fue su mejor defensa.
Más allá de la capital, la provincia despliega un rosario de fortalezas que recuerdan su condición de tierra de frontera. En Alba de Aliste, los restos de un castillo vinculado a órdenes militares evocan las cruzadas interiores del medievo. En Castrotorafe, las ruinas emergen junto al embalse del Esla, trazando la silueta de una antigua ciudad amurallada. Cuando el sol cae sobre esas piedras desgastadas, uno tiene la impresión de que el tiempo se ha detenido.
Zamora es piedra y agua, resistencia y memoria. Su historia no se lee: se escucha en el viento que golpea las almenas.
Burgos: la cuna de los castillos
Burgos fue, en muchos sentidos, el taller donde se forjó Castilla. En lo alto del cerro de San Miguel, el castillo de Burgos domina la ciudad que un día protegió. Aunque sus muros actuales son fruto de reconstrucciones posteriores, el espíritu del lugar permanece intacto: allí nació el poder condal que daría nombre a toda una nación.
En la comarca de Lara se alzan los vestigios del castillo de Lara de los Infantes, una fortaleza temprana que resume la transición entre la defensa y la repoblación. Sus restos, abiertos al cielo, conservan la sensación de un inicio.
Más al sur, el imponente castillo de Gormaz —hoy perteneciente a la provincia de Soria— cierra el relato. Su perímetro de más de un kilómetro es un prodigio de ingeniería militar islámica, luego cristiana. Subir a su torre al atardecer, cuando la luz tiñe de rojo la caliza, es una experiencia casi sagrada.
Soria: el alma de la frontera
Pocas provincias conservan tan bien la soledad del medievo como Soria. Sus castillos se levantan sobre cerros desnudos, dominando valles que parecen infinitos.
El castillo de Gormaz, con sus muros interminables, es una de las mayores fortificaciones de Europa. Su historia atraviesa culturas: fue bastión omeya, luego bastión cristiano y siempre guardián del Duero. Desde sus torres, el silencio del paisaje se mezcla con el rumor del pasado.
En Berlanga de Duero, la fortaleza renacentista muestra el último esplendor de las guerras señoriales: gruesos muros, baluartes artilleros y un trazado que anuncia el final de la Edad Media.
En Medinaceli, las ruinas de su castillo recuerdan la posición estratégica del enclave y la convivencia de estilos y civilizaciones. Soria es la frontera eterna, el eco de un tiempo que se resiste a apagarse.
Valladolid y Palencia: fortalezas de llanura
En el corazón de Castilla, donde la tierra se abre en horizontes amplios, los castillos surgen como faros de piedra. En Valladolid, el castillo de Fuensaldaña conserva intacta su torre del homenaje, símbolo de poder y elegancia. Fue residencia señorial, sede política y ahora espacio cultural, pero sigue manteniendo la solemnidad de sus orígenes.
El castillo de Peñafiel, encaramado sobre un cerro, es una de las imágenes más reconocibles de la comunidad. Su forma alargada, casi naval, divide el paisaje de la Ribera del Duero y recuerda que la fortificación también podía ser belleza.
Entrada al Museo del Vino de Peñafiel
En Palencia, el castillo de Ampudia y el de Monzón de Campos completan una ruta de fortalezas de llanura. Allí, el horizonte no se conquista con la altura, sino con la geometría perfecta de los muros.
La localidad palentina de Ampudia
Ávila y Segovia: la perfección de la piedra
La muralla de Ávila es mucho más que un monumento: es una forma de vida. Su trazado completo, con torres y puertas intactas, convierte a la ciudad en una cápsula del siglo XII. Subir a su adarve, caminar sobre los 2.500 metros de recinto amurallado y contemplar el valle desde lo alto es, quizá, la experiencia más próxima a viajar en el tiempo.
Segovia, por su parte, muestra la faceta más majestuosa del poder medieval. El alcázar, suspendido entre los ríos Eresma y Clamores, combina la elegancia cortesana con la solidez militar. Su perfil, tan singular, ha inspirado leyendas y pinturas. Desde su torre, la vista abarca siglos: el acueducto romano, la catedral gótica y las montañas azules del fondo.
Ambas ciudades, Ávila y Segovia, resumen la dualidad de Castilla y León: fortaleza y belleza, piedra y alma.
Semana Santa en Ávila. Un momento del Viacrucis de Penitencia junto a la Muralla
Salamanca: murallas sobre el Tormes
En el extremo occidental, Salamanca cierra el mapa con una colección de recintos amurallados que conservan la esencia de la frontera. En Ciudad Rodrigo, el viajero camina entre puertas fortificadas y baluartes que aún conservan cicatrices de guerra. El castillo, transformado en alojamiento, mira al Águeda con la serenidad de quien ha visto pasar reyes, soldados y viajeros.
En Ledesma, la fortaleza se asoma al Tormes sobre un promontorio rocoso. Su trazado irregular y sus torres semiderruidas hablan de siglos de dominio y resistencia. Y cuando las aguas del embalse bajan, emergen los restos del castillo de Salvatierra de Tormes, una visión casi mítica: la piedra que resurge del agua para recordar que el pasado nunca se hunde del todo.
El viaje interior
Recorrer los castillos de Castilla y León es, en el fondo, un viaje al interior de la historia. No se trata de buscar la comodidad moderna ni de acumular visitas, sino de dejarse habitar por el silencio de las murallas. Cada torre, cada foso, cada puerta abierta al horizonte guarda un fragmento del alma castellana.
La piedra aquí no envejece: se transforma. Es memoria, testigo y refugio. Los castillos siguen vivos, aunque el eco de las espadas se haya apagado. Y el viajero, al recorrerlos, comprende que la historia no está en los libros, sino en los muros que aún resisten al viento.
Dormir entre murallas medievales, aunque sea solo en la imaginación, es recordar que todo viaje verdadero comienza dentro de uno mismo.